Para ese entonces, los indios ya habían salido, no sin lentitud y dificultad, del agujero negro en el que se hundían, periódicos. En los diez años que viví entre ellos diez veces les volvió, puntual, la misma locura. Lo más singular era que en los meses de abstinencia, ningún signo exterior dejaba traslucir la fuerza desmesurada del deseo que los carcomía. Cuando empecé a orientarme por la selva de su lengua y servirme toscamente de ella, lo que llevó tiempo, más de una vez, curioso, y aunque no de un modo directo, los interrogué. Era como si hubiesen perdido la memoria y no supiesen a qué me estaba refiriendo. No había ni evasiva ni hipocresía en sus respuestas: no, se trataba de olvido o de ignorancia. Esos indios no mentían nunca. Hablaban poco, y siempre por razones precisas. El arte de la conversación les era desconocido. Los cabildeos no eran propiamente conversaciones sino un intercambio de ideas muy precisas que lanzaban, lacónicas, a la concurrencia, que a su vez las recibía sin comentarios. A veces, entre una pregunta y su respuesta podían pasar horas. Y la agitación verbal que a veces ganaba esas reuniones no era el resultado de la abundancia de alocuciones, sino de la repetición, que podía cambiar de fuerza y de velocidad, de dos o tres frases cortas y chillonas, y a veces incluso de una sola palabra. Los saludos convencionales que se dirigían y el exceso de fórmulas corteses parecían ser, desde el punto de vista de ellos, un mal necesario. Esa pobreza oral es para mí prueba de que no mentían, porque en general la mentira se forja en la lengua y necesita, para desplegarse, abundancia de palabras. El olvido y la ignorancia parecían genuinos: era como si una parte de la oscuridad que atravesaban quedase impregnada en sus memorias, emparchando de negro recuerdos que, de seguir presentes, hubiesen podido ser enloquecedores. Sin darse cuenta, exageraban el pudor, horrorizados sin duda alguna, y confusamente, como los animales, de presentir aquello de que eran capaces. En los meses del año en los que la penuria los obligaba a enfrentar lo exterior, el olvido era total y se volvían austeros y fraternales, menos tal vez a causa de sentimientos nobles que por presentir que, para sus fiestas camales, la robustez y la integridad de la tribu eran necesarias. Con el fin del invierno, empezaba el desgaste. El día duradero, en su luz cegadora, iba poniéndolos, abandonados y desnudos, cara a, cara con la evidencia. Pasaban igual que de la apatía al entusiasmo, no a otra estación del año, sino a otro mundo, en el que se olvidaban también de todo, pudor, mesura o parentesco. Iban de un mundo al otro pasando por una zona negra que era como un agua de olvido, y atravesaban, de tanto en tanto, un punto en el cual todos los límites se borraban dejándolos al borde de la aniquilación. Era natural que algunos no volviesen y que muchos saliesen chamuscados, como quien atraviesa un incendio. Ese ir y venir era, creo, para ellos, fuente de desdicha. Bastaba verlos en posesión del objeto tan deseado para darse cuenta de que les quemaba las manos. Y la circunspección de los meses de abstinencia les venía de sentir que los actos cotidianos eran pura apariencia y que ellos debían proceder de un mundo olvidado. Así andaban los indios, del nacimiento a la muerte, perdidos en esa tierra desmedida. El fuego que los consumía, ubicuo, ardía al mismo tiempo en cada uno de los indios y en la tribu entera. Un fuego único que, más que encenderse, de golpe, en cada uno, circulaba continuo por todas partes y de vez en cuando se manifestaba. Llevados y traídos por ese hálito incandescente, no eran más dueños de sus actos que la espiral de tierra en el ciclón de noviembre. Yo crecí con ellos, y puedo decir que, con los años, al horror y a la repugnancia que me inspiraron al principio los fue reemplazando la compasión. Esa intemperie que los maltrataba, hecha de hambre, lluvias, frío, sequía, inundaciones, enfermedades y muerte, estaba adentro de una más grande, que los gobernaba con un rigor propio y sin medida, contra el que no tenían defensa, ya que por estar oculta no podían construir, como con la otra, armas o abrigos que la atenuaran. Yo los sabía capaces de resistencia, de generosidad y de coraje, y diestros en el manejo de lo conocido: bastaba ver sus objetos y la habilidad con que los construían y utilizaban para comprender en seguida que esos indios no se dejaban intimidar por la costra ruda del mundo. Pero eran como náufragos en una balsa tratando de mantener la disciplina a bordo mientras golpea la tormenta, en plena noche y en un mar desconocido.
