Ahora, al recordar aquellos días desde el corazón tenebroso de la noche africana, con la mirada fija en lo que acertaba a ver de las anchas espaldas del legionario Casals, le parecían parte de la memoria de otra persona. Se reconocía en el niño asesino de gatos, incluso en el adolescente con veleidades de suicidio. Pero no en el alumno de la facultad de Derecho ni en el discreto escribiente emboscado en la Capitanía General. Y es que poco después había ocurrido la catástrofe: lo que no quería recordar, tampoco aquella noche. En realidad, si estaba repasando sus malas acciones, aquello no tenía lugar. Uno hace mal cuando puede decidir lo que hace. Y si algo se le había negado durante la catástrofe, había sido toda posibilidad de decidir.
Cuando sí había decidido, y cuando de nuevo había elegido a conciencia la opción del mal, fue en el momento de alistarse al Tercio. Si le quedaba alguna duda de lo desviado de su resolución, se la disipó el llanto desolado de su madre al recibir la noticia. Ni ella ni su padre pudieron comprender que el hijo, después de pagarle la indemnidad con la que soñaban todos los mozos, cometiera la única insensatez que garantizaba que le expidieran al moridero del que habían querido y podido librarle. Con su padre tuvo un altercado en el que salieron a relucir el dinero malgastado, las dos asignaturas que le faltaban para completar la carrera, el despacho que debía heredar, monsergas que en el estado que le había llevado a tomar tan insólita decisión apenas sonaban en sus oídos más que el zumbido de una mosca. La madre, en cambio, no le reprochó nada, sólo le hizo ver su perplejidad y su desconsuelo. A ella sí la oyó, todavía recordaba cada una de sus palabras, la voz quebrada y suplicante. Pero no le hizo caso. Sintió que la estaba destrozando y no se detuvo. La dañó sin motivo, sin derecho a hacerlo. En su interior mandaba ya alguien que se alegraba de esas cosas, Alguien que buscaba minuciosamente el caos.
Gallardo, a su espalda, empezó a canturrear una coplilla, casi inaudible. No lo hacía mal, y tenía una de esas voces de metal frágil que le daban gracia a las canciones, porque parecía que fuera a romperse en cualquier momento y nunca se rompía. Faura pensó que el sargento le haría callar, pero ninguna orden llegó desde la cabeza de la columna. El pelotón prosiguió su marcha, mecida ahora por el hilillo de voz del gaditano. Lo que cantaba no tenía mayor importancia. Algo de una mujer que le hacía a alguien perder el sentido. Estupideces. Faura sabía que esas cosas no sucedían, que el sentido uno lo perdía solo, aunque siempre necesitara buscarse algún pretexto.
Desde que había puesto el pie en África, había vestido el uniforme y había empuñado el fusil, el legionario Faura vivía al servicio del mal, y no tenía empacho en reconocerlo. Al principio carecía de opinión, pero ahora se daba cuenta de que combatía en una guerra en la que el derecho no estaba de su bando: aquella tierra pertenecía a los moros y ellos no eran nadie para quitársela. Le obligaban a matar a hombres que defendían su casa y a los suyos, y él obedecía. A cuántos se había cobrado ya lo ignoraba. Al menos a diez, más aquellos a los que les hubiera acertado sin percatarse. Le parecían gente despiadada y traicionera, y había aprendido a no quererlos, pero Faura sabía que eso no le excusaba. Él no tenía por qué estar allí, y ser consciente de ello le persuadía de que cada vida que segaba era un pecado del que tendría que responder. Porque creía en el infierno, naturalmente. En él vivía.
Habían pasado los años, había cambiado el paisaje y la compaña, pero él seguía apaleando al gato que nada le había hecho. Y no lograba disfrutar, ni sentir que estaba haciendo pagar al culpable, pero tampoco arrepentirse. Tal vez, pensó, aquélla fuera sin más su naturaleza.
E1 disco plateado de la luna asomó por encima de las montañas. No era, por lo común, una presencia que aquellos hombres y sus compañeros de armas apreciaran excesivamente. La luna les venía bien a los moros, para afinar la puntería cuando hostigaban de noche a los soldados encerrados en los fortines y las posiciones de vanguardia. A ellos, siempre confundidos con el terreno, siempre sabiendo dónde ocultarse y cómo ofrecer el mínimo blanco posible, la luna no ayudaba apenas a distinguirlos. Pero los blocaos españoles se teñían de una palidez mortal, que invitaba a los tiradores rifeños a emplearse a gusto. Con la ventaja de ver y no ser vistos, probaban a meter las balas por los huecos negros de las aspilleras, y más de una vez tenían suerte y alguno que andaba amodorrado o poco atento se ganaba un plomazo. Los veteranos, escarmentados, habían aprendido a mantenerse lejos de las aspilleras y practicaban en los tablones de las paredes pequeños orificios para poder mirar lo que sucedía en el exterior. Pero a través de ellos no podía dispararse, así que sólo les quedaba aguantar.
Andar por el campo en tales condiciones era aún más osado. Aquella tierra pelada se volvía lechosa y delatora a la luz de la luna, Mientras caminaba, Faura observó la nitidez con que su sombra y las de sus compañeros se proyectaban sobre la polvorienta lengua del camino. En la fantasmagórica atmósfera que esa noche adquiría el áspero paisaje del Rif, a ellos la luz los delineaba, y de paso los exponía, como muñecos indefensos. Nadie dijo nada, sin embargo, aunque Faura creyó advertir que el silencio en que ahora discurrían tenía una consistencia distinta. También alguno de los que iba delante parecía caminar más agachado. Y el paso de todos se había hecho más precavido.
