– ¿Usted era alumno del Decano? Perdone que le llame así, pero no me acostumbro a llamarle el muerto o el difunto.
– Se llamaba don…
– Sí. Creo haberlo oído. Usted, ¿era su alumno?
– Sí, este curso por segunda vez. Era un profesor extraordinario. Una de esas personas que atraen y le tienen a uno sujeto al banco sólo por la fuerza de su palabra. Sabía mucho, pero, cómo lo decía… No crea exagerar. Aunque dijera tonterías, daba gusto oírle. Llegaba siempre sin abrigo y sin sombrero, seguramente los dejaba en el decanato. Llegaba, digo, se sentaba en una esquina de la mesa, y sentarse es un decir, se apoyaba, se dirigía a nosotros, nunca a uno determinado. Solía encender un pitillo, si no venía fumando. Este curso lo dedicaba a la literatura histórica, novelas y dramas, quiero decir. Habló primero de Shakespeare, después, de Lope de Vega y de Schiller. Finalmente empezó con las novelas, las más conocidas, las que leyó todo el mundo: Bulwer Lytton, Merejowsky, Victor Hugo… Una novela de Merejowsky la comparó con Ibsen: se veía su simpatía por Juliano el Apóstata. Y en esto estaba.
– Y a don Enrique, ¿lo ha escuchado usted?
– También. Es otra cosa. Si lo comparamos con don Federico, éste sabía más que él, pero don Enrique es más profundo, más serio. Don Enrique llegaba a clase como pidiendo perdón, sacaba media docena de fichas, las leía y las comentaba. La diferencia mayor era cuando uno y otro ponían diapositivas. El Decano hablaba a oscuras; don Enrique permanecía callado, después de habernos ilustrado sobre los detalles en que debíamos fijarnos. Luego, al hacerse la luz, los comentaba. Siempre como si le diera vergüenza. Solía, a veces, preguntar si el Decano había tratado el mismo tema, aunque fuera de refilón, y si advertíamos algún desacuerdo… No recuerdo que lo hubiera más que una vez: se apresuró a rectificar su propio pensamiento, pidiendo perdón por el desliz… Hubo muchos testigos de esto, yo soy uno de ellos, y le aseguro que lo que decía don Enrique de su cosecha, era más profundo, aunque menos brillante…
– Si se demostrara que don Enrique mató al Decano, ¿usted lo creería?
– No, aunque…
– ¿Aunque, qué…?
El estudiante pareció meditar la respuesta. Echó al coleto un buen trago de whisky, carraspeó.
– Mire, señor Juez: ese mundo de los sabios no es como el nuestro. Se rigen por otras leyes y por otros valores. Por eso, a nadie sorprende que tanto el uno como el otro no fuesen del régimen. Aunque más alejado don Enrique que el Decano. Esto no quiere decir que yo crea que lo mató por razones políticas, no. A nadie le cabrá en la cabeza que don Enrique haya matado a alguien, un tipo pusilánime… Sin embargo, hay otra clase de razones. Para nosotros no lo serán, para ellos, sí. Imagine usted que don Enrique tenía hecha una idea del Decano, no tanto de lo que era como de lo que debía ser, y que un día descubre que el Decano va por otro camino, que él, don Enrique, no encuentra apropiado, o lo encuentra peligroso para la figura intelectual de su maestro…, pongamos por caso, y eso pudiera deducirlo perfectamente alguien que le hubiera escuchado durante este curso, imagine que proyecta abandonar la Filosofía de la Historia por la novela histórica. No es que el Decano lo haya anunciado, es un decir. Entonces, su discípulo favorito, su hijo intelectual, al ver que la figura ideal se tuerce, va y lo mata, para que al menos conserve la figura que tuvo hasta ahora mismo. Pero también pudiera suceder lo contrario, aunque éste no sea el caso, porque el muerto es el Decano y don Enrique… Se lo digo para que vea cuántas hipótesis son posibles, aunque yo no crea en ninguna.
