En ese momento entró una nueva partida de hombres armados. La componían algunos significados militantes comunistas locales que se habían destacado desde el principio por su talante expeditivo. Junto a ellos solían ir dos forasteros que no se sabía de dónde venían y que parecían tener cierto ascendiente sobre los demás. Aquellos individuos habían adquirido una triste notoriedad en las últimas jornadas. Después de la sublevación de los guardias, se habían ocupado de devolver el golpe de la manera que les había resultado más cómoda: ya que los culpables directos estaban encerrados y bien custodiados, la cuenta se la habían cobrado a varias personas sospechosas de profesar ideas conservadoras y a unos cuantos militares retirados, cuyos cadáveres habían aparecido al pie de las murallas. Nadie les había imputado los hechos oficialmente, ni ellos reclamaban de forma explícita la autoría, pero había habido testigos suficientes como para que la convicción, que tampoco los matones desmentían, anidara firme en el ánimo de todos. Por eso bajaba el rumor de las conversaciones cuando llegaban a algún sitio, efecto éste que les complacía de modo ostensible.
Faura y Ramírez siguieron a lo suyo. De haber sido otra la situación, a aquella gente habrían tenido que detenerla y procesarla, pero en aquel momento el orden era tan precario que ni siquiera el gobernador, de cuya autoridad hacían burla, podía tomar medidas para pararles los pies. Milicianos y uniformados desconfiaban unos de otros, y la tensión era tanta que, ante todo, se procuraba no dar pretexto para el enfrentamiento. Aquellos hombres lo sabían, y lo aprovechaban.
Los recién llegados se abrieron hueco en la barra, no lejos de donde estaban sentados Faura y el oficial. Mientras algunos de ellos pedían vino, otro, uno de los forasteros, se quedó mirando a la mesa que ocupaban aquellos dos hombres. Faura le vio de lejos la intención. Por eso apenas le sorprendió cuando el miliciano se acercó a ellos, y tras rodear la mesa se encaró con Ramírez. Le miró así, de arriba abajo, sobrado, con las manos colgadas del correaje, la boina ladeada sobre una ceja y el pañuelo rojo y sucio anudado de cualquier manera sobre aquel pecho velludo que dejaba ver el mono desabrochado hasta el vientre. Al cinto llevaba un buen pistolón, cuya culata hacía ostentosamente presente ante el auditorio echándola adelante con la cadera.
– ¿Y tú qué, cuándo te pasas a los fascistas? -le espetó a Ramírez-. ¿Vas a esperar a que lleguen o vas a intentar escaparte antes?
El teniente no le miró. Prefirió largarle otro sorbo a su vaso de vino.
– ¿No me oyes? -insistió el forastero. -No, no te oigo -repuso Ramírez, con la ira contenida-. Porque si te oyera, tendría que arrestarte. Y sólo te pasa que no sabes lo que dices.
– Ah, vaya, perdone mi teniente. A sus órdenes mi teniente. ¿Quiere que me ponga firmes, mi teniente? -se mofó el otro.
Ramírez respiró hondo. El terreno no le era propicio. No había allí ni uno solo de los suyos, sólo milicianos, y aunque la mayoría eran de la UGT, lo que colocaba en minoría al provocador y a sus compadres comunistas, no podía estar seguro de que apoyaran a un oficial de la república burguesa frente a los que al fin y al cabo no dejaban de ser hermanos proletarios. Faura le leyó el pensamiento a su amigo, tampoco había que esforzarse mucho, y por otra parte cayó en la cuenta de que el teniente estaba allí invitado por él. Si hubieran ido a la cantina de su acuartelamiento, no habría tenido que sufrir aquel incidente.
– Déjalo -le dijo al matón, poniéndose en pie.
– Vaya, ¿tú que eres, su madre? Faura no se dejó alterar por la tosca ironía de su oponente.
