Me habían preparado, como a mis predecesores, una canoa cargada de comida que se balanceaba en la orilla. Divididos entre la voluntad de abrirme paso y de hacérseme presentes, los indios se agitaban con gestos contradictorios que instauraban un desorden ruidoso en la muchedumbre. Los últimos metros los atravesé casi en el aire, soliviantado por brazos fuertes y ansiosos, hasta que me encontré sentado, como por milagro, en la canoa. Casi al mismo tiempo, varios indios, entrando en el agua, la empujaban río abajo. Yo los dejaba, inmóvil, sin siquiera haber tocado el remo, viendo, mientras me alejaba, la muchedumbre arracimada en la playa, de la que los más próximos a la canoa, con el río que ya estaba llegándoles casi a la cintura, parecían los últimos islotes de un continente atormentado que se adentraba en el océano. Muchos corrían río abajo, por la orilla, gesticulando hacia la canoa. Uno se zambulló y se puso a acompañarla a nado. Cada dos o tres brazadas se paraba y, emergiendo del agua, me hacía gestos desmesurados y se golpeaba el pecho; después volvía a zambullirse y seguía nadando. Yo me aferré por fin al remo, para orientar mejor la embarcación. A medida que me alejaba, lo que transcurría ante mis ojos iba ganando sentido en vez de perderlo, y el conjunto de la tribu, sacudida por un clamor ambiguo, fue por primera vez una evidencia que yo podía percibir desde afuera, hasta tal punto que el que nadaba a mi lado, o los que seguían corriendo por la orilla para acompañar la canoa, con el fin de hacerse notar, de que yo los reconociese y los guardase más que a los otros o más frescos en mi memoria, por el hecho mismo de haberse separado de la tribu, en vez de volverse más nítidos, paradójicos, se borraban. Es verdad que ahora puedo recordarlos por separado, pero no son más que el que nadaba junto a la canoa o los que seguían corriendo por la orilla, sin que pueda afirmar, a ciencia cierta, que era ése el papel que hubiesen querido representar. Pero, por fin, también ellos pararon. El nadador se dirigió, chorreando agua, agobiado por el esfuerzo, hacia la orilla, y los otros corrieron un trecho más y se quedaron inmóviles. Los ¡Def-ghi! ¡Def-ghi! que habían estado dirigiéndome hasta último momento, dejaron de oírse y ya casi nadie gesticulaba, nadie hacía señas ni realizaba actos irrisorios que le hicieran distinguirse de la muchedumbre anónima, de modo que yo podía verlos, estáticos y numerosos, contra el fondo de árboles que se abría en semicírculo detrás de la playa, más acá de las construcciones que dejaban ver, fragmentarias, la vegetación, bajo el sol único que ya declinaba sobre la tierra amarillenta, en un cielo verdoso, enfrentados al río salvaje que apenas si agitaba, avanzando, la canoa. Mientras me alejaba río abajo, sin destino conocido, sentía algo que recién esta noche, sesenta años más tarde, cuando ya no se despliega, frente a mí, casi ningún porvenir, me atrevo, sin estar sin embargo demasiado seguro, a formular: que no venía nadie, remando río abajo, en la canoa, que nadie existía ni había existido nunca, fuera de alguien que, durante diez años, había deambulado, incierto y confuso, en ese espacio de evidencia. Así hasta que un recodo del río borró, abrupto, la visión, y salí de ese sueño para siempre.
