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Al hilo de esto, me vienen a la memoria otras descripciones kafkianas de ese Soltero que dan también la impresión de estar componiendo el vivo retrato de Bartlebjy: «Anda por ahí con la chaqueta bien abrochada, las manos en los bolsillos, que le quedan altos, los codos salientes, el sombrero encasquetado hasta los ojos, una falsa sonrisa, ya innata, que debe de proteger su boca, como los lentes de pinza protegen sus ojos; los pantalones son más estrechos de lo que conviene estéticamente a unas piernas delgadas. Pero todo el mundo sabe lo que le ocurre, puede enumerarle todos sus sufrimientos.»

Del cruce entre el Soltero de Kafka y el copista de Melville surge un ser híbrido que estoy ahora imaginando y al que voy a llamar Scapolo (célibe en italiano) y que guarda parentesco con aquel animal singular -«mitad gatito, mitad cordero»- que recibiera Kafka en herencia.

¿Se sabe también lo que le ocurre a Scapolo? Pues yo diría que un soplo de frialdad emana de su interior, donde se asoma con la mitad más triste de su doble rostro. Ese soplo de frialdad le viene de un desorden innato e incurable del alma. Es un soplo que le deja a merced de una extrema pulsión negativa que le conduce siempre a pronunciar un sonoro NO que parece que lo estuviera dibujando con mayúsculas en el aire quieto de cualquier tarde lluviosa de domingo. Es un soplo de frialdad que hace que cuanto más este Scapolo se aparta de los vivos (para quienes trabaja a veces como esclavo y en otras como oficinista) tanto menor sea el espacio que los demás consideran suficiente para él.

Parece este Scapolo un bonachón suizo (al estilo del paseante Walser) y también el clásico hombre sin atributos (en la esfera de Musil), pero ya hemos visto que Walser sólo en apariencia era un bonachón y que también de las apariencias del hombre sin atributos hay que desconfiar. En realidad Scapolo asusta, pues pasea directamente por una zona terrible, por una zona de sombras que es también paraje donde habita la más radical de las negaciones y donde el soplo de frialdad es, en síntesis, un soplo de destrucción.

Scapolo es un ser extraño a nosotros, mitad Kafka y mitad Bartleby, que vive en el filo del horizonte de un mundo muy lejano: un soltero que a veces dice que preferiría no ha cerlo y otras, con la voz temblorosa de Heinrich von Kleist ante la tumba de su amada, dice algo tan terrible y al mismo tiempo tan sencillo como esto:

– Ya no soy de aquí.

Ésta es la fórmula de Scapolo, toda una alternativa a la de Bartleby. Me digo esto mientras escucho cómo golpea la lluvia este domingo los cristales.

– Ya no soy de aquí -me susurra Scapolo.

Le sonrío con cierta ternura, y me acuerdo del «soy verdaderamente de ultratumba» de Rimbaud. Miro a Scapolo y me invento mi propia fórmula y, también susurrando, le digo: «Estoy solo, soltero.» Y entonces no puedo evitar verme a mí mismo como un ser cómico. Porque es cómico tomar conciencia de la propia soledad dirigiéndose a alguien por medios que impiden precisamente estar solo.

25) De un domingo lluvioso a otro. Me traslado a un domingo del año de 1804 en el que Thomas De Quincey, que entonces tenía diecinueve años, tomó por primera vez opio. Mucho tiempo después, él recordaría así ese día: «Era un domingo por la tarde, triste y lluvioso. En esta tierra que habitamos no existe espectáculo más lúgubre que una lluviosa tarde de domingo en Londres.»