– Mira, si has venido a beber, bebe en paz. Ahí tienes sitio. Pero si has venido a tocar los cojones, te estás equivocando. Estás insultando a alguien que se ha jugado la vida ante los fascistas. ¿Tú lo has hecho?
Era ofensiva la pregunta. Sostuvo aquella mirada furiosa. No ignoraba que estaba acercándose peligrosamente al borde del precipicio.
– ¿Me estás llamando cobarde? -replicó el otro, en tono retador.
– Yo no sé si eres cobarde o valiente, pero si quieres probarlo te doy una oportunidad. Mañana te vienes con este hombre y conmigo, y te traes a tu gente. Os hacemos sitio a nuestro lado en las posiciones que ocupemos. Y desde allí ves si se pasa a los fascistas o qué,
– Eh, alto ahí Ni tú ni él sois nadie para darme órdenes.
– No es una orden. Es una invitación. Como te invito a que nos dejes en paz ahora mismo, si no tienes más que decir. Y no me obligues a pedirle a mi gente que os invite a ti y a los que vienen contigo a iros a beber a otra parte. Porque si tengo que hacerlo, lo haré.
Dicho esto, volvió a tomar asiento. El comunista no se movió. El aire se cortaba. Faura no dejó de mirar al provocador. Era un farol, no estaba ni medianamente convencido de que los otros milicianos se atrevieran a desalojar a aquella chusma, y menos porque él se lo ordenase. Pero a los ojos del otro él era un jefe de la milicia más numerosa en aquel lugar y aquel momento, y aparentaba poder ejercer autoridad.
– Está bien. Lo mismo he metido la pata -se aplacó al fin el forastero, forzando la sonrisa-. Perdona, camarada teniente. Y salud.
– Salud, hombre -dijo Ramírez, aceptando la disculpa para impedir que aquello fuera a mayores-. Y república.
Gracias -dijo Ramírez, cuando salieron. -No se merecen -respondió Faura-. Ha habido suerte, nada más. Echaron a andar, sin prisa. Estaban en la plaza Alta, justo en el corazón de la antigua medina musulmana, al pie de la alcazaba y en la parte más eminente de la ciudad. Allí se concentraba una infinidad de tabernas, y por eso era el lugar natural de encuentro y desahogo al final del día. Por otra parte, la plaza era uno de los lugares que más le gustaban a Faura de aquella urbe angosta y un poco destartalada. Por el aire que corría en aquellas alturas, por las fachadas con soportales que cerraban tres de los frentes, por la vieja torre almohade de Espantaperros que asomaba por encima de uno de ellos. A veces, cuando no podía dormir, se acercaba paseando hasta allí en mitad de la madrugada, y le apaciguaba compartir el espacio abierto y silencioso con los gatos y los borrachos más recalcitrantes, Las noches eran calurosas, pero aun así traían cierto alivio respecto del infierno en que llegaban a convertirse aquellos días de mediados de agosto. También esto, pensó Faura, favorecía al enemigo. Los que marchaban sobre Badajoz, sobre todo los moros, estaban acostumbrados a pelear bajo el calor de África, desdeñando la sed y el cansancio, y lo estaban demostrando con el avance fulgurante que habían protagonizado desde Sevilla. Cada día conquistaban varios pueblos, empezando la jornada de madrugada, para rematar la mayor parte de la faena antes de que la aviación republicana, empeñosa pese a su escasez, pudiera despegar para tratar de estorbar las operaciones. Se entretuvo en imaginar cuánto resistirían a aquel ritmo sus pobres milicianos. Algunos de los que habían hecho el servicio militar apuntaban ciertas maneras, pero otros a duras penas eran capaces de tirar del cerrojo del fusil. Por no hablar de aquellos a quienes la edad impedía hacer grandes alardes. En campo abierto, las posibilidades, ya lo había visto, eran nulas. Acaso bien atrincherados, defendiendo, pudieran plantar cara un poco. Pero nada más.
– No se dan cuenta, los muy gilipollas -estalló Ramírez.
