– Van a intentar hacer una pinza -dijo Ramírez-. Y parece que a nosotros nos dejan para después. Eso me da mala espina.
– Bueno, míralo por el lado positivo. Les inspiramos respeto.
– Por ahora. A media mañana pasó por allí un enlace de las milicias. Recorría la muralla para ver el estado de fuerzas en cada baluarte e informar al mando, o a lo que quedaba de él. También hacía de mensajero oficioso de las últimas noticias, y las más relevantes que traía eran que los militares del cuartel de la Bomba se habían pasado al enemigo y que el coronel Puigdengolas y otros altos oficiales habían subido en tres coches a primera hora de la mañana y se habían fugado a Portugal.
– Valiente jefe -maldijo Ramírez-. Ya ves, tanto mono y tanta hostia, y en cuanto la cosa se pone cuesta arriba, a salvarse él.
– No te quemes la sangre -lo calmó Faura-. Lo malo es que se sepa.
– ¿También ha huido mi teniente coronel? -preguntó Ramírez.
– No, Pastor los acompañó, pero volvió luego -dijo el enlace.
Y en efecto, pudieron comprobar que así era. Poco después pasó por allí el teniente coronel de Carabineros. En el sector de Puerta Trinidad y aledaños se concentraba el grueso de sus fuerzas, y fue recorriendo los baluartes para arengarlas. Toda su obsesión era que no se dejara de hacer fuego contra el enemigo. Faura le reconoció el valor y la energía que derrochaba, pero no juzgó que mostrara demasiado buen criterio al forzarles a gastar munición antes de tiempo. De todos modos, obedeció, como los demás, e hizo que los suyos disparasen. Alguna función cumplía ese fuego de hostigamiento, después de todo, para impedir que las tropas enemigas se desplegaran con comodidad.
– Le he dado a uno, joder, mirad -gritó el miliciano Corral, eufórico.
– No asomes tanto la cabeza, no vayan a darte a ti -advirtió Faura.
– Chúpate ésa, moraco sarnoso -porfiaba Corral. El día avanzaba con penosa lentitud. Hacia mediodía, había ruido de combates por todas partes. Aunque parecía que habían decidido atacar la muralla por varios sitios a la vez, en Puerta Trinidad no acababan de decidirse. El intercambio de disparos era constante, pero no daban signos de acometer. Aquella tardanza empezó a mosquear a Faura.
– No sé si no deberíamos enviar a alguien a mirar por ahí -le dijo a Ramírez-. No vaya a ser que intenten cogernos por la espalda.
– Manda a alguno de los tuyos -le propuso Ramírez-. Mis órdenes son no dejar que nadie de mi gente se mueva de aquí.
Faura llamó a Toribio. Confiaba en su lealtad, y en su capacidad para fisgar y para nadar en río revuelto. Le pidió que diera una vuelta por el interior de la ciudad y le trajera un informe de la situación.
– Descuida, camarada -dijo Toribio-. Dame sólo media hora.
A eso de las dos y media, Faura empezó a ver que enfrente predominaban los uniformes del Tercio. Los veía buscar posiciones, aunque no pudo aprovechar ninguna ocasión para tirarles, porque las ametralladoras enemigas cubrían con contundencia su despliegue. Pensó que hubieran podido ser los regulares con los que le tocara medirse. Aunque no le parecía mejor ni peor, quizá le habría sido más fácil. Pero no. Como si de cerrar un círculo se tratara, iba a tener que batirse con sus antiguos compañeros, y disparar contra el uniforme que había llevado. La maniobra que les veía ejecutar era la misma que había ejecutado él mismo, tantas veces que ahora no podía dejar de percatarse.
– Mi teniente -le dijo a Ramírez-. Nos llega el turno. Y a su gente le gritó:
– Todos atentos. Armas cargadas. Un camión blindado empezó a cruzar el puente. Sólo con que hubieran tenido morteros, o un cañón, aunque no fuera más que uno, se le ocurrió a Faura, todo habría sido diferente. Los habrían podido clavar ahí, y romper de paso el puente, complicándoles así vadear el arroyo. El teniente Ramírez se dirigió a un sargento de los suyos:
– Tened listas las bombas de mano. Tras el primer blindado salió un segundo. Comenzó entonces a arreciar el fuego de ametralladora que les hacían desde las casas.
– Relájate, chaval -le dijo el sargento Robles al soldado que le ayudaba con la ametralladora-. Ya nos tocará a nosotros.
Los blindados progresaron despacio hasta encontrarse al otro lado del puente. Desde la barricada hacían sobre ellos fuego de fusilería, que resultaba inoperante contra sus protecciones. Los dos camiones se pusieron paralelos y sus torretas empezaron a vomitar fuego contra la brecha. Al instante, sonaron un par de estampidos sordos. Faura identificó instantáneamente el sonido. Ellos sí que tenían morteros.
– Todo el mundo al suelo -vociferó. Una de las granadas de mortero estalló justo sobre la barricada, haciendo gran mortandad. La otra cayó en el lienzo de muralla contiguo a la puerta, diezmando a los carabineros que lo cubrían. Sobre las quejas de los heridos, se impuso de pronto un griterío ensordecedor.
Allí estaban, al fin, corriendo tras los blindados. El Tercio atacaba.
Ahora no había más remedio, aunque las ametralladoras enemigas siguieran disparando, que asomarse al parapeto y responder. Faura se irguió el primero, y mientras se echaba el máuser a la cara, gritó:
– Fuego, fuego. Vio de reojo cómo se alzaban Corral y Pajuelo, mientras los demás dudaban. Vio también cómo al otro lado Robles hacía crepitar con saña su ametralladora y los carabineros replicaban a su vez. Fue apenas una fracción de segundo, porque en la siguiente buscó entre la oleada de asaltantes a uno que viniera en línea más o menos recta hacia su posición, lo fijó en la mira y apretó el gatillo. Cuando el otro cayó, ya tenía la mano en el cerrojo. Aquél era el tercer legionario al que mataba en su vida, después de Bermejo y de Klemper, tantos años atrás.