Diez años están hechos de muchos días, horas y minutos. De muchas muertes y nacimientos también. Lo que cuando toqué la playa en el primer anochecer me era extraño, con el tiempo continuo que nos modela y nos cambia fue haciéndose familiar. Si para cualquier hombre el propio pasado es incierto y difícil de situar en un punto preciso del tiempo y del espacio, para mí, que vengo de la nada, su realidad es mucho más problemática. Ninguna vida humana es más larga que los últimos segundos de lucidez que preceden a la muerte. Veinte, treinta, sesenta, diez mil años de pasado tienen la misma extensión y la misma realidad. Del incendio más colosal no queda más verdad que la ceniza. Pero hay también, en toda vida, un período decisivo, que sin duda también es pura ilusión, pero que sin embargo nos moldea, definitivo. Es una ilusión un poco más espesa que el resto, que se nos prodiga para que, cuando la proferimos, podamos de un modo u otro representarnos la palabra vida. Yo era arcilla blanda cuando toqué esas costas de delirio, y piedra inmutable cuando las dejé, aun cuando mi permanencia en ellas haya sido, teniendo en cuenta la edad a la que estoy llegando, relativamente corta, y aun cuando, en los años que siguieron, haya vivido, en apariencia, tantas cosas que otros llamarían importantes y variadas.
Mi vida entre los indios, por haber durado tanto, no se parecía a la estadía fastuosa de los prisioneros que retenían algunos meses en la tribu y que después mandaban, en canoas cargadas de regalos, hacia el horizonte del río. Aunque me daban algunos privilegios y me protegían sin ostentación, compartí con ellos planes y contingencia. Supieron, eso sí, dejarme al margen de sus fiestas desmedidas. Las últimas veces, para no verlos, me iba solo, durante tres o cuatro días, campo afuera, no por repugnancia sino más bien por pesadumbre, para no ver caer, en los mismos pantanos de años anteriores, a muchos que a menudo me habían mostrado consideración y bondad, despertando en mí algún afecto. El aprendizaje del idioma que hablaban, por ser rudimentario, me resultaba todavía más difícil. Un observador esporádico hubiese podido pensar que ese idioma iba construyéndose según el capricho del que lo hablaba. Más tarde comprendí que aun hasta al capricho nuestro entendimiento le inflige leyes que le dan la ilusión del conocer e incluso en eso la vida de los indios contrastaba con la de los otros hombres entre los que había vivido y viviría. Esa vida me dejó -y el idioma que hablaban los indios no era ajeno a esa sensación-un sabor a planeta, a ganado humano, a mundo no infinito sino inacabado, a vida indiferenciada y confusa, a materia ciega y sin plan, a firmamento mudo: como otros dicen a ceniza. Durante años, me despertaba día tras día sin saber si era oestia o gusano, metal en somnolencia, y el día entero iba pasando entre duda y confusión, como si hubiese estado enredado en un sueño oscuro, lleno de sombras salvajes, del que no me libraba más que la inconsciencia nocturna. Pero ahora que soy un viejo me doy cuenta de que la certidumbre ciega de ser hombre y sólo hombre nos hermana más con la bestia que la duda constante y casi insoportable sobre nuestra propia condición.
