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Tal vez la hubiera detectado en una de sus visitas a Miguel; imaginó a Nico agazapado durante días junto a la Residencia, esperando pacientemente a que ella apareciera. Zarza se estremeció y escudriñó de modo infructuoso las esquinas de las calles vecinas. Sí, sin duda Nico la encontró aquí y luego la habría seguido hasta descubrir su domicilio. Debía de llevar observándola días, quizá incluso semanas. Zarza se sintió desnuda, enferma, herida por la perseverante mirada de su perseguidor. De modo que el juego ya llevaba tiempo jugándose y ella estaba perdiendo sin saberlo. Pero ahora Zarza había cambiado de opinión: ya no se quería ir. Ya no se iba. Por Miguel, a quien se lo había prometido; y también por sí misma. Puestas así las cosas, a Zarza no le quedaba más remedio que aceptar la partida y presentar batalla. Y lo primero que haría sería regresar a la ciudad de la Reina, de la que ella creía haber salido para siempre.

La ciudad de la Reina estaba más allá del tiempo y del espacio. Mejor dicho, poseía su propio tiempo y su propio espacio, que eran distintos a los de la ciudad convencional de los atascos, las tarjetas de crédito y las oficinas. Por eso ambas urbes coexistían sin apenas rozarse, aunque a veces Zarza, mientras caminaba por la calle, pudiera reconocer los signos de la ciudad maldita en alguna esquina. Normalmente los demás peatones pasaban por ahí sin ver, pero ella sí veía, y recordaba sin querer recordar. Hacía siete años que Zarza había abandonado el mundo de la Blanca.

Pero ahora cogió el coche y enfiló con decisión hacia las afueras. Pasó puentes elevados, y barrios populares, y la estación del Sur de autobuses de línea, y barriadas de pequeños adosados todos iguales, como cuentas multicolores de un collar barato, y una zona miserable de casitas bajas, llena de barro y perros esqueléticos. Más allá, el campo semiurbano, con más almacenes industriales que árboles. La ciudad de la Reina no se limitaba a ocupar una zona de los suburbios, sino que estaba un poco por todas partes. El mapa de la ciudad convencional y el de la urbe maldita se superponían, compartiendo en ocasiones el mismo espacio: había zonas que eran cándidas y burguesas durante el día, pero turbias y marginales de madrugada. Incluso en el centro mismo de la ciudad podía imponer la Blanca su reino envenenado. Si Zarza se había desplazado hasta estos remotos andurriales, era en busca de una persona concreta. Zarza quería encontrarse con el Duque.

Tuvo que dar bastantes vueltas. Hacía mucho tiempo que no venía y siempre lo había hecho de noche. O al menos en su memoria esa parte de su vida siempre estaba rodeada de oscuridad: la ciudad de la Reina era un territorio nocturnal. Le costó encontrar el camino entre las muchas carreteritas enlodadas que terminaban abruptamente en un vertedero, o en un viejo caserío que aún daba fe del pasado rural de la zona, o en una tapia medio derruida y cubierta de pintadas ilegibles. Al cabo creyó reconocer, al final de una pista asfaltada, la mole oscura de una extraña fábrica ala que se arrimaban unas cuantas casitas, como chozas medievales que se cobijan en las faldas de un castillo.

Dejó el coche a la entrada del conjunto de viviendas y se bajó. Tres adolescentes con anoráks y aspecto hosco estaban de pie recostados en un muro. Zarza miró sus caras y estuvo casi segura de no conocerles, pero sabia quiénes eran y lo que hacían. Había que pasar por ellos para entrar al poblado.

– Hola dijo, dirigiéndose al chico situado a la derecha.

Era el más bajito de los tres, pero el único que no había mirado a sus compañeros mientras ella se acercaba. Zarza dedujo que era él quien detentaba el mando de los centinelas.

– Hola repitió -ante el silencio de los otros-. Quisiera poder hablar un momento con el Duque.

El chico bajito la escrutó un instante y luego negó lentamente con la cabeza.

– ¿Para qué quieres verlo? -preguntó, sin embargo.

– Cosas mías. Él me conoce. Sólo será un momento.

El adolescente sonrió, sabihondo y despectivo, y volvió a negar.

– No necesitas ver al Duque para eso.

– No vengo para eso -contestó Zarza, irritada-. Sólo quiero hablar con él. Contarle algo.

El chico se aclaró la garganta mientras dejaba vagar la mirada por el horizonte con expresión de aburrimiento. Luego se encogió de hombros.

– Da igual, porque el Duque no está. Así es que lárgate.

– ¡Benja! -se escuchó de pronto en la distancia-. Déjala pasar.

Era la voz del Duque. Zarza se volvió y le dio tiempo a ver cómo el hombre se retiraba de una ventana en el grupo de casas más cercano.

– Ya has oído -dijo el chico, sin despegarse de su pared, claramente fastidiado por tener que dar su brazo a torcer-. Se entra por ahí.

Era una vivienda baja y encalada, techada con tejas de barro. La puerta de madera estaba dividida en dos, como las de los pueblos. Zarza levantó la falleba y se asomó al umbral.

– ¿Se puede?

– Déjate de cortesías idiotas. Pasa y acaba pronto -gruñó alguien desde el interior.

Zarza entró a una habitación de dimensiones medianas, con suelo de baldosas y antiguos muebles de madera oscura: un aparador, un banco corrido, una pesada mesa, grandes sillas. En una esquina, una estufa casi al rojo caldeaba el ambiente; en la pared, una estampa en colores de una Virgen rodeada de unos angelotes tan rollizos y morrudos como lechones. Todo estaba ordenado y limpísimo, con esa pulcritud austera y extrema de los conventos.