– ¿Ni siquiera en ésa que acaba de exponer?
– Ya le dije que yo no creo que don Enrique haya matado a don Federico.
– Entonces, ¿cómo se explica…?
– La muerte del Decano no tiene explicación a no ser que se trate de un suicidio.
– Es lo que a mí se me ocurrió, pero hay tantos detalles en contra… ¿Usted tiene alguna razón especial para creer en el suicidio?
– Yo, no; pero no existe nadie que alguna vez no haya tenido una razón para suicidarse.
– ¿Usted, por ejemplo?
– Yo igual que cualquiera. Se tienen motivos aunque se ignoren. No los tiene, por desconocimiento, quien no se mira al interior.
– ¿Qué edad tiene usted?
– Veintiocho años, y, detrás de mí, una guerra que hice valerosamente y en la que no creía.
El Juez se levantó. Sin decir nada, se puso el abrigo y el sombrero. Tendió la mano al estudiante.
– Muchas gracias. Es posible que alguna vez le llame para seguir charlando.
– Como usted quiera. Ya sabe dónde encontrarme.
Se puso también de pie. Al alejarse el Juez, encendió un cigarrillo y empezó a subir las escaleras. Había dejado el whisky sin terminar, volvió sobre sus pasos, apuró el vaso y repitió el ascenso.
El Juez buscó su coche y se marchó.
Hacía una mañana oscura y fría.
Habían encendido la luz del zaguán y las de las esquinas; por los ventanales del claustro se veía caer la lluvia sobre los macizos: mansa, pero a veces agitada por una ráfaga breve. Los estudiantes rodeaban a otro, mayor que ellos, que explicaba la aparición del Decano, muerto, en su habitación del Colegio Mayor. Daba detalles, y a la pregunta inevitable de “¿Quién fue?”, salida de todos los labios, respondía encogiéndose de hombros o con un “No se sabe” apenas mascullado. Relataba las pesquisas de la policía, los interrogatorios del Comisario-jefe, que aquella mañana se había personado en el Colegio y había preguntado a todos: estudiantes y camareros, pero también a las chicas del servicio y al mismo Director. Apareció Lisardo saliendo de su cuchitril y le preguntaron si vendría don Enrique, ese al menos. Lisardo se encogió de hombros, pero a uno que hablaba y aseguraba a los recién llegados que el Decano había sido asesinado, le dijo, pasando y sin esperar respuesta: “Estoy tan seguro de que no lo mató nadie como de que no lo maté yo”; y se perdió en las tinieblas finales del claustro, hacia Derecho. Nadie dio a sus palabras otro valor que el de una mera opinión. Cuando llegó don Enrique, le rodearon los estudiantes, le acosaron a preguntas. Por fin pudo decir: “¿Saben que soy el único sospechoso? La policía acaba de estar en mi casa, me han tomado las huellas dactilares y qué sé yo cuántas cosas más… Efectivamente, yo soy la última persona que vio al Decano vivo, pero eso no quiere decir que lo haya matado. ¿Por qué, para qué? Ustedes conocen mi respeto por él, todo lo que le debo… Estoy tan desolado como ustedes, más que ustedes, y ustedes lo comprenderán…” En la cara de don Enrique estaban escritos la sorpresa y el miedo.
Entró en su aula, metió la cabeza entre las manos, los alumnos se fueron acomodando en silencio.
“Comprenderán ustedes que no sepa de qué hablarles…” A la misma hora, los Decanos entraban juntos en el Rectorado: el de Medicina, el de Farmacia, el de Derecho, el de Ciencias.
El Rector les esperaba, con cara de circunstancias.
– Estoy desolado. ¡Un escándalo como éste, en la Universidad, donde jamás pasó nada semejante!
Los decanos se acomodaban en los sillones tapizados de terciopelo rojo. Uno sacó tabaco y ofreció.