El terreno que pisaban, por otra parte, era cada vez menos seguro: se acercaban a la línea defensiva que hacía, en aquella guerra de contornos siempre inciertos, las veces del frente. El camino pasaba cerca de un blocao en el que en alguna ocasión les había tocado hacer servicio, y por eso les constaba que éste era un momento crítico de su itinerario. Confirmándolo, el estampido de una detonación sacudió de pronto el aire. Todos calcularon automáticamente. No estaba lejos.
– Mierda, y ahora qué hacemos -se preguntó Navia, entre dientes.
– Bueno, esto era de esperar -opinó Klemper. Bermejo se detuvo. Y el pelotón tras él. -A ver si ahora os va a acojonar un tiro -dijo-. Ya hemos oído alguno antes, ¿no? Abrid bien los ojos y vamos a buscarlo.
– ¿Buscarlo? -dudó Navia.
– Al paco , coño. Tiene que estar tirándole al blocao. Pues no hay más que mirar desde dónde lo puede tener enfilado.
Echaron a andar- de nuevo, todos con la vista puesta en la falda de las montañas, aguardando al disparo que volviera a romper la quietud de la noche. Delante de ellos divisaban la forma toscamente rectangular del blocao, desde el que nadie devolvía el fuego.
– ¿Y si lo encontramos, mi sargento? -susurró Gallardo.
– Pues lo primero que hacemos es cuidarnos de que pueda vernos él a nosotros. Y luego ya veremos qué es lo que encarta.
Un nuevo tiro de fusil retumbó entre los montes.
– Allí, mi sargento -dijo López-. Junto a árbol aquél.
Volvieron a hacer alto. El lugar hacia el que señalaba el serbio se hallaba un poco más acá de la loma a la que se agarraba el blocao, a unos treinta metros por encima del nivel en el que ellos se encontraban. Si López estaba en lo cierto, tendrían que dar un rodeo para no ponerse a tiro del enemigo, porque el camino conducía derecho hacia allí.
Esperaron agazapados. Pasó medio minuto, inacabable. Al fin, un nuevo disparo rasgó la noche. Apenas un segundo después, otro más. Los fogonazos señalaron, inequívocos, la posición de la que partían. justo donde el árbol al que antes había apuntado López.
– O son más de uno o ese hijoputa recarga como Dios -dijo Casals.
– Tienen que ser dos, por lo menos -conjeturó el sargento.
– No podemos seguir por aquí, nos van a ver -dijo Klemper.
– Ya me doy cuenta, cabo. Todos miraron al sargento. Y Bermejo hubo de sentir, para eso llevaba los galones en la manga, que le tocaba encontrar la manera de salvar el escollo. No era algo que le pesara demasiado. Pero alargó el instante para hacerles notar a los demás la autoridad de su decisión.
– Tres voluntarios que se vengan conmigo -gruñó. En otro sitio, en otra circunstancia, entre otra gente, alguien habría preguntado para qué. En la Legión no se preguntaba. Apenas hubo un intervalo de un segundo. Casals, Gallardo y Balaguer alzaron la mano los primeros. Y el sargento los fue anotando con la mirada.
– Bien. El fusil a la espalda y el machete listo -les ordenó-. Klemper, tú te coges al resto y rodeáis por ese lado. Os doy quince minutos para llegar hasta aquel peñascal. Sin que os vean, a poder ser.
– No será fácil -consideró Klemper, evaluando sobre la marcha la exposición del apostadero que el sargento acababa de indicarle.
– Ya lo sé. Cuando estéis allí les tiráis. Que lo haga Faura. Una sola vez, y os pegáis al suelo. De lo demás nos ocupamos nosotros.
Faura, aunque su opinión no contara allí, juzgó apropiada la táctica que acababa de improvisar el sargento. Aparte de que fuera de ley echarles una mano a los pobres camaradas del blocao, librándoles de aquellos moscardones, la situación y sus propósitos exigían limpiar el obstáculo; pero debía hacerse de forma discreta, para no atraer hacia allí la atención de más enemigos. Convenía emplear poco fuego y una maniobra de distracción que les habilitara para rematar la faena por la espalda, al arma blanca. El sargento razonaba bien, no iba a discutirlo, aunque le tocara a él hacer de señuelo. Así era la guerra. Incluso cuando, como aquella noche, se hacía sin órdenes que la amparasen.
Bermejo partió con su grupo. Faura y los otros los vieron echar a trepar por la ladera que arrancaba del margen izquierdo del camino. Después, Klemper hizo una seña para recordarles que les correspondía afrontar su parte de la celada. También les tocaba escalar algo, aunque menos que a los otros. La luz de la luna hacía tan fácil como inquietante la subida entre los matorrales. Faura se forzó a recordar en todo momento que si él podía ver sin problemas dónde ponía el pie, también se les podía ver a ellos. La suerte era que los tiradores enemigos estarían concentrados en hacer puntería contra el blocao, y no contemplarían la posibilidad de que una partida de chiflados hubiera decidido aventurarse en la noche que les pertenecía. A espacios de un minuto, a veces de dos, seguían sonando los pacazos. Volvieron a oír dos muy seguidos, pero no descargas más nutridas. Eso hacía pensar que sólo eran dos. Tampoco necesitaban movilizar a más. Los moros, habituados a una vida de penuria en la que nada les sobraba, tenían un acusado sentido de la economía. Con un par de hombres y un puñado de cartuchos bastaba para mantener a las guarniciones de los blocaos sin dormir, mientras el grueso de los suyos reponía fuerzas. A la mañana siguiente, los tiradores nocturnos se retiraban a descansar y frente a los blocaos se apostaba gente fresca, para continuar haciéndoles la vida insoportable a los aturdidos soldados que allí resistían.