La corriente me iba llevando, firme, en el atardecer. Yo orientaba con el remo, y sin mucho esfuerzo, la canoa. Durante horas no se oía más que el ruido del remo y a veces el tumulto de pájaros que ese ruido ocasionaba cuando me aproximaba demasiado a la orilla; sin ruido, adormilados, los yacarés bajaban del barro de las costas carcomidas al agua. A veces, un pescado saltaba y sin ser totalmente visible en la superficie a la que había subido para mandarse, de una boqueada, alguna minucia comestible, se dejaba adivinar por el ruido que hacía, más o menos intenso según su tamaño, y por el penacho de agua blanquecina que levantaba. Los he visto amarillos, como acorazados de oro, atigrados, de un verde cobrizo, con cabezas de gato o de serpiente, algunos dos veces más altos que un hombre, gordos como vacas -diversidad viva y misteriosa que ha hecho de ese río su hogar. Insectos, pájaros, pescados, bestias y hasta monstruos si se quiere: de toda esa fiebre animal yo, con la lucecita encendida dentro de mí, como la llama de una vela capaz de resistir a todos los vientos, que hubiese debido abarcarlos con mi propio ser, derivaba, perdido y abandonado, en la exterioridad pura. Llegó la noche. Era una noche sin luna, muy oscura, llena de estrellas; como en esa tierra llana el horizonte es bajo y el río duplicaba el cielo yo tuve, durante un buen rato, la impresión de ir avanzando, no por el agua, sino por el firmamento negro. Cada vez que el remo tocaba el agua, muchas estrellas, reflejadas en la superfície, parecían estallar, pulverizarse, desaparecer en el elemento que les daba origen y las mantenía en su lugar, transformándose, de puntos firmes y luminosos, en manchas informes o líneas caprichosas de modo tal que parecía que, a mi paso, el elemento por el que derivaba iba siendo aniquilado o reabsorbido por la oscuridad.
El cansancio me llevó a la orilla. Me dormí en la canoa. En el alba, una voz me despertó. Tiene barba, decía, cautelosa, pero no lejos de mis oídos. Cuándo abrí los ojos, dos barbudos, que aferraban armas de fuego, inclinados hacia mí, me observaban, sorprendidos. Cascos relucientes coronaban sus cabezas; parecían cansados y un poco simples. Como yo dormía con la cabeza hacia tierra y ellos estaban inclinados hacia mí desde la orilla, al principio tuve un sobresalto, porque vi sus caras al revés y creí -salía de un sueño-, que eran una especie particular de aborígenes, a los que la naturaleza les había dado, por capricho, cabezas invertidas, pero al incorporarme, brusco, asustando un poco a los dos hombres que se irguieron amenazándome con sus armas, pude comprobar que las cabezas estaban en el lugar adecuado y que las caras que me contemplaban no sin espanto se parecían mucho a tantas otras que había visto, durante mi infancia, en los puertos. Para apaciguarlos, empecé a contarles mi historia, pero a medida que hablaba veía crecer el asombro en sus expresiones hasta que, después de un momento, me di cuenta de que estaba habiéndoles en el idioma de los indios. Traté de hablar en mi lengua materna, pero comprobé que me la había olvidado. Con gran esfuerzo, logré al fin proferir algunas palabras aisladas, formulándolas, por costumbre, con la sintaxis peculiar de los indios, lo cual, si bien no aclaró las explicaciones, les dio, a los dos hombres, junto con mi aspecto físico, la prueba de que, como ellos, también yo era un extraño en ese lugar de pesadilla.
