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Una mañana, bien temprano, un rumor me despertó. El día apenas si despuntaba. Una muchedumbre de cuerpos oscuros cintilaba en el aire azul de la playa. Agitación, apuro, entusiasmo, alegría incluso la estremecían. Un centenar de hombres se embarcaba en las canoas alineadas en la orilla y la totalidad de la tribu se arremolinaba a su alrededor, en actitud de despedida. Todo el mundo gesticulaba hablando en voz baja y rápida, un poco ahogada por la excitación contenida. Casi todas al mismo tiempo, las canoas se separaron de la orilla -casi al mismo tiempo en que los hombres subían a bordo también- y empezaron a alejarse, todas a la misma velocidad, río arriba, hasta que se perdieron entre las islas. La tribu se quedó un largo rato en la orilla antes de dispersarse, como si contemplara, con estupor y esperanza, el sol rojizo y grande que subía más allá de las islas, limpiando de oscuridad el aire matinal y sembrando el río violáceo de reflejos quebradizos.

En los días que fueron pasando, las miradas iban, casi continuamente, hacia el gran río destellante y desierto. Las islas bajas que había ido formando yacían en el centro, inmóviles, alargándose río arriba. Del agua no subía ninguna frescura. Y del horizonte blanco y borroso a causa del calor, ningún signo, gradual, se aproximaba. Incertidumbre y ansiedad carcomían, con intensidad creciente, el corazón de los indios. De vez en cuando alguno, abandonando por un momento lo que estaba haciendo, se acercaba a la playa y, con disimulo, fingiendo lavarse las manos u orinar en el agua, miraba río arriba con la esperanza de descubrir la vuelta de las canoas. Otros salían, muchas veces por día, a la puerta de las construcciones a cuya sombra se protegían del calor, y escrutaban el agua. La impaciencia fue haciéndolos abandonar, poco a poco, sus ocupaciones y aproximarse a la orilla. Al principio eran tres o cuatro, el segundo día, un puñado, el tercero ya casi una muchedumbre y, el cuarto, la tribu entera estaba en la playa con la vista fija en el lugar del río, entre las islas chatas y alargadas, por donde habían desaparecido las canoas y por donde, sin duda alguna, esperaban verlas reaparecer.

Llegaron otra vez, cintilantes y azules, no en el alba, como cuando se habían ido, sino en el anochecer, como cuando me habían traído con ellos. Las mismas fogatas que, desde el agua, yo había visto iluminar la playa, se habían encendido esta vez ante mis propios ojos. Todo se repetía, pero ahora los acontecimientos venían a empastarse con otros, similares, que se desplegaban en mi memoria. Lo que se avecinaba tenía para mí un gusto conocido: era como si, volviendo a empezar, el tiempo me hubiese dejado en otro punto del espacio, desde el cual me era posible contemplar, con una perspectiva diferente, los mismos acontecimientos que se repetían una y otra vez -y la impresión de que esos acontecimientos ya se había producido fue tan grande que, mientras veía, en el aire azul, sobre el río que reflejaba las hogueras, venir, con su ritmo rápido y uniforme, las embarcaciones, esperé, durante unos momentos, sin darme cuenta realmente pero de un modo intenso y total, verme a mí mismo, perdido y como hechizado, descubriendo poco a poco, en ese anochecer azul lleno de paz exterior y confusión humana, la oscuridad sin límites que dejaban entrever a mi alrededor esas costas primeras.

