– No, Dios, qué perra suerte.
Faura reaccionó de modo instintivo. Recogió el fusil, lo recogió a él, sin hacer caso de sus quejas de dolor, y lo arrastró a cubierto.
– Joder, hace falta ser desgraciado -se lamentaba Navia.
– Deja que te vea eso -dijo, una vez que lo hubo tumbado en el suelo.
– Un desastre, Faura, me han hecho picadillo. Faura había visto tiros desafortunados antes, pero nunca uno con tan mala pata como aquél. La bala le había entrado a Navia por debajo de un omóplato, le había salido por el lado opuesto del vientre y se le había alojado en el muslo. Imaginó rápidamente todo lo que había ido arrasando por el camino, aparte de dejar cojo al legionario, lo que de por sí mermaba drásticamente sus opciones de escapar. La papeleta que ahora tenía entre las manos era cualquier cosa menos fácil.
– Esto se ha jodido, valenciano, no lo mires más.
Faura le examinaba el muslo a Navía. Sangraba bastante.
– Voy a quitarte el correaje para hacer un torniquete.
Navia meneó la cabeza.
– No pierdas el tiempo. Déjame el fusil y lárgate.
Faura se quedó callado, sin saber cómo reaccionar.
– Sabes lo que pasará si tratas de llevarme a hombros -dijo Navía-. Lo mismo que a lo mejor te pasa de todos modos, sólo que así seguro. No seas idiota, para mí se acabó lo que se daba. Si fuera al revés yo no me la jugaría por ti. Sabes que soy hijoputa para eso y para más.
Era como una maldición. Como si todos, hasta Navia, aquel cabrón atravesado y roñoso, hubieran de demostrarle una grandeza que él nunca iba a tener. De niño, en otro mundo, había leído una vez la leyenda de alguien invulnerable. Si no recordaba mal, era un héroe de la mitología nórdica. Ni las flechas ni las lanzas podían tocarle, pero eso no le hacía feliz. Cuando menos, en la ilustración del libro aparecía un hombre atribulado y ausente, bajo una lluvia de azagayas. También él seguía intacto, entre sus camaradas que hasta el último habían caído. Y algún sentido debía de tener su supervivencia, pero no estaba seguro de que fuera nada de lo que debiera alegrarse. Navia le insistió:
– Vamos, no pierdas más tiempo. Si quieres hacer algo por mí, cárgame el fusil y quítame la alpargata. La del pie derecho.
Muchas veces habría de recordarse Faura, con un sentimiento de ignominia, cargando el fusil de Navia y descalzándolo. Muchas veces, en el tormento frecuente de sus noches, habría de oírle decir:
– Haces lo que debes. Olvídalo si te salvas.
Cuando ya se iba, Navia lo llamó:
– Oye, Faura. Siempre he querido saber una cosa.
– Qué.
– Por qué te alistaste.
– Te defraudará si te lo digo.
– Vamos, hombre, que es una última voluntad.
Faura lo sopesó. Nunca se lo había contado a nadie allí, incluso se había jurado no hacerlo. Pero cómo podía negárselo a aquel hombre.
– Te vas a reír -dijo-. Por una mujer.
Navia abrió mucho los ojos.
– No jodas.
– Ya ves -acató aquella vergüenza, mínima, al lado de las demás.
– Lo que es la vida -opinó Navia, meneando la cabeza.
Y allí dejó el legionario Faura al compañero moribundo. Apenas había recorrido una veintena de metros cuando oyó el disparo.
De la última parte, de aquella caminata solitaria en la madrugada sin orillas, Faura no iba a guardar detalles precisos. Se veía a sí mismo avanzando, con los ojos ansiosos y los dedos crispados sobre el fusil, controlando la respiración para que el corazón no se le saltara del pecho, desbaratado y disminuido por aquella sensación de estar desnudo como un niño en medio de un páramo de lobos. En cierto momento debió de perder la fe en la capacidad que pudiera restarle para defender su vida. En cierto punto del cansancio o del delirio que acabó adueñándose de su mente sobrepasada por la realidad, debió plegarse e implorarle a alguna forma de Dios que se apiadara de él.
Fuera como fuera y se lo debiera a quien se lo debiese, a alguna fuerza superior a sí mismo o a su propia tenacidad de animal acorralado, el legionario Faura acabó llegando al parapeto de Segangan.
– Alto, quién vive.
Cinco horas y pico después, en el puesto suroeste volvía a estar de centinela el legionario Poveda. Sólo que ahora se encontraba aterido, con el relente que anunciaba ya la amanecida, y legañoso, después de una cabezada intermitente entre los dos turnos de vigilancia.
– La Legión, no dispares -gritó Faura mecánicamente.
Poveda, por precaución, se dispuso a pesar de todo a cargar el fusil. Pero en ese momento reconoció a Faura y reparó en su estado. Bajó el arma y se acercó para ayudarle a saltar el parapeto.
– Coño, pero de dónde vienes. Faura gastó sus últimas energías para trepar y dejarse caer dentro. Se desplomó a los pies de Poveda, derrengado y jadeante.
– ¿Dónde has estado? ¿Tú no ibas con Bermejo? ¿Y los otros?
Faura alzó hacia Poveda una mirada enajenada. No podía creer que hubiera llegado, no podía creer que estuviera allí, que alguien le estuviera haciendo aquellas preguntas. Había asumido que ya no vería más rostros humanos que el del moro que terminara dándole caza, y allí estaba la cara de Poveda, que era la de alguien que no le deseaba mal. Reparó en sus grandes ojos oscuros, en su gesto apicarado. Aun sucio, sin afeitar, y vestido con aquel uniforme que proclamaba como ningún otro su mortal condición, se le antojó un guardián del Paraíso.
