– ¿Qué querías del viejo? -preguntó Benja cuando ella alcanzó su altura.
– A ti no te importa -contestó Zarza con brusquedad, disimulando la agitación de su voz.
En ese momento las nubes invernales se entre abrieron y un rayo de sol iluminó el poblado. Y entonces sucedió algo inconcebible: el campo de alrededor, que estaba cubierto de oscuros montículos de tierra, estalló en una catarata de destellos, chispazos cegadores, fríos relámpagos. El aire se incendió de luz en torno a ellos, tornasolado y titilante.
– ¿Qué es eso? -preguntó Zarza sin aliento.
– Ah, eso -contestó Benja, fingiendo displicencia-. Es la planta de basuras de aquí al lado.
– ¿El qué?
– La fábrica esa. Es una planta de reciclaje de vidrio. Todas esas colinitas son montones de cristales machacados. Con el sol es bonito, ¿verdad? -añadió al fin, sin poder evitar una nota de orgullo.
Alrededor del poblado ardía el mundo como si fuera un lugar maravilloso. Hasta que, de pronto, las nubes se cerraron y los diamantes se convirtieron nuevamente en detritus. Zarza y el muchacho parpadearon, intentando acostumbrar sus deslumbrados ojos a la melancolía de la vida sombría.
– Bueno -dijo Benja-, vuelve cuando quieras.
Y Zarza tragó saliva y se metió en su coche.
Cubrió el largo trayecto de regreso como sonámbula. De cuando en cuando abría la ventanilla y sacabala cabeza para escupir, porque le parecía que el Duque había dejado en su boca una saliva espesa y nauseabunda, la baba envenenada de una serpiente. No era la primera vez que sentía este asco indecible, pero en las otras ocasiones había estado protegida por la Blanca. Porque la Reina velaba por sus víctimas. Las envolvía con su amor helado hasta matarlas, como la araña envuelve a la mosca en fina seda. Estaba desconcertada. Había cifrado todas sus esperanzas en la posibilidad de descubrir dónde se ocultaba Nicolás, con el convencimiento casi mágico de que, de conocer su paradero, ella podría convertirse en la perseguidora de su perseguidor, en la cazadora y no en la pieza. Esa transmutación era una manera de salvarse y por el momento no se le ocurría otra. Pero no era eso sólo, el desencanto de sus planes, lo que la había dejado tan trastornada. Las palabras del Duque habían tocado una herida interior, un núcleo de memoria que abrasaba. Se había mantenido los últimos siete años construyéndose una vida meticulosamente vacía de recuerdos, y ahora el pasado empezaba a removerse dentro de su sepulcro, como un muerto viviente, amenazando con salir y destrozarlo todo. Regresaba Zarza, pues, a la ciudad, sabedora de que acudía al encuentro de Nico. En algún lugar de ese abigarrado perfil de edificios se encontraba él aguardando con paciencia su llegada, de la misma manera que Puño de Hierro aguardó durante años al Caballero de la Rosa para que se cumpliera fatalmente el destino de ambos. De repente a Zarza se le había venido a la cabeza el libro que estaba preparando para la editorial: era una edición de lujo de El Caballero de la Rosa, la hermosa leyenda escrita en el siglo XII por Chrétien de Troyes y descubierta por casualidad, en los años setenta, por un joven medievalista inglés llamado Harris entre los manuscritos de un viejo monasterio. Ese antiguo relato de amor y odio, de rivalidad y dependencia, le parecía ahora relacionado de algún modo con su propia vida. Le desagradó acordarse del libro, porque se trataba de una de esas obras que, como Las mil y una noches, arrastran consigo una maldición. En el caso de los relatos de Sherezhade, se decía que quien leía el texto en su totalidad moría abruptamente. En cuanto a El Caballero de la Rosa, se suponía que todos aquellos que tenían algo que ver con el texto quedaban condenados a un destino cruel. Ya lo avisaba el poético Chrétien al principio del libro:«"Ésta es una historia funesta…"». De hecho, la obra quedó sepultada en un monasterio de Cornualles y nunca se hizo pública; y cuando Harris la desempolvó, ocho siglos más tarde, la mayoría de los historiadores consagrados, como Jean Markale o Georges Duby, la consideraron un fraude. Harris fue despedido de su trabajo y malvivió durante una década perseguido por la ignominia, hasta que el gran medievalista Jacques Le Goff publicó su famoso e irrefutable ensayo probando la autenticidad de El Caballero de la Rosa. Pero ya era tarde; Harris se había convertido, para entonces, en un tipo amargado, un alcohólico, un miserable que fue de bronca en bronca y de pelea en pelea hasta que murió prematuramente de cirrosis.
