El lego entró arrastrando las sandalias, las manos recogidas debajo del escapulario, y éste oculto por un mandil, de los de peto. Llevaba la capilla echada y unas gafas de hierro montadas en la nariz.
– El padre Fulgencio me dice que vendrá en seguida. El padre Fulgencio está atendiendo a unos frailes jóvenes que le han planteado una cuestión moral, pero vendrá en seguida. El padre Fulgencio le estaba esperando.
– Daré una vuelta por el claustro.
– En el claustro hace mucho frío, y hay partes donde llueve. El señor Decano haría mejor en meterse en mi chiscón, que tengo una estufa encendida, o, en todo caso, pasar a la sala de visitas.
– No, no. Esperaré en el claustro. Vengo bien abrigado.
Se subió el cuello y se calzó los guantes. Llevaba un paraguas, y lo sostuvo debajo del brazo. Se apoyó en él. Descendió por los escalones de piedra y cerró tras sí la puerta de cristales. El lego hizo un gesto de incomprensión y se metió en su cuchitril.
Por el claustro corría el viento en ráfagas sonoras cargadas de gotas gruesas de lluvia. Estaba el aire gris, y la piedra negreaba en los ángulos remotos. El Decano se apoyó en el murete que separaba el claustro del jardín. Llovía fuerte, la lluvia batía los macizos sin flores, los magnolios de las esquinas borraban el perfil de los arcos. Chorreaba por la cubierta del templete central, en el que habían instalado una estatua moderna, cursi, de san Francisco.
La lluvia no dejaba ver el gesto patético y almibarado del santo.
El Decano, sin embargo, no apartaba la vista de él. No dejó de mirarlo hasta que se oyeron las sandalias del padre Fulgencio por las losas húmedas. Entonces, el Decano volvió la cabeza. El fraile con la capa puesta y la capilla echada, se acercaba rápido: sus pies descalzos aparecían y desaparecían por debajo del hábito conforme caminaba.
– Pero, hombre de Dios, ¿cómo se ha venido hasta aquí con la tarde que hace? Hubiera esperado mejor en la sala de visitas.
Le cogió del brazo y tiró de él hacia la salida.
– Venga. Usted sabe que allí tenemos un radiador que algo calienta. Y fray Manolo nos traerá de beber. Venga.
El Decano se dejó llevar.
Entraron en la sala de visitas, vacía. Por una ventana entraba un poco de luz, pero la habitación estaba sombría. El fraile encendió la lámpara central: tres brazos y una bombilla, rodeada de abalorios verdes y rojos, una cenefa de azules. El padre Fulgencio le señaló un sillón forrado de hule verde oscuro.
– Acomódese. Voy a pedir que nos traigan el licor.
Al lego, que acudió renqueando, le pidió que trajera una botella de licor y dos copas. Luego se volvió al Decano.
– No lo hago sólo por invitarle, sino por egoísmo. Una copita, con el frío que hace, nunca viene mal.
Se sentó en una silla. El Decano jugaba con el paraguas.
– Déjeme eso, se lo colgaré por ahí.
Mientras colgaba el paraguas, vuelto de espaldas, añadió:
– También puede quitarse el abrigo, que estará húmedo.
Se volvió, y ayudó al Decano.
Le sacudió la lluvia y colgó el abrigo en una percha.
– Ahí estará mejor. Entrará en calor cuando nos traigan la copa. ¿Me da un pitillo?
El Decano sacó el paquete del bolsillo, extrajo dos cigarrillos y dio uno al fraile. Puso el otro entre los labios y encendió el mechero. El fraile chupó ávidamente el cigarrillo. El Decano, mientras, encendía el suyo con parsimonia. Se mezclaron los humos. Se miraron. Se echaron a reír.
– ¿Le pasa algo? ¿Cómo se le ocurrió venir esta tarde?
– Digamos que vengo de despedida.
– ¿Se va de viaje?
– No, precisamente. Bueno, según se mire, lo de hoy puede ser un viaje. Mucha gente considera a la muerte como final del viaje, y, otros, como su comienzo. A mí me da lo mismo, pero usted puede escoger.
Al fraile le había quedado la mano en el aire, el cigarrillo humeando. Se agravó el tono de su voz.
– No me dirá…
– A decírselo vengo.
Entró el lego sin llamar.
Traía una bandeja de peltre con una botella y dos copas. Lo dejó todo en una mesilla. El Decano dijo al padre Fulgencio:
– Antes de hablar, sírvame la copa.
– Me han traído coñac. No sé si le apetecerá a estas horas.
– Un coñac siempre viene bien con este tiempo, aunque sea de ese malo que ustedes usan.
– El voto de pobreza no nos permite tenerlo mejor -le dijo el fraile mientras servía la copa y se la tendía. El Decano carraspeaba.
– Es un verdadero matarratas, pero en fin, no habiendo otra cosa…
Echó un sorbo breve y dejó la copa en una esquina de la mesa. El fraile probó la suya.
– No le falta razón. Es verdaderamente fuerte. Rasca la garganta. Le pediré al prior que compre coñac de otra clase.
– A veces basta con cambiar de marca.
– Usted, naturalmente, beberá del mejor.
El Decano, la copa en alto, sonrió.
– Yo no hice voto de pobreza, y mantengo algunas malas costumbres. La del buen coñac es de las más caras.
Bebió otro sorbo. Volvieron a mirarse. Lo trivial quedaba dicho.
– Me tiene usted preocupado.
– Yo también lo estoy.
