– ¿Cómo ha venido usted tan pronto? No le esperaba aún.
– Pensé que el tiempo nos haría falta. No es tan temprano como usted cree. Mirar la mar como usted la miraba hace perder la noción de cualquier otra realidad.
– Mi mar no es así. Es más abarcable, más humana; pero cuando se enfurece, también es grandiosa…
– A veces, hasta se humaniza, y sonríe.
El viento empujó la boina hasta el borde del parapeto: la mano rápida del doctor Losada la atrapó antes de que volase, y le puso encima el paraguas. Ella había adelantado la suya, aunque a destiempo.
– Si vamos a hablar convendrá hacerlo dentro de un coche, el suyo o el mío. Propongo el más grande, por razones de espacio.
– ¿Y por qué no aquí?
– Aquí hace mucho viento, tenemos que gritar para oírnos.
– Vamos al coche de usted.
Entraron en él. Quedaba justo detrás del de Francisca, pegado a la misma pared de piedra.
– Aquí dentro, el viento es como una música que pasa. Nos oímos perfectamente, sin necesidad de gritar.
– Y, usted, ¿qué espera que le diga?
– Que el Decano estaba enamorado de usted.
– No era eso, exactamente. Me perseguía, eso sí, que no es lo mismo. Hace mucho tiempo, desde que me casé con Enrique. Una persecución tenaz, más de actos que de palabras. Actos cuyo significado yo sabía, que para otros podían pasar por inocuos. Por ejemplo, esos bombones que me envió por mi marido, el día mismo de su muerte.
– ¿Los recibió usted como una despedida?
– No. No podía sospechar que aquella noche misma…
Miraba hacia la mar a través del parabrisas. Volvió la cabeza violentamente.
– Miento. Aquella noche, no. Aquella noche creí que mi marido… aquella noche y parte del día siguiente. Fue la convicción del Juez la que me devolvió la mía propia.
– Su marido, ¿estaba enterado?
– Yo no se lo dije jamás, pero él lo adivinó. Recientemente. Pero no le guardaba rencor. Él lo explicaba, con otras cosas, como extravíos del genio. Fíjese bien: he dicho “con otras cosas”, nunca ésa precisamente. Era algo de lo que hablábamos sin mencionarlo, un sistema de referencias complicado.
El doctor Losada se rió.
– ¿De qué se ríe?
– De su manera de hablar, tan culta. “Un sistema de referencias complicado.” ¿Se da cuenta?
– No. Es mi manera de hablar.
– Yo entiendo lo que quiere decir. Continúe.
– Por unas horas creí que había sido mi marido. Por unas horas. Cuando presté declaración, ya no lo creía. No puede acusarme de perjurio.
– No pienso hacerlo. Tenga en cuenta que esta conversación sólo tiene valor personal. Ni siquiera la escucha el abogado de su marido, aunque al doctor Losada no le vendría mal saber ciertas cosas.
– ¿Más de las que sabe? De mi marido no puede esperar nada que enturbie la figura de su admirado maestro.
– ¿Y esas cosas de que ustedes hablaban?
– Confidencias matrimoniales que yo le he desvelado, pero no para que las use.
– Entiendo.
Hubo una pausa. Ella miraba a la mar, él la miraba a ella.
– ¿Vamos hacia la cárcel? Va siendo la hora.
– Cuando usted quiera. Yo iré delante.
Francisca salió del coche y entró en el suyo. Lo puso en marcha. El coche del abogado Losada iba detrás.
Se habían reunido en el despacho del Presidente de la Sala.
Estaba el Tribunal completo; estaban el Fiscal y el Defensor; estaba un Notario de la ciudad, que había llegado el primero. Encima de la mesa, aislado, inquietante, un paquete postal de tamaño folio. Todos miraban al paquete. El Notario dijo:
– Puesto que estamos todos, podemos, si a ustedes les parece… -consultó su reloj-. Precisamente, dentro de media hora, tengo citada en mi despacho a una señora soltera, y digo señora por la edad, que quiere cambiar el testamento. Mucho me temo que sea el primero de una serie de cambios, pero esto no altera la hora de la cita.
El Presidente del Tribunal le ofreció una plegadera.
– ¿Le basta este chisme?
– Preferiría unas tijeras.
El Presidente rebuscó en un cajón.
– Tome.
Con las tijeras en una mano, el Notario cogió el paquete y lo sopesó en el aire.
– Esto no contiene más que papel -dijo.
– No esperábamos que contuviera otra cosa -le respondió el Abogado; y a la vista de los rostros serios, se mordió los labios.
El Notario había comenzado por cortar la cuerdecilla roja que ataba el paquete; luego, con la plegadera, comenzó a abrirlo por los bordes. El contenido venía metido en un sobre, firmado por el Decano y lacrado. El Notario advirtió en voz alta de estas circunstancias. Cuando todos se dieron por enterados, abrió el sobre con la plegadera y metió la mano solemnemente. Sacó un nuevo paquete, envuelto en papel más liviano. Al Abogado se le escapó decir: “Es como una caja china”, y el Presidente del Tribunal le miró severamente. El Notario había ya roto el envoltorio del último paquete, y sacó un fajo de papeles, del mismo tamaño, ordenados. Bien agarrados, los blandió.
– Vean ustedes…
Los dejó encima de la mesa. El Presidente del Tribunal fue el primero en hojearlos.
– Pero…, esto son…
Miró a la concurrencia, mientras con un dedo enérgico y un tanto retórico señalaba los papeles extraídos del paquete.
– Vea usted, señor Notario, el primero. Vean también ustedes, señores.