En De Quincey el síndrome de Bartleby se manifestó en forma de opio. De los diecinueve a los treinta y seis años, De Quincey, a causa de la droga, se vio impedido para escribir, pasaba horas y horas tumbado, alucinando. Antes de caer en los ensueños de su mal de Bartleby, él había manifestado sus deseos de ser escritor, pero nadie confiaba en que algún día llegara a serlo, se le daba por desahuciado puesto que el opio genera una alegría sorprendente en el ánimo de quien lo ingiere pero aturde la mente aunque lo haga con ideas y placeres que hechizan. Es evidente que, estando aturdido y hechizado, no se puede escribir.

Pero sucede que a veces la literatura huye de la droga. Y eso es lo que le ocurrió un buen día a De Quincey, que vio cómo de pronto se liberaba de su síndrome de Bartleby. Fue original en su momento la manera de doblegarlo, pues consistió en escribir directamente sobre él. De donde antes sólo estaba el humo del opio surgió el célebre opúsculo Confesio nes de un comedor de opio inglés, texto fundacional de la historia de las letras drogadas.

Enciendo un cigarrillo y, por unos momentos, rindo homenaje al humo del opio. Me viene a la memoria el sentido del humor de Cyril Connolly al resumir la biografía del hombre que doblegó su síndrome escribiendo sobre él pero sin poder evitar que, a la larga, el síndrome se rebelara, matándole: «Thomas De Quincey. Decadente ensayista inglés quien, a los setenta y cinco años de edad, falleció a causa de aquello sobre lo que había escrito, a causa de haber ingerido opio en su juventud.»

El humo ciega mis ojos. Sé que debo terminar, que he llegado al final de esta nota a pie de página. Pero no veo apenas nada, no puedo seguir escribiendo, el humo se ha convertido peligrosamente en mi síndrome de Bartleby.

Ya está. He apagado el cigarrillo. Ya puedo acabar, lo haré citando a Juan Benet: «Quien necesita fumar para escribir, o bien lo tiene que hacer a lo Bogart, con el humo enroscado al ojo (lo cual determina un estilo bronco), o bien ha de soportar que el cenicero se lleve la casi totalidad del cigarrillo.»

26) «El arte es una estupidez», dijo Jacques Vaché, y se mató, eligió la vía rápida para convertirse en artista del silencio. En este libro no va a haber mucho espacio para bartlebys suicidas, no me interesan demasiado, pues pienso que en la muerte por propia mano faltan los matices, las sutiles invenciones de otros artistas -el juego, a fin de cuentas, siempre más imaginativo que el disparo en la sien- cuando les llega la hora de justificar su silencio.

A Vaché lo incluyo en este cuaderno, hago con él una excepción porque me encanta su frase de que el arte es una estupidez y porque fue él quien me descubrió que la opción de ciertos autores por el silencio no anula su obra; por el contrario, otorga retroactivamente un poder y una autoridad adicionales a aquello de lo que renegaron: el repudio de la obra se convierte en una nueva fuente de validez, en un certificado de indiscutible seriedad. Esa seriedad me la descubrió Vaché, es una seriedad que consiste en no interpretar el arte como algo cuya seriedad se perpetúa eternamente, como un fin, como un vehículo permanente para la ambición. Como dice Susan Sontag: «La actitud realmente seria es aquella que interpreta el arte como un medio para lograr algo que quizá sólo se puede alcanzar cuando se abandona el arte.»

Hago una excepción, pues, con el suicida Vaché, paradigma del artista sin obras; está en todas las enciclopedias habiendo escrito tan sólo unas pocas cartas a André Breton y nada más.

Y quiero hacer otra excepción con un genio de las letras mexicanas, el suicida Carlos Díaz Dufoo (hijo). También para este extraño escritor el arte es uñ camino falso, una imbecilidad. En el epitafio de sus rarísimos Epigramas - publicados en París en 1927 y supuestamente escritos en esa ciudad, aunque posteriores investigaciones demuestran que Carlos Díaz Dufoo (hijo) jamás se movió de México- dejó dicho que sus acciones fueron oscuras y sus palabras insignificantes y pidió que se le imitara. Este bartleby puro y duro es una de mis máximas debilidades literarias y, a pesar de que se suicidara, tenía que aparecer en este cuaderno. «Fue un auténtico extraño entre nosotros», ha dicho de él Christopher Domínguez Michael, crítico mexicano. Se necesita ser muy extraño para resultar extraño a los mexicanos, que tan extraños -al menos es lo que a mí me parece- son.