– ¿De qué?
– De que así sólo animan a los tibios, que no son pocos, a pasarse a los de enfrente. Dime tú a mí sí no hay que tener una convicción republicana de la hostia para seguir aquí, viendo a esa gentuza campar a sus anchas y encima teniendo que aguantar que te insulten. A los reaccionarios, a los que andaban ya en la conspiración, no los perdono. Pero a los que ahora piensan si no estarían mejor donde vestir un uniforme no te haga asesinable o escupible por cualquier mamarracho, a ésos, la verdad es que no sé si tengo algo que reprocharles.
Enfilaban ya hacia abajo, para tomar la calle de San Juan, una vía estrecha y oscura en la que se concentraba, paradójicamente, la flor y nata del comercio de la ciudad. Faura hizo chascar la lengua.
– Se dan cuenta, claro que se la dan.
– Y entonces, ¿a qué juegan?
– Ya lo sabes. A la revolución. No esperes que te agradezcan no haberte sublevado. Casi eres más un estorbo que una ayuda para su guerra particular. Los que quedáis de uniforme a este lado sois el resto que tienen que limpiar del viejo régimen para montar el suyo, el nuevo, el que va a permitirle al proletariado ajustar todas las cuentas con la historia de una tacada. El que va a liberar a los oprimidos. O por lo menos a algunos. Dime tú quién oprime ahora a ese tipo. Es libre de cojones. Libre hasta para limpiarle el forro a quien le apetezca. Y ejerce.
– Joder, es que te hacen dudar sí estás del lado bueno.
– O sea, que al final resulta que esa mala bestia no anduvo tan descaminada al sospechar de ti -bromeó Faura-. Vas a pasarte.
Ramírez dejó escapar una risa fatigada.
– No, cómo voy a pasarme -dijo-. Sé que los otros son peores.
– Mucho peores, porque son más fríos y más metódicos que ese patán -corroboró Faura-. Pero están mejor constituidos, mal que nos pese. En el fondo es eso, una cuestión constitucional, la diferencia decisiva entre ellos, los de enfrente, y nosotros. Ellos son coherentes, no tienen más que decir que sí a tres cosas y no a todo lo demás. Sí a la patria, que no es nada más que un cuento un poco ampuloso; sí a Dios, que tal y como ellos lo usan tampoco es mucho, sino la coartada de su poder; y sí al cacique, que antes era el rey, como símbolo de todos los demás, y que ahora son los caciques mismos, sin mascarón de proa. Lo que no vaya por ahí, lo niegan o lo fusilan y en paz. Todos lo aceptan, todos están de acuerdo en esa manera de proceder, porque así sienten todos que se realizan sus intereses. Pero nosotros tenemos cien ideas sobre todo, decimos sí a cien cosas y no a otras cien, con el inconveniente de que cada uno dice sí y no a cosas diferentes, y encima nos mueven intereses que no hay manera de conciliar. Eso nos hace débiles y nos mete en estos círculos viciosos: que los militares leales no os fiéis de los milicianos y viceversa, ni los socialistas de los republicanos ni los anarquistas de todos los demás. Y en ese follón perdemos las fuerzas, gastándolas entre nosotros o incluso pasándoselas al enemigo.
Ramírez asintió, meditabundo.
– Pintas un cuadro lamentable, pero no puedo discutírtelo. Y me haces pensar otra vez en lo mismo: la República está indefensa porque en realidad nadie la quiere, salvo unos pocos idiotas a los que ahora nos lleva como peleles este río embravecido. Mira, cuando estuve destinado en Barcelona solía leer a un tío que escribía en La Vanguardia con un seudónimo extraño, Graziel o Gaziel, ahora dudo. Y una vez escribió algo que me hizo pensar, y que al recordarlo ahora, joder, casi parece una profecía. Avisaba que esto no iba a acabar bien, porque en España no había republicanos. Sólo había, decía, cucos y fanáticos.