– Dios -musitó, no tanto porque creyera, sino porque era la palabra que quedaba cuando ninguna otra valía para expresarse.
– Dime, ¿y el resto? -repetía Poveda.
A Faura se le vinieron a la memoria todos los que habían quedado atrás, y la manera en que los había visto caer. También se acordó de lo que habían hecho en la casa. Y no supo por qué ni por quiénes, acaso por todos, o acaso por sí mismo, se tapó la cara con las manos.
– ¿Pero qué ha pasado? Eh, no -entendió Poveda-, No me jodas.
El centinela no se lamentaba sólo por los que no habían vuelto. Ya veía cómo arrestaban a toda la guardia. Como poco.
Faura había recuperado algo el resuello, y también la lucidez para discurrir lo que ahora le incumbía. Se rehízo e inspiró hondo.
– No quiero ni pensarlo, me cago en… -maldecía Poveda.
– No hay mucho que pensar -dijo Faura al fin.
– ¿Cómo?
– Los dos diremos lo mismo. Que no sabemos nada.
– Pero, ¿qué ha pasado, los han cogido?
– No.
– ¿Entonces?
– Muertos -respondió Faura, sintiendo que la palabra se le quedaba atravesada en la garganta, como arena o ceniza-. Todos.
Poveda no daba crédito. La ruina que se le venía encima.
– Pero, ¿cómo muertos? ¿Qué coño fuisteis a…?
– No quieras que te lo diga -lo cortó Faura-. No te lo voy a decir, ni a ti ni a nadie. No tenemos más solución que hacernos el idiota. Así nos despellejen. Yo lo tengo más jodido que tú, eran de mi pelotón.
Poveda sacudía la cabeza, pero finalmente comprendió que no tenía más remedio que asentir a la propuesta de aquel fantasma que había devuelto la noche, después de tragarse a los que habían salido con él. No sabía lo que habían ido a buscar, pero su suerte acababa de ligarse a la que Faura corriera. Así rueda la vida a veces. Sin que uno se dé cuenta, lo tiene todo apostado a una carta que no eligió.
– Está bien. Pero métete en la tienda antes de que te vea nadie.
– Descuida. Y gracias.
Faura corrió hacia su alojamiento. Por suerte no lo tenía en los barracones del viejo campamento de las minas, insuficientes para albergar a las dos banderas, más las tropas auxiliares, que estaban acantonadas en Segangan. Dormía en una tienda, con otros diecinueve hombres. Sólo ellos, o mejor dicho, los doce que quedaban ahora, sabrían que había pasado la noche fuera, y podía confiar en que no le delatarían. En primer lugar, porque esas cosas no se hacían entre legionarios. Y en segundo, porque para ellos lo mejor era decir, como él mismo diría, que no tenían ni idea de adónde se había ido el sargento Bermejo con los hombres que faltaban. Y añadir, si les apretaban mucho, que quiénes eran ellos para pedirle cuentas de sus actos a un sargento.
Todo resultó tal y como lo había planeado Faura, y en ningún momento albergó temores de que ocurriese de otra manera. Después de salvarse de lo que se había salvado, le asistía una especie de certidumbre irracional de que nada le fallaría. Amaneció en su tienda, rehusó aclarar a los demás qué había sucedido con los ausentes (alegó sin más que no sabía dónde estaban, que él se había vuelto a medio camino) y logró mantener la calma cuando en la lista matinal se descubrió todo. No era la primera vez, ni mucho menos, que faltaban a lista legionarios, pero llamó mucho la atención que fueran siete, de la misma compañía, y que todos se hubieran llevado el arma. Los jefes dedujeron por sí solos que Bermejo y los otros habían salido a raziar saltándose la prohibición de ir armados, que se habían tropezado con algo y que no había que contar con que volvieran. Poco más les aclaró la investigación. El incidente era tan grave que justificaba un castigo ejemplar, pero no podía individualizarse en nadie y no iban a fusilar a media compañía, cuando hacía falta carne de cañón para las operaciones que se avecinaban. Se arrestó a la guardia, se arrestó a Faura y a todos los de la tienda. Y se advirtió que en adelante habría severidad máxima con quienes se fueran de pillaje sin atenerse a las normas.
Pero los arrestos, como el episodio mismo, pronto quedaron olvidados. En las semanas siguientes no faltó entretenimiento para los hombres del Tercio. Pocos días después reconquistaron Monte Arruit, donde encontraron tantos muertos que lo de Zeluán, en comparación, casi se quedaba en nada. Entre las ruinas del antiguo campamento los cadáveres se contaban por cientos y hasta por miles. El espectáculo atrajo a los generales, a los periodistas, y motivó en todos ellos las más inflamadas proclamas patrióticas. Luego, los turistas se volvieron, y para los legionarios siguió la campaña. Una noche se metieron por los barrancos del Uixan y les arrebataron el estratégico monte a los rebeldes. Quienes intervinieron en esa operación recorrieron durante un trecho el mismo camino que había hecho el pelotón de la muerte del sargento Bermejo, aunque sólo uno pudo saberlo y reconocer la ruta. Hacía más frío, y el paraje, visto desde el seno de la compañía que progresaba en orden de marcha, intimidaba mucho menos; pero Faura no pudo evitar acordarse de aquella otra noche que en los días transcurridos había tratado de enterrar en los sótanos más recónditos de su conciencia. Al alba, cuando desde lo alto del Uixan, que dominaba toda la región, avistó la silueta alargada del Yebel Harcha, supo que pronto volvería allí, y que entonces no habría modo de escapar al recuerdo.