A ese horizonte de agua, arena, plantas y cielo, empecé a verlo, poco a poco, como un lugar definitivo. En los primeros meses, en los dos o tres primeros años quizás, mis ojos espiaban lo que vendría a sacarme menos de las penurias que de la extrañeza. Pero esa esperanza fue borrándose con los años. Lo vivido roía, con su espesor engañoso, los recuerdos fijos y sin defensa. Cuando nos olvidamos es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo. Nada nos es connatural. Basta una acumulación de vida, aunque sea neutra y gris, para que nuestras esperanzas más firmes y nuestros deseos más intensos se desmoronen. Recibimos masas continuas de experiencia como el cajón, en la fosa húmeda, paladas de tierra definitiva. En pocas palabras, dos o tres años después de haber llegado era como si nunca hubiese estado en otra parte. No había más que el presente pastoso en el que nuestra lucidez valiente pero endeble se debate y un futuro que anunciaba más repetición que novedad. Mi extrañeza, de ese modo, iba acompañada no de asombro sino de indiferencia. En el vaivén de las estaciones, mi cuerpo, densidad sin destino propio y sin memoria, era llevado y traído, en un lugar salvaje, por la estampida lenta de los acontecimientos, y de ese sistema familiar y desconocido a la vez vendría a sacarme, caprichosa, la muerte. Mi vida ya no soñaba, abierta, con ninguna diversidad.
Es, en general, lo que no se ha previsto lo que sucede. Una tarde, los indios me vinieron a buscar, muy excitados, a mi choza. Yo los había visto discutir a menudo, en voz baja, en los días anteriores, lanzándome miradas que creían disimuladas. Pero del mismo modo habían actuado otra veces, por ejemplo cada vez que se disponían a proponerme algún trabajo o alguna invitación. La primera vez que me habían llevado a cazar con ellos, o cuando me habían pedido, ante la amenaza de una tormenta, ayuda para desenterrar sus legumbres, había habido cabildeos semejantes. Pero lo que difería ahora era que, por primera vez desde hacía mucho tiempo, el asedio a mi persona, que la convivencia había contribuido a disminuir, cobraba de golpe una intensidad inesperada.
Cuando salí, comprobé que afuera me esperaba el clamor de los días excepcionales. La tribu entera se agolpaba alrededor de mi casa. Tres o cuatro indios me sacaron, empujándome casi, no para hacerme daño, sino para que me apurara, e incluso sin ninguna finalidad, haciendo gestos bruscos únicamente porque su excitación era tan grande que apenas si podían dominarla. Me fueron escoltando, a duras penas, entre la muchedumbre que forcejeaba por acercárseme, hacia la playa. Todos me toqueteaban, me sacudían, me acariciaban incluso, trataban de detenerme y, sobre todo, para llamarme la atención, asumían otra vez esas poses exageradas a las que los ojos suplicantes y vencidos restaban veracidad. Esas miradas, en las que parecía acumularse la última esperanza que les quedaba, son la imagen más fuerte que me quedó de ellos y la última prueba también de la persistencia de aquello que, con sus actitudes tan poco naturales, trataban de vencer o disimular. Puede decirse que, de algún modo, son esas miradas las que me ayudan a sostener, en la noche nítida, la pluma. Los ojos de los indios traicionaban siempre esa presencia inenarrable. Nunca vi a nadie hundirse en un pantano, pero pienso que, en tal situación, cuando hasta la posibilidad de debatirse le está vedada y se ve obligado a la inmovilidad para no colaborar con lo que se lo traga, los ojos de un hombre atrapado en un abismo viscoso no deben mirar de otra manera. Esas miradas, que tantos hombres han aprendido a disimular, son como el reverso que refuta, constante, la carnadura falsamente orgullosa de lo visible. Son ellas las que demuestran que la compasión es justificada pero inútil, las que desmantelan, con su pavor discreto, el lujo de la apariencia. Pese a su brillo apágado, empañadas por lo que las obsede, son sin embargo, o a causa de ello tal vez, meridianas. De tanto denotar sus orígenes, se vuelven esclarecedoras: el que las ve en su insistencia desesperada, el que percibe, a pesar de los esfuerzos que tratan de ocultarlo, su sentido, puede considerarse al tanto del precio de este mundo.