Concluyo con uno de sus epigramas, mi epigrama favorito de Dufoo (hijo): «En su trágica desesperación arrancaba, brutalmente, los pelos de su peluca.»

27) Voy a hacer una tercera excepción con suicidas, voy a hacerla con Chamfort. En una revista literaria, un artículo de Javier Cercas me ha puesto en la pista de un feroz partidario del No: el señor Chamfort, el mismo que decía que casi todos los hombres son esclavos porque no se atreven a pronunciar la palabra «no».

Como hombre de letras, Chamfort tuvo suerte desde el primer momento, conoció el éxito sin el menor esfuerzo. También el éxito en la vida. Le amaron las mujeres, y sus primeras obras, por mediocres que fueran, le abrieron los salones, ganando incluso el fervor real (Luis XVI y María Antonieta lloraban a lágrima viva al término de las representaciones de sus obras), entrando muy joven en la Academia Francesa, gozando desde el primer instante de un prestigio social extraordinario. Sin embargo, Chamfort sentía un desprecio infinito por el mundo que le rodeaba y muy pronto se enfrentó, hasta las últimas consecuencias, con las ventajas personales de las que disfrutaba. Era un moralista, pero no lo de los que estamos acostumbrados a soportar en nuestros tiempos, Chamfort no era un hipócrita, no decía que todo el mundo era horroroso para salvarse él mismo, sino que también se despreciaba cuando se miraba al espejo: «El hombre es un animal estúpido, si por mí se juzga.»

Su moralismo no era una impostura, no buscaba con su moralismo el prestigio de hombre recto. «Nuestro héroe -escribió Camus sobre Chamfort- irá aún más lejos, porque la renuncia a las propias ventajas nada supone y la destrucción de su cuerpo es poca cosa (se suicidó de un modo salvaje), comparada con la desintegración del propio espíritu. Esto es, finalmente, lo que determina la grandeza de Chamfort y la extraña belleza de la novela que no escribió, pero de la que nos dejó los elementos necesarios para poder imaginarla.»

No escribió esa novela -dejó Máximas y pensamientos, Caracteres y anécdotas, pero nunca novelas-, y sus ideales, su radical No a la sociedad de su tiempo, le abocaron a una especie de santidad desesperada. «Su extremada y cruel actitud -dice Camus- le condujo a esa postrera negación que es el silencio.»

En una de sus Máximas nos dejó dicho: «M., a quien se quería hacer hablar de diferentes asuntos públicos o particulares, fríamente contestó: Todos los días engrosó la lista de las cosas de las que no hablo; el mayor filósofo sería aquel cuya lista fuera la más extensa.»

Esto mismo le conducirá a Chamfort a negar la obra de arte y esa fuerza pura de lenguaje que, en sí misma y desde hacía mucho, trataba de comunicar una forma inigualable a su rebeldía. Negar el arte le condujo a negaciones aún más extremas, incluida esa «postrera negación» de la que hablaba Camus, que, comentando por qué Chamfort no escribió una novela y, además, cayó en un prolongadísimo silencio, dice: «El arte es lo contrario del silencio, constituyendo uno de los signos de esa complicidad que nos liga a los hombres en nuestra lucha común. Para quien ha perdido esa complicidad y se ha colocado por entero en el rechazo, ni el lenguaje ni el arte conservan su expresión. Ésta es, sin duda, la razón por la cual esa novela de una negación jamás fue escrita: porque, justamente, era la novela de una negación. Y es que existen en ese arte los principios mismos que debían conducirle a negarse.»

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