– Las palabras, al final, son como las putas, se van con el que más las soba y mejor les paga -dijo Faura-. Y estos cabrones lo saben. No hay más que decir mucho una cosa para apropiársela. Acabarán siendo el ejército de la paz y la fraternidad y los obreros. Por qué no. Volver lo negro blanco y lo blanco negro es mucho más fácil de lo que parece.
– Lo que avisan a las claras es que no van a andarse con contemplaciones -apuntó Pajuelo, que acababa de leer la octavilla por encima del hombro de Faura-, Y ya doy yo fe de que no hablan de balde.
– Pues si quieren achantarnos van listos -terció Corral-. Si ellos tienen a los delincuentes del Tercio y a los salvajes de los moros, aquí también habemos hombres con pelotas. ¿Qué se creen esos mamones?
Faura observó con interés a Corral, y luego a los otros, milicianos y carabineros. Algunos asentían, como respaldando el desafío que acababan de escuchar. El resto mantenía un mutismo fúnebre, que mostraba hasta dónde les hacían mella las amenazas. En ese momento, Faura pensó en los otros, en aquellos enemigos a los que Corral se refería, y que él, a diferencia de los demás, conocía bien. Por un momento se le pasó por la mente contarles algo de ellos. Decirles que entre los legionarios había ladrones, asesinos y sinvergüenzas, pero también (y a menudo se trataba de la misma gente) pobres hombres a quienes la vida nunca les había dado cobijo, y que con el señuelo de aquel uniforme y de una hermandad gloriosa eran atraídos a la muerte como el toro con el trapo rojo hacia la vara y el estoque. Podía explicarles cómo y dónde vivían los marroquíes que se alistaban bajo las banderas de regulares, y cómo otros hombres más astutos y menos arrojados que ellos se aprovechaban de su miseria y de su combatividad congénita, fruto de una tierra roñosa y cruel, para convertirlos en máquinas de destruir. Unos y otros no eran más que peones de una suprema demencia que lo movía todo, que arrojaba a hermanos contra hermanos y que propiciaba paradojas como que los defensores de la fe católica llevaran a aquellos moros para vaciar de cristianos la vieja ciudad musulmana de la que los católicos de otro tiempo habían echado a sus abuelos. En suma, aquel despropósito beneficiaba a cualquiera menos a los hombres que esperaban tras aquellas murallas o iban a ser estrellados contra ellas. Juntos formaban un buen hatajo de burros, por dejarse destrozar una vez más unos contra otros, sin aprender nunca la maldita lección.
Todo esto pasó por su cabeza, pero aceptó que nada podía decirles, porque en ese momento no se trataba de exponer sus teorías históricas o sociales, ni de desahogar sus frustraciones, ni siquiera de ayudarles a comprender mejor la situación, en el supuesto de que él, un pobre títere como ellos, pudiera reputarse poseedor de alguna ciencia especial por el único título de haber cometido más errores y en más sitios. En ese momento, recordó, no era más que un jefe de pelotón, y como tal sólo debía cuidar de que sus hombres apretasen los dientes y no se dejasen arrastrar por el pánico ni tampoco por necios arrebatos.
– Tienes razón, Corral -dijo-. Sólo son hombres. No más que tú o que yo o que éste o que aquél. El fusil les pesa como a ti, y estarán cansados y tendrán sueño, porque llevan mucho tute a las espaldas.
Faura notó cómo le escuchaban. Trató de esmerarse. -Así que no debéis tenerles miedo, o no más del que os tendríais a vosotros mismos si fuerais vosotros los que vinierais. Si les pegáis un balazo, doblarán las rodillas y se asustarán de la sangre, como cualquiera. Y si notan que les hacemos frente con decisión, dudarán, incluso puede que retrocedan, porque no hay soldado, si está bien mandado, que no eche para atrás cuando la batalla le es desfavorable.
También se fijó en cómo le atendía Ramírez. Le daba un poco de pudor soltar aquella teórica delante de él, que había pasado por la academia militar, cosa que él nunca había hecho. Pero prosiguió:
– Eso sí, no temerles no significa dejar de respetarles. Ellos tendrán cañones y aviones para abrirles paso, y una vez que se lancen lo harán dispuestos a no dar cuartel, como dice el compañero Pajuelo. Tienen buena puntería, saben manejar la bayoneta y atacar todos a una. Su problema es que están fuera y nosotros dentro, que ellos tienen que jugársela y nosotros sólo tenemos que aguantarles. Pero si no somos un poco como ellos, si no le ponemos agallas y permanecemos unidos, la ventaja se nos acabará pronto. Y a partir de ahí, sí que estaremos listos. Si pasan, será el sálvese quien pueda, y maricón el último. No le pido a nadie que se suicide, no vamos a seguir aquí si no hay nada que hacer, pero si queremos pararlos, no bastará con creérnoslo. A la hora de la verdad, habrá que pelear con ganas y también con cabeza.
Aquella misma tarde tuvo ocasión de poner en práctica su filosofía. Después de toda la mañana sufriendo bombardeos aéreos, los hombres que defendían la muralla vieron cómo los combates llegaban a los barrios exteriores, y en particular al de San Roque, que era el que tenían justo enfrente. Pasaron por allí unos jefes de milicias, exhortándoles a acudir a colaborar en la lucha con los camaradas de aquellas barriadas, de población mayoritariamente obrera. Pero Faura, para sorpresa de Ramírez y también de no pocos de sus hombres, se negó.