Aunque, quién sabe, tal vez fuera así antes. Tal vez Harris hubiese sido desde siempre un tipo atroz y el escándalo sólo le hubiera servido de excusa y acicate. ¿Hasta qué punto nuestras mezquindades pueden ser justificadas por la desgracia? ¿Hasta qué punto el cojo puede ser cojo y malo? ¿Le está permitido al ciego ser despótico? ¿Cuánta ruindad puede ser perdonada, por ejemplo, por el suicidio de un padre o la muerte de un hijo? Tal vez le ocurriera a ella lo mismo; tal vez Zarza hubiera sido una planta torcida y espinosa desde el mismo principio, una mala zarza que nació ya maldita, arrastrando el peso de un destino canalla. Zarza la chivata, como el Duque decía.
Un soplón, había dicho también, es un mierda que no respeta a su madre ni a su padre. La madre de Zarza había sido una irlandesa melancólica que se pasaba la vida en la cama, entre penumbras, coronada por un halo de pañuelos empapados de lágrimas. Su padre, en cambio, era Dios. El mismo se lo había comunicado a Zarza cuando ella tenía cinco años. Pero era el Dios del Antiguo Testamento, una divinidad que degollaba niños.
Recordaba Zarza las tardes de verano. Hubo otros momentos y otros hechos, pero ella sobre todo recordaba aquellas tardes pesadas y calientes, cuando el padre se tumbaba en el sofá de su despacho e intentaba dormir la siesta y no podía. Entonces llamaba a Zarza; y cuando la cría entraba temblorosa en la habitación se lo encontraba sonriendo, con los pies descalzos y los pelos alborotados, vestido con el traje de baño y un albornoz encima.
«-Ven aquí, bonita. Vamos a jugar al juego de la niña buena y la niña mala, ¿qué te parece?»
A Zarza le parecía angustioso, pero sabía que la pregunta de su padre no admitía respuesta. Así es que la niña se mordía las uñas, y hacía bascular el peso de su cuerpo de un pie a otro, y apretaba sus menudos puños contra el pecho, sintiendo batir allá dentro al corazón como un abejorro encerrado en una caja.
– Vamos a ver, vamos a ver… ¿Qué es lo primero que has hecho esta mañana al levantarte?
– Yo… yo… -balbuceaba ella.
– Venga, venga, sin pensarlo, deprisa.
– Yo he… he… me he lavado los dientes.
El padre sonreía, bonachón, con las sienes tachonadas de pequeñas gotas de sudor.
– Pero qué niña tan, tan, tan… -decía, malicioso, prolongando su zozobra-. ¡Tan mala! ¡Muuuy mala, sí señor! Porque los dientes hay que lavárselos después de desayunar, no antes.
– Pero, papá -argumentaba Zarza, cercana a las lágrimas-, el otro día contesté lo mismo y tú dijiste que era una niña buena…
– Pero el otro día era el otro día, cariño. Yo soy el que pone las reglas, de manera que las cambio cuando quiero. Yo soy tu padre, y tu padre es Dios, nenita -explicaba entonces él de muy buen humor, atusándose con delectación el cuidado bigote-. Así es que vamos con la segunda, y a ver si pones más atención… Veamos… ¿Cuántos vasos de leche debes tomarte al día?
Zarza temblaba, pensando que ese juego debería llamarse en realidad el juego del padre bueno y el padre malo. Pero no había más remedio que seguir, así es que tomaba aliento y respondía:
– Cua… cuatro.
Papá se desternillaba:
– ¿Pero es que quieres arruinarnos, corazón? ¡Muy mala niña, pero que muy mala…! Con dos vasos al día basta y sobra… Si sigues así me parece que hoy vamos a terminar muy pronto…
Si Zarza acertaba cinco respuestas, es decir, si su padre le concedía que había acertado, la niña recibía un beso en la mejilla y unas cuantas monedas, y se podía marchar. A veces sucedía así: a veces, después de varios errores y una cantidad considerable de inquietud, Zarza quedaba libre. Pero por lo general la niña perdía; por lo general acumulaba esos cinco fatídicos fallos que la condenaban al castigo.
