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Al llegar a la plaza, una bocanada de aire le arremolinó las faldas del hábito: se armó un pequeño lío, al arreglárselas, porque una de las manos tenía que sostener el paraguas abierto. Por fin pudo escapar a la ventolera y subir bajo el arco, donde no llovía pero era tan corto de trayecto que no consideró imprescindible cerrar el paraguas.

Unas calles más arriba, entró en el Juzgado y pidió ver al Juez.

Le mandaron esperar y, después de un rato, un alguacil le vino con el recado de que el Juez tenía muchas ocupaciones urgentes, y que le rogaba volver al día siguiente.

“Dígale que tengo algo importante que decirle acerca de la muerte del señor Decano.” El alguacil salió con el recado y volvió pasado un momento con la respuesta. “Que espere unos cinco minutos.” Fueron pocos. Al cabo de tres o cuatro, el mismo Juez salió a recibirle, le saludó y le mandó entrar. El despacho del Juez era de una tremenda vulgaridad: una mesa como todas, unas estanterías de pino sin pintar cargadas de legajos, tres o cuatro sillas, jirones de humedad en la pared encalada. El Juez le señaló el lugar más cómodo y le pidió que se sentase. “Lo que viene usted a decirme, ¿es una declaración o una confidencia?” “Es una confidencia que puedo convertir en declaración, si usted así lo ordena.” “Empiece.” El Juez se sentó al otro lado de la mesa y encendió un pitillo, después de haber ofrecido al fraile y que éste lo aceptase…

– No sé cómo empezar, pero hay que empezar de alguna manera. El Decano y yo éramos amigos. No me pregunte usted por qué. Nos separaban muchas cosas, pero la simpatía, usted lo sabe, es inexplicable. A mí me era simpático, y supongo que yo le era simpático a él. Lo conocí a principios del curso pasado, y hemos tenido muchas y muy largas conversaciones. Él sin salirse de su ateísmo yo encastillado en mi fe. Ni él pretendía convencerme ni yo a él, pero nos escuchábamos. Hablábamos casi siempre de Historia, de la manera de entenderla. Sólo a finales de junio, cuando se iba de vacaciones, me dijo un día: “¿Sabe usted que alguien quiere matarme?” No sé lo que entonces le contesté y no volvió a mencionar el caso. Pero la primera vez que nos vimos, durante este curso, volvió a referirse al peligro en que se encontraba y al riesgo que corría, siempre sin datos concretos, siempre puras conjeturas y suposiciones. A mí no me sorprendía que aquella mente, más poética e imaginativa que científica, hubiera imaginado una historia en la que él mismo creyera. Pero ayer me dejó preocupado. Dijo que le matarían esa noche y que venía a despedirse. También me entregó unos papeles, un capítulo de una obra que estaba escribiendo y del que, no sé por qué, me hizo depositario. Aquí lo traigo.

Hizo una pausa, dejó encima de la mesa del Juez un buen montón de folios. El Juez aprovechó la pausa para preguntarle:

– Y, en tantas ocasiones de conversación, ¿nunca le dio el nombre del presunto asesino?

– Si no me lo hubiera dicho, mi testimonio no serviría de nada. Quizás tampoco sirva así, pero yo cumplo con mi conciencia al venir a hablar con usted. La persona de quien el Decano esperaba la muerte era su auxiliar, el profesor…

El Juez murmuró un apellido.

– No. Él no le llamaba así. Él le llamaba don…

– ¿Enrique?

– Sí, eso. Don Enrique, nunca por el apellido, nunca sin el don. Como si le tuviera respeto, o como si la amistad entre ambos no hubiera llegado aún a ese momento en que se olvidan los protocolos.

– Sin embargo, se conocían hace mucho tiempo.

– Eso, no lo sé.

– Yo lo he averiguado. Don Enrique fue su discípulo en la Universidad de Barcelona. El decano le dirigió la tesis doctoral, y sacó a oposición la plaza de auxiliar para que don Enrique la ocupase. Fue una oposición reñida. La Facultad tenía otros candidatos. Don Enrique se impuso por su saber: al final, todo el mundo lo admitió. Y vino a vivir aquí, con su mujer, para seguir preparando su oposición a cátedras supervisado por el Decano, que veía en él su continuador.

El fraile hizo ademán de interrumpirle, pero esperó a que el Juez terminase. Entonces, preguntó:

– ¿Ha dicho usted con su mujer? ¿Sabe que el Decano, ayer tarde, me confesó que estaba enamorado de ella? Puede ser un motivo.

El Juez apuntó algo en un papel.

– ¿Enamorado de ella?

– Así me lo dijo, sin que yo se lo preguntase. Me lo dijo sin venir a cuento, desde mi punto de vista; pero se conoce que no era lo mismo desde el punto de vista de él. Me dijo que me cuidase de ella si a su marido le metían en la cárcel, y añadió que estaba enamorado de ella, aunque ella lo ignorase.

– ¿Usted la conoce?

– No, ¿y usted?

– Tampoco. Pero, tendré que conocerla. Ella no puede testificar contra su marido, pero sí a su favor. Y, en cualquier caso, una entrevista con ella puede ser interesante.

El Juez permaneció callado, como meditando, unos instantes.

– En todo caso, eso que acaba usted de revelarme cambia bastante el aspecto de las cosas. Un motivo, como usted dijo. Aparece un motivo. Pero aún así…

Levantó la cabeza y miró al fraile fijamente.