Me ordenaron que los siguiera. Río abajo, en la orilla, había un campamento y, un poco más lejos, una nave inmóvil en medio del río. Todo tenía, en el alba avanzada, ese color singular que anuncia días de exclusión y delirio. Las barbas de los hombres, como máscaras rígidas, envolvían expresiones pálidas y un poco ansiosas. Por la dificultad mutua en el trato, me doy cuenta de que diez años entre los indios me habían desacostumbrado a esos hombres. Cuando llegamos al campamento, los hombres me sustrajeron a la curiosidad de los subalternos que trabajan en la orilla, y me llevaron en presencia de un oficial que empezó a interrogarme sin que yo, a pesar de mis esfuerzos bien intencionados, lograra entender gran cosa. Sus palabras, que él profería con lentitud para facilitar mi comprensión, eran puro ruido, y los pocos sonidos aislados que me permitían representarme alguna imagen precisa eran como fragmentos más o menos reconocibles de un objeto que me había sido familiar en otras épocas, pero que ahora parecía haber sido despedazado por un cataclismo. Y, contrariamente, a cada silencio que el oficial hacía para dejarme intercalar la respuesta, las pocas palabras en nuestro idioma común que yo era capaz de formular, venían como envueltas entre los racimos o las redes de las que había aprendido entre los indios y que parecían, como las plantas que crecían en la región, más fuertes, más rápidas, más fáciles y más numerosas. Al final, terminamos comunicándonos por señas: sí, había indios a menos de una jornada, río arriba; contra la corriente, tal vez llevaría más tiempo llegar; se llamaban colastiné; no, no tenían ni oro ni piedras preciosas, pero lanzas y arcos y flechas, en cambio, sí; sí, sí, comían carne humana. El oficial sacudía la cabeza, un poco impaciente. Aunque, como lo supe más tarde, era la primera vez que pisaba esa tierra, consideraba cada una de mis respuestas rudimentarias como la confirmación de sus propias sospechas y pareceres, y tomaba cada una de las características de los indios, por inocente que fuese, como una afrenta personal. Tuve la impresión de que hasta yo le parecía sospechoso, como si mi larga permanencia en esa tierra me hubiese contaminado de alguna fuerza negativa Por poco me manda al calabozo, pero a último momento condescendió a ponerme en manos de un cura. Ese oficial era lo que en estas naciones se suele llamar una bellísima persona: tenía el pelo y la barba negros, lacios y bien recortados, un cuerpo atlético y proporcionado, la piel bronceada y saludable a causa de su largo comercio con el mar y con la intemperie y aun en ese amanecer insólito, en esas costas barrosas que acechaban, con atención disimulada, cocodrilos, arañas y naturales, parecía vestido como para asistir a un baile en la corte, con camisas almidonadas, metales relucientes, rígido, lustroso y elegante. Cuando se juzgó lo bastante informado pareció olvidarse de mi presencia y empezó a dar órdenes que sus subalternos ejecutaban con rapidez y devoción -en los pocos días en que tuve ocasión de observarlo pude comprobar que los marineros y los soldados lo veneraban y sus bromas, siempre lacónicas y envaradas, contribuían a aliviar no poco los trabajos brutales de todos los que estaban bajo su mando, como si él fuese consciente de los privilegios que ese mando suponía y sintiese compasión y hasta cierto amor por sus hombres, pero apenas lo tuve enfrente sentí por él una especie de repulsión que en los días siguientes no hizo más que aumentar. Los hombres volvieron, rápidos, al barco anclado en medio del río, llevándome con ellos, y durante un par de horas prepararon, con despliegue de armas y de gritos, una expedición. Hasta el anochecer, el barco navegó río arriba y volvió a inmovilizarse lejos de las orillas. Yo pasé la noche en un rincón de cubierta, asistido por el cura que, después de darme de comer, entre largos momentos de silencio, me interrogaba con dulzura pero sin resultado: el cansancio, o esos acontecimientos inciertos y distantes que transcurrían, para, al parecer, mis sentidos, no encontraban, en el fondo de mi ser, un lenguaje que los expresara. A la mañana siguiente, el oficial me volvió a interrogar, señalándome las orillas y, con ademanes, le expliqué que el caserío no estaba lejos y, como estábamos cerca de la borda, comprobé que durante la noche otra nave había anclado cerca de la nuestra. De la segunda, varias embarcaciones cargadas de hombres armados se aproximaban a la nuestra, en la que también la tripulación se preparaba. Hasta último momento, el oficial parecía dispuesto a llevarme con él en su expedición, pero esa especie de desconfianza hacia mi persona, que le venía tal vez de haber adivinado, aun sin darse cuenta, la repulsión que me inspiraba, lo indujo no únicamente a dejarme a bordo, sino a mandarme con el cura a la bodega, como si temiese de mí traición o maleficio. Debo decir que en los primeros tiempos la curiosidad que despertaban ni aventura y mi persona venía mezclada de sospecha y de rechazo, como si mi contacto con esa zona salvaje me hubiese dado una enfermedad contagiosa, y, por el he-cho de haber sido sustraído durante tanto tiempo a la zona a la que esos hombres pertenecían, yo hubies vuelto a ellos contaminado por lo exterior.