– Y no por falta de ganas, puedes creerme. Yo mismo me desharía de buena gana de algún colega…
– ¡Bueno, hombre! ¡A todo el mundo le estorba alguien! Pero de eso a matar… Hay muchas maneras de deshacerse de un enemigo.
– Maneras administrativas. Pero alguno estorba aquí y en Pekín. Yo, a más de uno, le deseo la muerte.
– ¡A ver si has sido tú el que mató a don Federico!
– Ni lo conocía. Por lo que me dijeron de él, no era hombre simpático. Siempre esquivé que me lo presentaran. Lo he visto y lo he oído cuando todos vosotros: en los claustros. Y no puede decirse que fuera muy elocuente.
– Tenía fama de serlo.
– En sus clases. A nosotros nos despreciaba…
El Rector alzó una mano, una mano crispada.
– Por favor… No os he llamado para esto. Tenéis que daros cuenta… Mi situación. Yo tengo que presidir el entierro…
– Lo harás muy bien, con tu acostumbrado empaque. Y si alguno de éstos quiere acompañarte… Yo, no, por supuesto. Acabo de coger una gripe…
El Decano de Medicina simuló un estornudo.
– ¿Veis? Una gripe oportuna.
– No se trata de eso. Es que, si no se arregla lo contrario, el entierro será civil. Hay sospechas de que nuestra colega se haya suicidado. Y eso siempre es un engorro. Hay que hablar con el arzobispo, que, a lo mejor, no da el permiso para que lo entierren en sagrado… Un verdadero engorro. A no ser que…
– ¿Qué? -preguntaron a un tiempo los cuatro Decanos.
– Que ciertas sospechas se confirmen… Un auxiliar anda por el medio. ¿Recordáis? Aquel larguirucho, enlutado, que se sentaba siempre al lado de don Federico… Su propio auxiliar. ¡Y menudo jaleo el que armó para traerlo! Dicen de él que es más que una promesa. Claro que si mató a don Federico… Veinte años no hay quién se los quite.
– Por lo menos, veinte, si al Tribunal no le duele el estómago aquel día. El máximo serían treinta, descartada la pena capital, que, yo no sé por qué, se pide cada vez menos en delitos de esta clase.
– Vamos a suponer que no aparecen implicaciones políticas.
En este momento sonó el teléfono. El Rector corrió a él.
– Pásemelo en seguida -le oyeron decir; y se volvió a los Decanos-. Es el Comisario de Policía. Quedó en llamarme. -Tapaba el micrófono con la mano: lo llevó a la oreja-. Sí, diga… Yo soy. ¿Cómo está, señor Comisario?… Yo, esperando sus noticias… Sí, sí… ¡No sabe usted el peso que me quita de encima! Sí, hágalo cuanto antes… No, a nosotros no nos importa: es un auxiliar temporal, casi no forma parte de la familia universitaria… Sí, gracias.
Colgó el aparato y se volvió a los Decanos.
– Todo resuelto. La Policía presentará ahora mismo en el Juzgado acusación formal de asesinato contra el auxiliar ése…
El padre Fulgencio terminó aquella misa que había dicho de prisa, con cierto cargo de conciencia como si se hubiera saltado rúbricas y hubiera consagrado sin convicción. Despachó a dos o tres beatas que le esperaban para confesarse, las despachó con un “Esperen o váyanse”. Al salir, tomó del perchero un paraguas, que no era el suyo habitual, que quizás le resultase un poco grande, pero le daba lo mismo. En la calle orvallaba, un orvallo frío que le estremeció hasta los huesos, un momento. En realidad, no era de los días más fríos, sino un poco fresco. Echó a andar, el paraguas abierto, que no le cubría de la lluvia la punta de los dedos. A la derecha le quedaba la facultad de Medicina, con grupos de estudiantes a la puerta, entrantes o salientes de alguna clase temprana.