Distinta, y difícil de asimilar del todo para él, era la impresión que tenía Faura del teniente coronel jefe. En rigor, ya que había fundado el Tercio, dictado sus reglas y organizado su funcionamiento, amén de haber llamado a su lado y tener por mano derecha a aquel comandante, debía de estar tan loco como él, y valorar en la misma ínfima medida la vida de los seres humanos que reclutaba y hacía instruir para mandarlos al matadero. Razonamiento que hacía Faura sin la menor sombra de rencor ni condescendencia, porque él también se sabía privado de la Tazón que pudiera amparar a las personas normales y corrientes y además se prestaba de buena gana a que acabaran con él.
Pero el caso era que, a diferencia de la gélida distancia con que el comandante trataba a sus hombres, sólo a veces empañada por brochazos de un afecto impostado (y risible en su aire paternal, cuando muchos legionarios le superaban en edad y espolones de toda índole), el teniente coronel parecía sentir, y mostraba, una genuina cercanía humana hacia todos, incluso los más sucios y viles de los especímenes que nutrían las filas de su horda de exterminadores. Para empezar, a todos los recibía personalmente, desPués de su incorporación, y Faura guardaba nítida en su memoria la escena. El discurso henchido, grandilocuente y estrambótico (calificativos que convenían también a la insólita traza del teniente coronel mismo) pero a la vez cálido y dirigido a tocar las entretelas de hombres que tenían que buscárselas para encontrárselas. El teniente coronel conocía bien el ganado que pastoreaba, y tenía las lenguas de camino suficientes en la vida como para saber gobernarlo y encaminarlo al fin para el que había de servir. Una duda le asaltaba a Faura siempre que veía al jefe oí por una u otra razón se acordaba de él: si era un hombre enajenado, simplemente, o bien alguien que había comprendido con singular clarividencia que habitaba un mundo desquiciado, y que trataba de dictar, a quienes abrazaban su fanático credo un camino para vivir el caos en toda la extensión y hasta las últimas consecuencias. A veces se le antojaba casi un místico.
Poco tiempo más tuvo Faura para distraerse en estas vanas metafísicas, que tal era ocuparse de aquellos seres situ dos en otra dimensión. Acababa de llegar un convoy de tendencia con suministros: nuevas provisiones con las que llenar la panza y reponer las fuerzas gastadas en el combate, pero, sobre todo, más pólvora y más plomo para restablecer las existencias después del intenso gasto de la jornada precedente. Material de boca y de guerra, ambos en abundancia. El mando se cuidaba de que estuvieran en condiciones d reanudar la refriega lo antes posible, una vez que se consolidaran los avances de los últimos días. A todos los legionarios que andaban sueltos se los requirió para ayudar en la descarga de los sacos de legumbres y las pesadas cajas del munición. Un ejercicio poco apetecible, bajo el calor que todavía aquella mañana de octubre pegaba en el Rif. Había que remangarse y sudar, y eso hizo Faura, como los demás del pelotón, sin emitir la menor protesta, canturreando una de aquellas canciones necias y románticas que las tonadilleras, contagiadas del furor bélico de la población, hablan adoptado y cacareaban en honor de los combatientes
Después de descargar, se quedaron un rato hablando con los de intendencia. Resultó que entre ellos había un suboficial que gozaba de la rara suerte de estar destinado en la comandancia de Melilla desde antes de julio y poder contarlo. Además, no le había perjudicado mucho la experiencia, porque la degollina le había cogido en la plaza y allí se había quedado, viéndolas venir, como hombre práctico y bien provisto de entendimiento, hasta que las tropas de socorro, entre las que habían llegado el propio Faura y sus compañeros, habían salvado in extremis la situación. Pero el suboficial no sólo había vivido la tragedia, sino también los tiempos anteriores a ella, cuando aquellas tierras, que ahora defendían como confín del territorio reconquistado, habían sido una cómoda y apacible retaguardia. Y fue algo que comentó de aquel entonces lo que llamó la atención del sargento Bermejo.
– Teníais que haber visto Nador y Zeluán, y aún más alante , antes del verano, y no digamos ya durante el invierno -rememoró el suboficial de intendencia-. Te tenías que quitar a las putas moras de encima a manotazos. Les apretaba el hambre de tal manera que se te daban por un mendrugo. Para mí que eso, fijaos lo que os digo, hizo mucho para que pasara lo que pasó luego.
– ¿Por qué? -preguntó Bermejo.
– Mira, los que mataron a los de Zeluán y a los de Monte Arruit eran casi todos moros amigos . Paniaguados nuestros, como lo oyes, nada de beniurriagueles o tensamanes de la parte insumisa. Y se nos vinieron encima por orgullo, cuando vieron que los otros nos pasaban por la piedra. Les jodía haber vivido de nuestra limosna y haber visto Cómo sus mujeres se nos despatarraban como perras en celo. Y sobre todo los buyahis, por la parte de Monte Arruit. No veas qué zorras eran las buyahis, el año pasado por estas fechas. Luego alguna de ésas lo mismo degolló a alguno que se la había beneficiado, y si no, seguro que se acordó de los que lo habían hecho cuando le rajaba la garganta o capaba al pobre moribundo que se tropezaba en el campo.