– Atestiguo que son recortes de periódicos -cogió el fajo y lo hojeó-. Recortes cualesquiera, cuidadosamente cortados, eso sí, pero sin relación entre ellos. Periódicos de Madrid y regionales, incluso locales. Pueden ustedes examinarlos.
Ofrecía el mazo. Cuatro manos tendidas, cuatro manos que se retiraron cada una con su poquito de recortes, cuatro manos que volvieron al aire, con sus folios, y los devolvieron al montón…
– Pero, ¿no hay una sola hoja escrita, al menos una?
– Véalo usted, señor Presidente, véalo usted mismo. No hay más que papeles de periódicos, sin una sola palabra escrita, sin numerar. Y los recortes, como ya dije no guardan relación entre sí.
El Presidente dijo con voz seca:
– Señor Notario, haga usted sus diligencias y que se devuelvan estos papeles al lugar de origen. Enviaré al Secretario para que levante acta, y que se una a la causa… o…
Se detuvo, devolvió los papeles a la mesa y salió: la puerta no hizo ruido al cerrarse.
El Notario había empezado a escribir. Llegó el Secretario, silencioso. El Fiscal dijo en voz baja al doctor Losada:
– ¿Le parece que nos veamos luego? Podríamos tomar café juntos.
– Dígame el lugar y la hora.
– Después de comer, como a las cuatro. Y el lugar…
Pareció pensarlo, vacilar…
– Un lugar no muy conocido, donde podamos estar a solas. ¿Qué le parece el Casino?
– ¿El Casino? ¿A ésa hora?
– Hay rincones silenciosos y recatados. Espéreme en el bar…
Llegaban voces lejanas, y el ruido del bar. El ancho ventanal se abría a una calle muy transitada. Más allá, los jardines.
– Acerque su sillón al mío… Así. Dejé encargado café para los dos. ¿Quiere usted alguna copa?
El doctor Losada dijo que no con la cabeza, y añadió:
– Ya he tomado un sorbo de ron.
– Pues yo acostumbro a tomar coñac. He pedido una copa para mí. Era por si usted quería acompañarme…
Se acercaba el camarero con la bandeja. Acomodó el pedido en la mesita baja, el coñac delante del Fiscal.
– ¿Quiere usted traerle al señor una copa de ron? La misma marca que tomó en la barra.
– Sí, señor Fiscal.
Volvió pronto el camarero, y dejó el ron delante del doctor Losada; un ron oscuro… Cuando el camarero estuvo lejos, dijo el Fiscal:
– El Presidente estaba hecho una furia. Echaba chispas contra usted. Habló del tiempo perdido, ¡quince días nada menos! ¡Total para nada!
– ¿Para nada? ¿Es que no tiene imaginación?
– En la Audiencia, querido amigo, la imaginación está de más. Lo que hacen falta son razones…
– En este caso, con la razón no iremos a ninguna parte. Es decir, la razón nos llevará a donde estamos: la condena de un inocente.
– ¿Está usted tan seguro?
– Lo estaba ya. Ahora lo estoy más. Y espero que usted haya cambiado también.
– Explíquese.
– ¿Necesita explicación? ¿No es ya evidente?
– La evidencia no la veo por ninguna parte.
– ¿Qué esperaba usted de esos papeles?
– La pregunta debería hacerla yo. Usted fue el que los sacó a colación… debería decir de quicio.
– Yo no esperaba nada concreto, más bien lo esperaba todo… o casi todo. Lo que se encerraba en el paquete no me ha sorprendido. Figuraba entre las posibilidades calculadas, precisamente entre las más lógicas.
– ¿No esperaba usted una confesión del Decano?
– No, en absoluto.
– Yo, sí. También sería lógica: una confesión al cabo de veinte años, cuando ya nada tenía remedio…
– Cuando veinte años de presidio habrían destrozado la mente del acusado… en el caso de que hubiera sobrevivido. Que esta es otra: el acusado no resistirá la condena arriba de un par de años. A pesar de los cuidados que su mujer pueda proporcionarle ahora, ha decaído bastante. Usted lo vio el otro día, pero yo lo sé además por mis visitas a la cárcel y por el médico. El acusado es un hombre débil, toda su fuerza se le va por la cabeza…
El Fiscal había tomado el café, y ahora tomaba el coñac a sorbitos. Había encendido un puro pequeño y fino, alternaba la chupada del puro con los sorbos de coñac.
– Según todos los barruntos, tendremos que deplorar la muerte de esa cabeza pensante pasado cierto tiempo. Yo tendré que repetir mi acusación, y mucho me temo que usted no convenza a la sala… hoy predispuesta ya contra usted.
– Lo que yo esperaba de esta entrevista era convencerlo a usted. Lo espero todavía.
– ¿Cómo? ¿Con un montón de recortes de periódico?
– Un montón de recortes que no significan nada… o lo significan todo. Depende de cómo se los mire.
– ¿Y usted espera que los mire como usted?
– Al menos, de manera parecida.
El doctor Losada no había probado el ron. Alargó la mano para tomar la copa, y el Fiscal pudo ver, en el puño de la camisa, un gemelo de oro, sencillo de dibujo. “Éste es un señorito, pensó: un señorito que ha leído mucho, pero que carece de la menor práctica forense.” Se dispuso a escucharlo, con la ayuda del coñac, con la ayuda del cigarro, quizá también con la ayuda de un remoto sueño que se insinuaba, allá lejos. El doctor Losada había bebido de un trago media copa de ron. Sacó un pañuelo impecable y se limpió los morros.