– ¿Le dije que en ningún momento creí en la culpabilidad de don Enrique? Puedo añadirle que, a pesar de todo, sigo sin creerlo… No sé. Cuadra tan bien con todos los detalles, son tantas las razones que se acumulan contra don Enrique, que me parecen excesivas.

– Entonces, ¿usted qué cree?

– No tengo razones, sino algo tan deleznable como una intuición. Pero, a pesar de las pruebas, estoy convencido de que se trata de un suicidio. Y, después de lo que usted me ha dicho, más.

El fraile se había santiguado, y había dicho por lo bajo: “Jesús María…”

– Uno de los argumentos más penetrantes del Comisario de Policía es el de que había dos cigarros en el cenicero. El uno, con la ceniza intacta; el otro, con la ceniza sacudida en varias ocasiones. El Comisario de Policía atribuye el segundo al asesino, cuyo nerviosismo le llevaba a sacudir la ceniza constantemente, en tanto que el otro, el muerto, tranquilo e ignorante del peligro, mantuvo los nervios calmados hasta el final. Pero, según su declaración, el Decano esperaba ser asesinado anoche, y precisamente por don Enrique. ¿Es verosímil esa tranquilidad en un hombre que sabe, o al menos teme, ser asesinado?

– Invierta usted las conjeturas. El que mantuvo los nervios fue el asesino.

– Ya las invierto, y no descarto su idea. Sin embargo…

– ¿No le convence?

– No, y no sabría decirle por qué.

El fraile se levantó.

– En ese caso, todo lo que yo pudiera contarle, sobra.

– Pero no se vaya aún.

– ¿Puedo servirle en algo, o de algo?

– Usted conocía al Decano; yo, no. Y son muchas las lagunas que sus confidencias pueden cubrir. Mi cabeza sólo contiene unas cuantas ideas prendidas con alfileres. Los hechos las contradicen. Espero muy pronto el informe de la policía con datos objetivos, y aunque ya pueda adivinarlos, su presencia en un papel oficial me obligará… No sabe usted la fuerza que tienen unas palabras en un papel oficial, con un sello oficial y la firma de alguien preparado y con autoridad. Por eso necesito sus declaraciones.

– De poco pueden servirle. Yo nunca creí al Decano hombre capaz de suicidarse. Es más: si se demostrara que es un suicida, me costaría trabajo creerlo. Sus grandes proyectos intelectuales no eran los del hombre que sabe cuándo va a morir. Más bien los de quien espera, o desea, larga vida. Claro que su pasividad ante la idea del asesinato… Pero no era algo seguro, inevitable, sino una especie de fantasía…

– …que como usted sabe, más bien se trataba de una adivinación.

– Por eso tomó tantas precauciones. Él temía que le robaran sus ideas. Me fue dando las páginas de su libro por si se lo robaban. Envió a lugar seguro no sé qué papeles, pero imagino que serán notas, esquemas, esbozos… Lo que se puede saber de antemano de una obra en marcha que uno teme que le roben… Yo doy mucha importancia a esos papeles que envió a la Academia de la Historia.

– Unos papeles que no se podrán leer hasta que pasen veinte años. ¿Qué habrá sido de nosotros para entonces? Yo espero vivir veinte años. Y usted, que es más joven que yo…

– ¿Cree usted que dentro de veinte años tendremos el mismo interés que ahora? ¿No le parece a usted mucho tiempo?

– Veinte años, más o menos, será la condena que caiga sobre don Enrique por un crimen no demasiado claro. De otro modo, si él confiesa podrán ser más.

– Imagine usted que don Enrique es inocente.

– Me cuesta trabajo imaginarlo.

– Haga un esfuerzo. Veinte años de prisión le habrán destrozado, habrán hecho de él un pingajo humano. Saldrá de la cárcel con deseos de venganza… ¿contra quién? ¿Contra los jueces que le hayan condenado? No contra mí, por supuesto, que no seré más que el instructor del sumario, sino contra… Los jueces que le juzgarán ya habrán muerto, o estarán jubilados… En fin, que el porvenir de don Enrique, inocente o culpable, no es envidiable.

– ¿Es ese sentimiento lo que le lleva a creerlo inocente?

– No. La salida de don Enrique de la cárcel se me acaba de ocurrir ahora.

– ¿Y modifica en algo su actitud?

El fraile metió las manos en las bocamangas y bajó la cabeza.

– Odia el delito y compadece al delincuente.

El Juez se levantó con energía.

– Pero antes hay que dejar bien claro que el delincuente lo es.

Entró un hombrecillo con manguitos y visera de carey. No fue a los anaqueles, sino directamente al Juez. Le tendió un sobre grande, que el juez recogió.

– Esto acaban de traer de la Comisaría.

– Gracias.

– No me dé las gracias, señor Juez. Cumplo, se lo he dicho muchas veces.

El hombrecillo salió, renqueando. El Juez pidió permiso para abrir el sobre, sacó un montón de folios, les fue echando un vistazo. Luego, se los tendió al fraile.

– Si le faltan a usted argumentos sólidos, ahí los tiene.

El fraile los rechazó con un movimiento de la mano.

– Yo no voy a juzgar. Yo no necesito esa clase de argumentos. Y aprovecho para dejarle a usted con ellos.

Se levantó para marcharse.

Cogió el paraguas. El juez se había levantado también y le tendía la mano.

– Vuelva usted por aquí, padre. A su manera, también usted está metido en esto.

– ¿Tendré que declarar?

– No lo creo. Espero que el sumario pueda pasarse sin su declaración, que, por otra parte, no añade nada a lo que se dice en estos pliegos. Pero, si usted lo desea…

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