El doctor Losada había dicho las últimas palabras casi silabeándolas. Al terminarlas, sobrevino uno de sus silencios, más estratégico esta vez que de afectada torpeza. Hubo un ligero murmullo.
El Presidente de la Sala cuchicheó con sus compañeros, el Fiscal, que había escuchado tenso, se echó hacia atrás y sonrió. Su expresión era nuevamente triunfal y despectiva.
– Invito a sus señorías a seguir mi pensamiento, espero que lógico, o al menos entretenido. Voy a referirme a un detalle que, aunque figura en el sumario, no ha sido mencionado, ni siquiera aludido, por el señor Fiscal. Es posible que sea importante, es posible que no lo sea. En todo caso, merece, a mi juicio, más atención de la que se le ha prestado. El ya mentado padre franciscano, tanto en su declaración prestada ante el señor Juez que incoó el proceso, como en la que prestó ante este Tribunal, dijo y repitió que el Decano le había hablado de unos papeles, enviados por él mismo en depósito a la Real Academia de la Historia, con los cuales intentaba precaverse de un posible plagio o, más exactamente, que servirían, una vez publicados, para denunciar un plagio cometido. Ni los señores magistrados, ni el señor Fiscal ni yo conocemos el contenido exacto de esos papeles. ¿Qué podría demostrarse con ellos? ¿Que el Decano era incapaz de cualquier pensamiento especulativo? ¿Que era capaz, para nuestra sorpresa, y que por tanto mi razonamiento anterior estaba equivocado? No lo sabemos. Y pienso que sin el conocimiento de esa pieza, que puede ser de convicción, este juicio no puede seguir adelante.
El Fiscal se levantó con solemnidad, con empaque. Dijo “Con la venia” con voz segura, y se dirigió al Defensor:
– ¿Debo entender que su señoría solicita un aplazamiento de la causa?
– No, en modo alguno. Lo que yo solicito es que una copia de los papeles entregados por el señor Decano a la Real Academia de la Historia figure en el sumario, bajo el debido secreto. Si la diligencia de mi petición implica que esta vista se suspenda, no es culpa mía.
Apartó la mirada del Fiscal, y se dirigió a los Magistrados.
– Mi petición está hecha, señores de la Sala.
El Presidente se puso en pie.
– Este Tribunal se retira a deliberar. Volveremos en el momento oportuno.
Se levantó el Tribunal. El público se puso en pie. El Tribunal salió de la sala. Un ujier advirtió a la gente que no se moviese. Regresó el Tribunal.
Cuando todo el mundo estuvo sentado, el Presidente anunció que se suspendía la causa por tiempo indefinido, y que se publicaría oportunamente su continuación. Salió el Tribunal, salieron, por su orden, el Fiscal y el Defensor, salió el público. Francisca se encontró en un ancho vestíbulo acompañada del Juez.
– No entiendo lo que se propone este joven abogado.
Se acercó el abogado y saludó con una inclinación de cabeza.
Francisca los presentó.
– ¿Cree usted verdaderamente que esos papeles, una vez conocidos, van a alterar el fallo del Tribunal?
– No tengo la menor idea de lo que contienen, ni si de si servirán o no de algo. Acudir a ellos fue una ocurrencia momentánea. Quería ganar tiempo.
– ¿Para qué?
– Yo mismo no lo sé, pero sospecho que el tiempo es nuestro único aliado. Por lo pronto, he logrado que el Tribunal, y el propio Fiscal, duden de los celos como motivo. Habrá que buscar otro. ¿Lo encontrarán, quizá en esos papeles? En tal caso, me habría salido el tiro por la culata, pero no lo creo. Lo peor que puede suceder es que esos papeles no nos sirvan de nada, pero habremos ganado unas semanas.
– ¿Muchas?
– Dos, tres, ¿quién sabe?
– Imagino -dijo el Juez- que con esos papeles el Decano habrá pretendido solamente quedar bien… a veinte años vista.
– El Decano no era idiota. Este asunto se caracteriza por su confusión. ¿No habrá sido el propio Decano quien lo proyectó así? ¿No estaremos obedeciéndole?
– Eso sólo sería admisible si previamente pensamos y aceptamos que el Decano se suicidó.
– Si estoy aquí, si hice lo que hice y dije lo que dije, se debe solamente a mi convicción de que el Decano se suicidó. Es la última alternativa para quien como yo está convencido de la inocencia del acusado.
– ¿Y una tercera persona? ¿La descarta usted? -Intervino Francisca-. Mi marido, en su declaración, habló de cierto pelirrojo… que él no vio, que sólo vio el Decano, y que bien pudo ser una de sus invenciones.
– Usted y yo estamos convencidos de que el caso es de suicidio, no de asesinato.
– Con ciertas diferencias de matiz, las que me hacen ver la confusión en que todos estamos metidos. Pero existe una importante diferencia: usted ha terminado su intervención, yo no hice más que aplazar la mía. Usted, pese a creer en la inocencia del acusado, ha instruido irreprochablemente un sumario que le sirve de base al Fiscal para su acusación y que a mí me sirve de poco en mi defensa. No le culpo. Usted ha hecho todo lo que el Decano pensaba que haría, usted le ha obedecido sin saberlo, aun creyéndolo culpable. Pero yo, sin comerlo ni beberlo, me encuentro envuelto en cierta maraña… de la que sólo puedo salir de la mano del acusado, libre de toda sospecha. Y esto sólo llegará por caminos extraordinarios. Lo normal sería demostrar la falta de rigor de las pruebas, pero para ello sería necesario que el Tribunal y el Fiscal creyeran en la veracidad del acusado cuando acepta su materialidad y las explica a su modo. Yo le creo, y por eso estoy convencido de su inocencia; pero ellos le creen culpable a priori, y su declaración la escuchan como justificación infantil…
Hizo una pausa, cambió de brazo la toga. El vestíbulo se había ido vaciando.