Buscar un segundo objetivo no le resultó tan fácil. Los atacantes estaban cayendo como moscas, barridos por las ametralladoras de los baluartes y la barricada y por el eficaz fuego de fusil que hacían los carabineros (respecto del concurso de los suyos, no confiaba Faura en que fuera demasiado). Seguramente, quienes habían lanzado a los legionarios al asalto creían que enfrente tenían sólo un puñado de civiles inexpertos, y de repente se encontraban con la respuesta de unas tropas disciplinadas y efectivas, a las que habían concedido la baza, inestimable en cualquier choque, de desdeñarlas. No le extrañaba, en todo caso. La táctica era la misma que a menudo había visto en África, y que alguna vez, cuando la loma o la trinchera enemiga estaba bien defendida, le había dado ocasión de comprobar cómo una sección podía quedar casi entera sobre el campo. Eso le sucedía ahora a aquélla. A mitad de camino, los blindados se detuvieron. Apenas quedaban legionarios siguiéndoles, y los supervivientes retrocedían.
– Venga, no os paréis, que aquí tenéis a la novia -gritaba el sargento Robles, enardecido por el olor a pólvora y el estrépito de las ráfagas.
– Alto el fuego -ordenó Faura a los suyos. Sabía que iban a volver, enfurecidos. Y así fue, pero antes les tocó a los defensores encajar otros cuatro o cinco morterazos, que vinieron peor colocados, porque los nervios también afectaban a los de enfrente. Tras las explosiones, salió la nueva oleada, que corrió buscando el abrigo de los blindados mientras las ametralladoras de ambos bandos volvían a escupir balas a un ritmo frenético. Se repitió la escena de antes, sólo que esta vez uno de los blindados llegó a poca distancia de la barricada, donde con su ametralladora causó estragos. Pero aquello no duró mucho. Dos carabineros le arrojaron bombas de mano y una de ellas le dio de lleno. La chatarra humeante pasó a engrosar las defensas, mientras sus ocupantes trataban en vano de salvarse.
O Faura no conocía a aquella gente ni a quienes la dirigían, o habría una tercera oleada. Los heridos de las anteriores se arrastraban por el suelo, pero eso no desmoralizaba a la Legión. Tronaron los morteros.
Mientras estaban encajando aquel enésimo bombardeo, apareció Toribio. Por poco no lo derribó una granada que estalló al otro lado de la muralla, apenas un segundo después de que cruzase por allí. Pero el miliciano se lo tomó con humor. Le dijo a Faura:
– Coño, no puede faltar uno un rato.
– Qué -interrogó Faura, expectante. Toribio bajó el tono de voz para responder:
– Están dentro. Creo que han roto por Puerta Pilar. En algunas esquinas tratan de pararlos, pero los más de los nuestros tiran el fusil.
Faura no se engañó. Podía preguntarse por qué los jefes de la columna enemiga estaban cometiendo con su propia gente el crimen y el disparate de arrojarla contra aquella puerta para entrar en una ciudad que ya habían expugnado por otro sitio. Podía admirarse ante el heroísmo inconsciente e inútil de los legionarios. Pero lo que estaba claro era que en aquel instante la resistencia ya no tenía sentido, más allá del gesto. Y pensó que su deber ahora era otro. Llamó a Ramírez.
– Mi teniente, Toribio me dice que hay ya fuerzas fascistas dentro -le informó-. Que han pasado por Puerta Pilar.
– Entonces…
Una nueva oleada salía contra la muralla. Sus aullidos de guerra y el fuego de las ametralladoras apagaron la voz indecisa de Ramírez.
– Repelemos ésta y nos vamos -le gritó Faura-. Hacia la Puerta de Palmas o la de Carros. Para escapar por allí.
La tercera oleada y su cobertura fueron terroríficas. En la barricada ya no quedó casi nadie disparando, y en los baluartes empezó a flaquear la resistencia. Más de un miliciano abandonó su puesto bajo aquel vendaval de plomo, y otros cayeron abatidos por él. Cuando quiso echar cuentas, Faura sólo tenía a Toribio, Corral y Pajuelo. Y éste con un balazo en el hombro, del que, no obstante, no se quejaba. El sargento Robles estaba desplomado sobre su ametralladora, y los soldados se habían esfumado. En una tregua del fuego, buscó a Ramírez con la mirada. El teniente, que había cogido el fusil de uno de sus hombres caídos, aprobó su muda sugerencia. Faura se colocó entonces tras la ametralladora y metió un cargador. Se dirigió a los suyos:
– Id abajo, ahora os sigo yo. Rápido. Ramírez entre tanto replegaba a sus hombres. A aquellas alturas le seguía media docena. La mayoría de los demás habían caído. Otros, al ver desmoronarse la defensa, intentaban ya ponerse a salvo.
Faura vació el cargador contra un pelotón que arremetía contra la barricada. No disfrutó acribillando a aquellos hombres, trocando su arranque de coraje en un apelotonamiento de muñecos desarticulados. A otros les cabría juzgar que sólo eran criaturas fanáticas y enajenadas, y que recibían lo que se merecían; pero eso nunca podría ser Faura quien lo dijera. Había probado en carne propia, como ellos, hasta dónde podían escapársele a uno las consecuencias de sus actos, y aun los actos mismos. Y más allá de otras consideraciones, nunca iba a sentirse autorizado a menospreciar a quienes lo daban todo, por más errores que creyera poder imputarles.