– A ver, qué carajo quieres tú de mí -dijo el Duque; y el "tú", en su boca, sonaba como el peor de los insultos.

Estaba sentado en una de las sillas, junto a la masa. Era un tipo grandón y caído de hombros de unos cincuenta y muchos años, quizá incluso sesenta. Llevaba un traje negro, de buen corte y calidad pero muy arrugado, como si hubiera dormido con él puesto; debajo, una camisa blanca de fiesta con chorreras, sin corbata y con el cuello abierto. No llevaba puestos los zapatos y enseñaba unos horribles calcetines sintéticos de un color marrón inadecuado. Zarza recordaba al Duque más robusto; ahora estaba más barrigón, como si el volumen de ese pecho antaño fuerte se le hubiera ido deslizando hacia abajo. Tenía los ojos muy separados a ambos lados de la cabezota y la mirada congestionada y lagrimeante de los alcohólicos. Una mirada maligna, violenta. Zarza carraspeo.

– No sé si… No sé si se acuerda de mí…

– Claro que me acuerdo. Aunque me extraña verte. Pensé que estarías muerta a estas alturas.

Concentración, se dijo Zarza: frente al enemigo había que ser exactos.

– Vengo a decirle que… Vengo a informarle de que Nicolás está en la calle…El Duque clavó en ella sus ojillos enrojecidos. Zarza intentó mantener la mirada, pero no pudo.

– ¿Vienes a decírmelo? -se burló el hombre-, ¿o vienes a preguntármelo?

Zarza guardó silencio.

– Ya sé que ese mierda está fuera. Salió hace cuatro o cinco meses. De manera que tu información llega muy tarde. ¿Has venido a eso, a confirmar la noticia? ¿O de verdad has venido a chivarte? ¿Qué quieres? ¿Que lo mate? ¿Quieres que te lo quite de encima?

Zarza tomó aire y habló todo seguido, echando a correr por encima de las sílabas:

– No. No es eso. La verdad es que he venido a preguntarle si sabe dónde está Nico. Dónde puedo encontrarle. Yo sé que usted también está interesado en él, y como usted lo sabe todo…

– ¿Que estoy interesado en él? Mira tú, ésa es una forma de decirlo -dijo el Duque, rumiando las palabras-. Pero te equivocas: no me interesáis nada ni tú ni él. Tú, por mí, puedes caerte muerta ahora mismo; y lo único que me importa de Nicolás es que me debe algo. Me debe la ruina de mi nieto el mayor. Hasta que se hizo amigo de él, mi nieto había sido un buen chico. Siempre un poco tonto, pero bueno; trabajaba con el material pero sin engolfarse, como Benja, Benjamín, el único nieto que me queda. Ya lo has visto ahí fuera. Y llegó Nicolás y se acabó. Nicolás sigue vivo, pero mi nieto ha muerto. Nicolás el señorito. Los niños pijos sois los peores: siempre os las arregláis para que sean los demás los que se jodan. De manera que sí, yo estoy buscando a Nico. Pero lo estoy buscando muy despacio, porque tengo toda la vida para encontrarlo. No sé dónde está, y si lo supiera no te lo diría. No te lo voy a quitar del culo, niña. Cada cual que aguante su castigo.

Se había puesto en pie diciendo esto y se acercó a Zarza, barrigón y bamboleante, mientras ella retrocedía hasta sentir la pared pegada a las espaldas.

– Un chivato siempre es un chivato -prosiguió el Duque-, está en su naturaleza. El que traiciona una vez, traiciona siempre. Ya ves, tú ya lo hiciste antes y ahora vienes aquí otra vez corriendo. Un soplón es un tipejo que no tiene huevos suficientes ni para sostener el peso de sus pantalones. Es un mierda que no respeta ni a su madre ni a su padre. Eso eres tú, zorrita.

El Duque se había ido echando encima de Zarza y ahora la aplastaba con todo su corpachón contra la pared. Extendió una de sus manazas y agarró la cara de la chica, estrujándole las mejillas hasta hacer que sus labios se entreabrieran. Zarza advirtió, con estúpido e inútil detallismo, que el interior del cuello de la camisa del Duque mostraba una negruzca línea de mugre.

– Entre mi gente, lo que hacemos con los soplones es cortarles la lengua y metérsela por el ojo del culo. Pero como tú eres mujer te voy a dejar marchar. Ya ves, para que luego digáis todas esas cosas feas del machismo…

Soltó una carcajada y luego besó los labios de Zarza, introduciendo por un instante su gruesa y viscosa lengua en la boca de ella. Zarza dio un grito sofocado, se revolvió y salió corriendo por la puerta; el Duque, a sus espaldas, la dejó ir, riéndose por lo bajo.

Benja y los otros la contemplaban desde lejos con curiosidad, aún instalados en el muro de entrada. Zarza moderó sus pasos, intentando plantar los pies con fuerza en el suelo para que los chicos no notaran el temblor de sus piernas. Mientras caminaba hacia el coche empezó a mirar a su alrededor, fingiendo una tranquilidad de la que carecía. Allí, al otro lado de la pequeña hondonada, estaban las restantes casas del poblado. Aquella de la puerta pintada de verde debía de ser la de Baltasar, y aquella otra tan pequeña la de Carlos el Cojo. Los viejos recuerdos cayeron súbitamente sobre Zarza, enloquecedores y punzantes. En la hondonada, junto a la fuente, había un cuerpo tumbado sobre la tierra, o más bien desplomado en posición inverosímil, como si careciera de espinazo. Parecía un ajusticiado medieval abandonado a las puertas de un castillo.

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