– Un lío, un verdadero lío armado por una mentalidad retorcida, e interpretado por unas mentes maduras y poco imaginativas, unas mentes que prefieren la apariencia lógica de una cadena de datos…
Se interrumpió. Dio un puñetazo en el aire.
– ¡También esto estaba previsto! Nada de mentalidad infantil, aunque sí retorcida…
Miró alrededor.
– Estamos llamando la atención. ¿Por qué no nos reunimos en un café y continuamos?
Quedaron de acuerdo. El café estaba muy cerca del hotel de Francisca, nada más cruzar la calle. Escogieron una ventana por la que verían llegar al doctor Losada, que se había demorado adrede, con el pretexto de guardar la toga. Le vieron llegar, apresurado bajo la lluvia fina, sin paraguas. Antes de sentarse, sacudió el agua del abrigo, y lo colgó. Se disculpó por la tardanza.
– Me encontré con el Fiscal. Me preguntó que qué me proponía. Le dije sencillamente: ganar tiempo, y me respondió que no estaba para perder el suyo, pero no me trató mal. Hasta me dio unas palmadas.
Se movía con calma. Tardó en pedir un café con leche al camarero que se acercó, en sentarse. Todavía esperó unos minutos antes de ir al grano: lo que se tarda en comentar la lluvia, en probar el café, en encender un pitillo. El Juez parecía impaciente; Francisca no se movió, ni alteró la inexpresividad de su rostro.
– Todo depende de que se crea o no en la sinceridad del acusado. Nosotros tres creemos; los magistrados y, con toda seguridad, el Fiscal, se han dejado llevar por el valor objetivo de las pruebas. Si son tan concluyentes, ¿para qué meterse en un berenjenal de interpretaciones? Sólo una prueba contundente en contra podría ponerlos de nuestra parte; pero, ¿dónde está esa prueba? Yo no la tengo, ni ustedes, ni nadie. Por otra parte, ¿qué clase de prueba puede ser? ¿La aparición del verdadero asesino? ¿Cómo va a aparecer, si no existe? Convénzase usted, Francisca: si su marido no mató al Decano, no lo mató nadie, o, lo que es lo mismo, se suicidó. Es una conclusión racional, si creemos en la sinceridad de su marido; si creemos en su inocencia. Pero eso nos lleva a creer también en que el suicida quiso que alguien pagase por un crimen que no cometió.
– Le dije alguna vez que no veo la razón por la que el Decano quisiera que el acusado fuese mi marido. No hay que pensar en una venganza, porque no había nada de que vengarse.
– ¿Y ese amor que el Decano decía sentir por usted?
– Usted mismo ha demostrado que mentía.
– Que yo lo haya demostrado no quiere decir que no sea cierto. Del mismo modo que para ellos, a nosotros nos sirve de causa o motivo. Si admitimos que el Decano estaba enamorado de usted, todo tiene sentido, todo encaja, ¿se dan ustedes cuenta?
– Pero eso no es cierto. Yo le aseguro a usted…
– Ya sé lo que me va a decir, ya se lo oí otras veces. Y la creo.
El abogado se llevó a los labios la tacilla del café y bebió un sorbo.
Dejó el coche frente a la puerta de la cárcel, sacó la maleta.
Con ella cargada, entró en el edificio y durante un rato se entregó a la operación, ya casi rutinaria, de cambiar la maleta nueva por la otra, nueva también, pero con la ropa sucia y los envases vacíos de la comida enlatada. Un funcionario inspeccionó, maquinal, el contenido de la maleta que acababa de entregar: ropa limpia, comida enlatada. “Está bien, señora. Hasta otro día.” “Hasta luego -respondió ella- hoy tengo comunicación”. “No se retrase, entonces. Ya sabe que luego hay mucha cola.” “No se preocupe. Vendrá conmigo el abogado.” El funcionario consultó unos papeles.
“Sí. A las once en punto”. Francisca era discreta en materia de propinas: ni ella parecía enterarse, ni el propinado. Salió de la cárcel, metió en el coche la maleta, condujo hasta el camino y de allí hasta cerca de la torre, que quedaba encima, batida por el viento; dejó el coche en lugar abrigado, y se acercó al parapeto, donde quedó debruzada. Casi a sus pies rugía la mar, y en las costas lejanas una rompiente blanca marcaba los contornos; también en el medio de aquel enorme espacio saltaba el agua en espuma, quizá una peña. Las anchas ondas venían de lejos, se estrellaban en el acantilado, o seguían hasta las playas remotas. Hacia la derecha, un poco de luz alteraba el gris azulado de la mar, de los cielos. Francisca se dejó llevar por la contemplación. No pensaba. Cerca de ella, una pareja de gaviotas volaba alto, rozaba la superficie de la mar en rápida caída, volvía a subir chillando.
A su lado se acodó el doctor Losada. Había llegado, silenciosamente desde su coche, aparcado allí cerca, también al abrigo.
Francisca se volvió hacia él, no todo el cuerpo, sólo la cara. El doctor Losada venía metido en una gabardina de corte militar; llevaba boina en vez de sombrero: la dejó sobre las piedras del parapeto, pulidas por el tiempo, por el agua, por el viento. A su lado dejó un paraguas plegado.