– Te lo estoy ordenando -le dijo uno de los jefes.
A lo largo del día, y vista la incertidumbre, cuando no la defección, de muchos mandos del ejército, los jefes milicianos, en combinación con el coronel Puigdengolas, habían asumido que les tocaría mantener el orden en la defensa, y por tanto organizarse de una vez para meter en cintura a todo el mundo. Grupos de milicianos se habían mezclado con los soldados a lo largo de toda la muralla, para impedirles a los oficiales y clases del ejército desertar a las primeras de cambio.
– Sí me repites la orden -dijo Faura-, la cumplo. Pero te pido que consideres lo que me estás mandando. Ahí fuera no tenemos ninguna posibilidad. Ellos disponen de armamento pesado, nosotros no. Puedo llevarme a mis hombres para que nos maten ahí como a conejos. O puedo quedarme aquí para esperarlos donde estén en inferioridad. Si me permites una sugerencia, yo replegaría a toda la gente que tengáis fuera de la muralla. Más vale guardarla para la defensa aquí.
– No sé, a lo mejor no le falta razón -dijo el otro miliciano-. Y por otra parte por aquí no tenemos muchos efectivos. Déjalos.
El jefe dudó. No quería dar su brazo a torcer, como le pasa a cualquiera, pero tampoco tenía la determinación suficiente como para imponer su criterio contra las objeciones de Faura y su compañero.
– Está bien -se rindió al fin-. Pero entonces no te muevas de aquí. Me respondes del comportamiento de este sector.
– A tus órdenes -asintió Faura-. Y si puedo decir otra cosa, no estaría de más que se emplazara aquí otra ametralladora. La brecha de la avenida les va a atraer, habría que tener bien reforzado este punto.
El jefe miró hacia abajo. Entre el baluarte de la Trinidad, sobre el que se hallaban, y la puerta del mismo nombre, había una discontinuidad en la muralla de unos veinte metros, abierta años atrás para dar paso a la avenida que cruzaba el arroyo Rivillas hacia San Roque.
– Se la pediré al comandante -prometió el jefe-. Y que mande personal dispuesto a manejarla, que ésa es otra.
– En caso de apuro, yo sé -dijo Faura. Durante algunos meses, como buen tirador, había estado en la compañía de máquinas de la bandera.
Vino la ametralladora, con un sargento llamado Robles y dos soldados del regimiento de Castilla, que parecían decididos a pelear por la República. Robles también había estado en Marruecos, de joven, y cuando supo que Faura compartía aquella experiencia, observó:
– Ya ves, a la vuelta de los años, aquí contra los moros otra vez. La vida es una rueda. Pero sólo lo malo se repite, cagüenlahos .
A lo largo de la tarde, la resistencia en el barrio de San Roque, como en el resto de arrabales, se fue extinguiendo. Habían caído todos los cuarteles exteriores, y se decía que el de Menacho ya estaba también en poder de los rebeldes, después de que la guarnición les hubiera franqueado el paso, La Bomba aguantaba aún, pero nadie sabía por cuánto tiempo. Antes de que oscureciera aparecieron en el cielo dos aviones leales que bombardearon San Roque, donde ya se desplegaba el enemigo. Su presencia hizo estallar el júbilo entre los defensores.
– Ahí está, que vean que nosotros también tenemos algo para darles por culo -exclamó el miliciano Toribio, mientras hacía ondear la boina.
– Bueno, por lo menos siguen mandándonos aviones, todavía no nos han abandonado del todo -dijo el teniente Ramírez.
Las esperanzas de la ciudad se cifraban en un par de columnas que avanzaban desde Madrid hacia Mérida, y que después de recuperarla marcharían sobre Badajoz para socorrerlos. Sin saber sí la información era fiable o un bulo inventado para sostenerles la moral, Ramírez, como Faura, no se hacía ilusiones. Ya era difícil que aquellas columnas pudieran recobrar Mérida de quienes la habían tomado, y Badajoz, sí acaso, vendría después. Mientras que el enemigo ya estaba allí.
Desde el cercano baluarte de Santa María alguien hizo fuego de ametralladora. Les costó discernir, al principio, si disparaban contra la ciudad o contra los de enfrente. Ramírez miró con los prismáticos.
– Anda, es nuestro teniente coronel -informó-. Tirando él mismo con la ametralladora contra los cuarteles. Y Puigdengolas está también.
No era un detalle muy alentador. Si los máximos jefes militares de la ciudad tenían que acudir a la muralla a manejar las ametralladoras que sus hombres vacilaban en disparar, arreglados estaban. Poco después pasaron el mismo teniente coronel de Carabineros y el comandante de la plaza por el baluarte de la Trinidad. Los dos venían desencajados y de un humor de perros. El teniente coronel llevaba su uniforme reglamentario, con las dos estrellas de ocho puntas bien visibles, Puigdengolas, pese a su rango y su condición de militar profesional, vestía un mono de miliciano sobre el que lucía los distintivos de coronel. Una forma de proclamar su alineación con el pueblo, o de conjurar el recelo que suscitaban sus compañeros de armas y presionarlos a éstos para que no rehuyeran defender a la República. El teniente coronel les ordenó que disparasen contra el enemigo tan pronto como lo tuvieran a tiro, mientras Puigdengolas y los otros jefes supervisaban las defensas y verificaban que tuvieran munición suficiente. Hacia la zona de Menacho estalló un nutrido fuego de fusilería. Al oírlo, los mandos concluyeron la precipitada inspección y volvieron sobre sus pasos.