– ¡Caíste otra vez! -proclamaba el padre entre risotadas. Nunca aprenderás a jugar este juego…
En la derrota, Zarza tenía que bajarse las braguitas y colocarse boca abajo sobre las rodillas de él. Y entonces el padre comenzaba a propinarle una azotaina, primero no muy fuerte, con la palma bien abierta, sobre las nalgas desnudas. Pesaba el sol de la siesta sobre el mundo, recalentando el aire del despacho aunque las puertas correderas estuvieran abiertas sobre el jardín y sobre la piscina; y en aquella atmósfera densa y sofocante caía una y otra vez la mano de papá sobre el culito redondo de la pequeña Zarza, primero suavemente, luego más fuerte, luego de nuevo suave, y después unas cuantas palmadas restallantes sobre la piel enrojecida, y a continuación un golpeteo rítmico, las manos de papá a ratos casi acariciantes y a ratos haciendo daño, mientras por la ventana abierta entraba un mareante olor a cloro y el zumbido malsano de los moscardones.
Entonces sonó el timbre del teléfono móvil, una musiquilla necia y saltarina que Zarza escuchó con sobresalto. Desde la primera nota supo que se trataba de Nico. Sin dejar de conducir, rebuscó frenética en su bolso hasta encontrar el aparato y luego se lo arrimó al oído con prevención, como si pudiera resultar herida sólo por escuchar.
– Sí…
– ¿Vas a volver a colgarme?
Era él, sin duda; con una voz más ronca, más ajada. Pero hacía siete años que no se hablaban, y siete años son muchos, sobre todo si se viven en la cárcel.
– No…-musitó Zarza, casi sin aliento.
¿Cómo había conseguido localizar ese número de teléfono? Pero Nicolás siempre fue el más inteligente, el más intrépido de todos ellos, el más capaz.
– Mejor. Tampoco arreglas nada huyendo. Sabes que te voy a atrapar de todas formas.
Era verdad: Zarza lo sabía.
– ¿Qué quieres de mí?
– ¿Y aún me lo preguntas? Quiero hacerte pagar por lo que me has hecho.
– ¿Dónde estás?
– Siempre detrás de ti -dijo él.
Y cortó.¿Y si es verdad?, pensó Zarza; ¿y si me está siguiendo? Se encontraba en la avenida de Uruguay, entre un tráfico más o menos fluido de media mañana. Miró por el retrovisor: podía estar en aquel coche rojo, o en el Peugeot blanco, o incluso en la camioneta… Seguramente la había estado esperando en la residencia de Miguel; cuando ella había mirado a su alrededor no había sabido descubrirlo, pero seguramente sí que estaba allí, agazapado como una astuta alimaña, escondido dentro de un coche o detrás de una esquina. Sí, ella era una estúpida, seguro que Nico había estado esperando en los alrededores de la Residencia y ahora se encontraba a sus espaldas, contemplándola desde la impunidad del perseguidor. Aturullada por la angustia, se arrimó al bordillo entre los bocinazos de los demás conductores hasta que encontró un lugar donde estacionar. El Peugeot blanco pasó, la camioneta pasó, el coche rojo pasó. A su lado, los vehículos continuaban su marcha acompasada como un rebaño de bestias metálicas. Permaneció un buen rato detenida al borde de la corriente rodada y de la rutinaria vida matinal, esperando a que sus pulsaciones se normalizaran. No parecía que hubiera nadie detrás de ella. Zarza respiró hondo: no podía permitirse esas crisis de miedo. Intentó comprobar el número desde el que Nico llamaba, pero no salía identificado en la pantalla del móvil. Miró el reloj. Las 11:40. Entonces advirtió que se encontraba muy cerca de casa de Martina; no lo había pensado antes, pero era posible que ella tuviera alguna noticia de Nicolás. Claro que hacía muchos años que Zarza no veía a su hermana y no sabía cómo iba a reaccionar ante su presencia. Aun así, decidió visitarla. No se le ocurría qué otra cosa hacer.