Faura escuchaba una vez más el relato del horror, salpicado de aquellas palabras carentes de sentido para él tan sólo tres meses atrás: beniurriagueles, tensamanes, buyahis. Los nombres de las tribus en las que se organizaban los rifeños desde tiempos inmemoriales. Desde mucho antes, en todo caso, de que los españoles llegaran para contarles que su tierra ya no iba a ser su tierra, sino una entelequia llamada Protectorado en la que les tocaba obedecer y a los extranjeros mandar en nombre de un lejano sultán. Para él tenían una sonoridad evocadora aquellos peculiares vocablos bereberes, y ya casi había perdido la capacidad de espanto ante lo otro, ante el relato de la atrocidad cuyos vestigios se había habituado a tropezarse en el camino. Por eso se abstrajo caprichosamente en imaginar, cómo sería una mujer buyahi (todavía no había visto a ninguna, porque no habían llegado al territorio de esa tribu), y cómo se comportaría en el trance de ofrecerse a un mísero soldado a cambio de un poco de comida rancia. Que los moros, hombres y mujeres, eran orgullosos, le constaba sobradamente. No le parecía descaminada, por tanto, la teoría del suboficial.
El sargento Bermejo, en ese punto, se preocupó de cerciorarse:
– ¿Buyahis, dices?
– Sí, buyahis, o bueno, benibuyahis -repitió el suboficial, despreocupadamente-. Apúntatelo, porque si seguís como hasta ahora, dándoles estopa, dentro de una semana os las podréis cepillar tan ricamente. Me apuesto que se os arrastrarán como hacían con los otros. Los moros son así, van y vienen, con el aire.
– Bueno, veremos -masculló el sargento, con aire reconcentrado.
Dos días después de la toma de Zeluán, los legionarios de Segangan seguían disfrutando de la tensa calma de la vida de campamento. Según se rumoreaba, el intermedio aún duraría unos cuantos días más. Todos sabían que el siguiente objetivo sería Monte Arruit, el gran acuartelamiento donde había sido aniquilado dos meses atrás el grueso del ejército, y cuya reconquista tenía obsesionado al mando. Pero una operación de tal calibre no podía hacerse sin asegurar el terreno ganado hasta Zeluán, y eso obligaba a un breve compás de espera.
La noche anterior, más o menos por las bravas, pero con la aquiescencia de los oficiales, algunos hombres se habían echado al monte al amparo de la oscuridad para asolar los aduares de las inmediaciones. Era la justa represalia por la canallada de Zeluán, alegaban. Cumpliendo con el hábito ancestral de las tropas mercenarias cuya gloriosa herencia histórica reclamaba el fundador del Tercio, los aventureros nocturnos, bajo esa coartada del castigo a la ofensa sufrida, se daban al más desenfrenado pillaje. Salir de razia, o raziar, eran las palabras mágicas, a cuyo conjuro los más arrojados, en grupos de dos o tres, e incluso en solitario, iban en busca del botín. El mando, que no podía dejar de advertir que estas acciones chocaban de manera frontal contra los principios del Protectorado, y que permitir o alentar el desahogo de la soldadesca contra la población civil de las cábilas que habían vuelto a someterse a los españoles era un acto delictivo, veía por otra parte con buenos ojos que se diera una lección a aquellos moros traidores, entre los que con toda certeza alguno habría que se hubiera sumado al enemigo en su momento y que ahora pretendía no haber roto un plato. De modo que los jefes y oficiales se limitaban a tolerar las correrías nocturnas de los legionarios, y sólo se ocuparon de imponerles las restricciones imprescindibles para que esta actividad no afectara al servicio y no comprometiera las inminentes operaciones.
Esa mañana, ante la compañía formada, el capitán que la mandaba, sin el tono solemne con que se transmitían las órdenes oficiales, les dijo que estaba al corriente de las actividades «particulares» que algunos llevaban a cabo por las noches, pero que prefería hacerse el despistado, y que sin asumir en absoluto ninguna responsabilidad ni darles la más mínima cobertura, animaba a todo aquel al que le apeteciera y no estuviera de servicio a dar rienda suelta a sus impulsos. Sólo había dos condiciones: no se excusaría a nadie el retraso ni la inexactitud en el cumplimiento de los servicios que tuviera asignados, y quedaba prohibido llevar armas de fuego. Los legionarios bien podían jugarse sus vidas, si les convenía o les apetecía, pero en modo alguno arriesgarse a perder un fusil que en su día pudiera usar el enemigo.
– Salvo esto -concluyó-, tenéis carta blanca.
Cada uno entendió a su modo, pero todos entendieron más o menos igual. Podían coger lo que se les antojase, y hacerles a los moros que se encontraran lo que les viniera en gana. Alguno, dos meses después de desembarcar en Melilla, ya tenía larga costumbre de eso. La misma noche en que llegó el Tercio a la plaza, un musulmán de los que vivían en la ciudad perdió las orejas a manos de uno de los vengadores, que las guardó como trofeo. Y la ferocidad hacia el moro, en todas sus posibles manifestaciones, no había hecho sino ir en aumento desde que los hombres empezaron a tropezarse con los atormentados cadáveres de los soldados del ejército aniquilado meses atrás. Los aviones tiraban bombas incendiarias en las aldeas, los artilleros no se cuidaban mucho de distinguir entre posiciones militares y objetivos civiles (tampoco era fácil, porque cualquier casa podía ser un fortín, así que un problema menos) y los infantes remataban con soltura a los heridos indefensos que daba en dejar atrás el enemigo en su retirada. Pero todavía podía irse más allá, y más de uno ya lo había hecho.