– Pues no lo parece. Ha hablado, hace un momento, con toda naturalidad de…
– De mi muerte inmediata. ¿Esta noche, quizá? No puedo saberlo, pero lo presiento. Lo presiento por ciertos indicios.
– ¿No será todo una fantasía? Lo he pensado muchas veces.
– Yo también; pero, en todo caso, es una fantasía que a veces me abruma como la realidad más evidente. Esta mañana don Enrique estuvo tan amable conmigo, tan cariñoso… Yo le observaba, y en su mirada vi la muerte. La mía, por supuesto. En su mirada, en cierto temblor de sus manos. Por buen actor que sea, siempre hay síntomas…
– ¿Por qué no le hace frente?
– ¿Con qué pretexto? ¿No ve usted que sería ridículo? Imagínelo. Me diría inmediatamente: Usted se ha vuelto loco. Y tendría que confesarle que sí. Si hice de usted mi confidente, fue porque usted es la única persona que sabe que hablo en serio, que lo comprende.
El Decano dejó un momento la voz en suspenso y, con la mano, hizo un signo vago.
– Tengo ciertos principios de conducta, y alguna vez le he dicho que la muerte no me aterra.
– Cuando es inevitable. Pero ésta…
– Para mí lo es.
– Puede usted marcharse de viaje. Esta tarde misma.
– ¿Y qué? Sería aplazarlo unos días, un mes… No puedo marcharme indefinidamente, menos aún puedo ir al Rector y decirle que marcho por miedo a que me envenenen… porque la muerte que presiento…
Miró fríamente al fraile.
– …para hoy mismo…
El padre Fulgencio se levantó airado.
– ¿Para hoy mismo? No le dejaré salir del convento. Hay alguna celda cómoda… para cuando vienen a visitarnos los prelados. También puedo encargarle una cena especial.
El Decano, también de pie, lo empujó hasta el asiento. Luego se sentó también.
– Hasta ahora me escuchó siempre con serenidad.
– No estaban las cosas tan graves.
– ¿Qué más da? Usted puede seguir pensando que se trata de una fantasía. Yo, sin embargo, creo en el Destino, y en que es inútil huirle. Recuerde la historia aquella del que se escapó a Samarcanda para esquivar la muerte, cuando la muerte le esperaba precisamente en Samarcanda.
– Los hombres de Oriente tienen otra mentalidad. Los conozco bien. No olvide los años que pasé en Jerusalén. Pero nosotros…
– Ustedes creen que Dios les tiene asignado un momento, y que es inútil escaparle. Yo espero ese momento como inevitable… Esta noche, quizás, según ciertos indicios. Ya se lo dije.
– ¿Y viene usted…?
– Vengo a traerle unos papeles para que los guarde junto a otros que tiene, y a decirle quizá hasta mañana.
Metió la mano en el bolsillo, sacó unos papeles doblados, se los tendió al fraile.
– Guárdeselos. Léalos si quiere, pero guárdelos. Mi pensamiento sobre la Historia Antigua se interrumpe ahí. Dirán que es una obra genial. Yo sé hasta dónde llega su valor. Que esté conclusa o inacabada, ¿qué más da? Aunque es posible que se publique acabada. Él la terminará: tiene notas mías y el estilo es fácil de imitar. Entonces, si este libro se publica, es cuando usted debe sacar a relucir los capítulos que guarda y armar el escándalo. Porque se armará, ya lo creo. Pero, por si las cosas salieran mal, hoy he mandado a Madrid mis papeles. No esos que usted guarda, sino las notas y proyectos de lo que será mi obra. No se deben abrir esos papeles hasta los veinte años de mi muerte. ¿Se imagina usted la sorpresa, el susto de quien me ha robado, de quien me ha quitado la vida? Veinte años: le harán falta para escribir todo lo que puede sin oírme… Pero ya me oyó bastante como para poder suplantarme, a mi obra, quiero decir. Son unas precauciones a largo plazo, pero también una venganza. ¿Imagina usted lo que es ver cómo se desbarata una carrera que parecía segura?
– Pero si él le mata…
El Decano se levantó, recabó su abrigo. Mientras se lo ponía, dijo:
– No sé con qué cautelas se prepara este crimen, pero usted sabe que pocos quedan impunes. Si a él le meten en la cárcel, si lo condenan, le encomiendo a usted el cuidado de su mujer. Vea usted la manera de que le den un trabajo, que no se muera de hambre. Es una criatura delicada e inocente. Ella no participa en la envidia de su marido, ya se lo dije alguna vez. No tiene por qué pagar las consecuencias. Ella, además, me estima.
– Y usted la ama.
– Sí. Es lo único que me importa de este mundo que probablemente voy a dejar… Aunque, ¿quién sabe?, a lo mejor es una fantasía, y pasado mañana estaré otra vez aquí, con este frío, a entregarle más papeles y a decirle que el gran momento se ha aplazado…
Cogió el paraguas. El fraile se había levantado y le tendió la mano.
– No quiero insistir en lo que otras veces le dije, pero Dios es misericordioso, y con un acto de fe, un acto de arrepentimiento, aunque sea en los estertores…
El Decano recibió su mano y la apretó con efusión.
– Gracias. Usted sabe que sé a qué atenerme, si llega el caso, aunque no creo que llegue. No creo, creo… ¿Quién sabe?
– Rezaré por usted toda la tarde.
El Decano atravesó el zaguán de piedra, abrió el paraguas y se lanzó, pausado, bajo la lluvia. El fraile le contempló desde la puerta, hasta perderlo de vista. Se santiguó, entró en el convento y cerró tras de sí.