Pero yo no venía en esas embarcaciones -venía, eso sí, un hombre vivo, que tendría, tal vez, mi edad, y se mantenía rígido e inmóvil entre los remeros. Def-ghi, Def-ghi, le decían algunos apenas pisó tierra, cuando el desorden y la multitud les impedían aproximarse a los cadáveres que los miembros de la expedición desembarcaban y depositaban, apilándolos sin muchas consideraciones, sobre la arena de la playa. El prisionero -aunque la palabra, como se verá, es inapropiada- los ignoraba y si de vez en cuando se dignaba mirar a alguno, lo hacía con desdén calculado y menosprecio indiferente. Def-ghi, Def-ghi, insistían los otros, señalándose a sí mismos para atraer la atención del prisionero hacia sus personas. Las mismas sonrisas acarameladas que yo conocía tanto le eran dirigidas, las mismas bromas de mal gusto, tales como simularse enojados y dispuestos a la agresión, para, unos minutos más tarde, deshacerse en carcajadas, la misma ostentación teatral para configurarse un personaje fácilmente reconocible desde el exterior. Adrede, el prisionero ignoraba esos actos de seducción, lo cual contribuía a estimularlos, incitándolos a tanta variedad que en un determinado momento no se sabía si el cambio de actitud era verdadero o fingido y si el paso de la hilaridad a la rabia, del sentimentalismo a la violencia, de la altanería a la obscenidad, era causado por el deseo que tenían de componer una actitud que podía ser aprehendida de inmediato, una modificación deliberada, o si, en realidad, movidos por la indiferencia del prisionero y por la ansiedad que su presencia parecía infundirles, llenos de incertidumbre y confusión, eran como una sustancia blanda e informe que el vaivén del acontecer moldeaba en figuras arbitrarias y pasajeras. Algo, sin embargo, era seguro: el prisionero sabía, desde el primer momento, lo que esos indios esperaban de él, cosa que yo, en cambio, fui adivinando poco a poco y recién después de mucho tiempo -y hoy todavía, sesenta años más tarde, mientias escribo", en la noche de verano, a la luz de la vela, no estoy seguro de haber entendido, aun cuando ese hecho haya sido, a lo largo de mi vida, mi único objeto de reflexión, el sentido exacto de esa esperanza. Lo que pasó en los días que siguieron se adivina, fácil: desde la acumulación del deseo en la mañana soleada y tranquila mientras los cuerpos despedazados se asaban sobre las brasas hasta el tendal de muertos y estropeados tres o cuatro días más tarde y el recomenzar vacilante de la tribu, pasando por el placer contradictorio del banquete, por la determinación suicida de la borrachera y por el tembladeral de los acoplamientos múltiples, fantásticos y obstinados, el regreso de los acontecimientos, en un orden idéntico, era todavía más asombroso si se tiene en cuenta que no parecía. provenir de ninguna premeditación, que ninguna organización planeada de antemano los determinaba, y que los días medidos, grises y sin alegría de esos indios los iban llevando, poco a poco, y sin que ellos mismos se diesen cuenta, hasta ese nudo ardiente que era su única fiesta, de la que muchos salían maltrechos y a duras penas y en la que algunos quedaban enredados por toda la eternidad. Era como si bailaran a un ritmo que los gobernaba -un ritmo mudo, cuya existencia los hombres presentían pero que era inabordable, dudosa, ausente y presente, real pero indeterminada, como la de un dios.

Como mi propia sombra, el prisionero se paseaba, un poco olvidado, por el gran claro arenoso en el que humeaban las parrillas. A diferencia de mí que el primer día había deambulado con estupor y miedo por entre la tribu, el prisionero parecía, no únicamente in-diferente y tranquilo, sino incluso, si se tienen en cuenta las poses que adoptaba, un poco decepcionado cuan-do los indios, absortos en la contemplación de las parrillas o perdidos en sus sueños carnales, dejaban de prestarle atención. Parecía esperar de los indios halago o sumisión y se le notaba cierta contrariedad cuando comprobaba que los indios no lo festejaban lo suficiente. Se hubiese dicho que el hecho de haber sido capturado le otorgaba cierta superioridad. Es verdad que, en e1 momento de desembarcar, muchos se le habían acercado, rodeándolo, habían tratado por todos los medios de llamar su atención, y que yo veía recomenzar con él e1 asedio que había sufrido durante los primeros tiempos de mi vida en el caserío, pero contrariamente a lo que sucedía conmigo, él parecía conocer a fondo las razones, y su actitud altanera y desdeñosa mostraba que ese asedio no lo molestaba sino que le confería, por causas misteriosas, un poder desconocido. Era evidente que mi presencia, en cambio, lo fastidiaba. Las miradas desdeñosas que me lanzaba, a diferencia de las que le dirigía a la tribu, pretensiosas y arbitrarias, se espesaban de odio. Más de una vez lo sorprendí observándome con disimulo, como quien estudia a un enemigo. Evitaba, en general, mi mirada, del mismo modo que mirarme directamente, ignorándome para establecer, en este mundo en el que yo parecía contrariarlo, por decisión mágica, mi inexistencia. Cuando lo vi llegar, sobreviviente, en situación idéntica a la mía, pensé que el horizonte desconocido me mandaba un aliado, pero un vistazo rápido le había bastado para reconocerme en medio de la tribu y desde ese momento había sido para mí pura evasiva y hostilidad. El sabía. Estaba al tanto, no únicamente de su propio papel, que desempeñaba con fervor y prolijidad, sino también del mío, dándome la impresión más bien desagradable de ser, al mismo tiempo, englobado y rechazado por él. Cuando, en las pausas de frenesí, los indios volvían al asedio, el prisionero se comportaba con ellos como el hombre importante que se digna, sin mucho interés, prestar una atención reticente a las súplicas de la plebe, y después vuelve, con el mismo gesto arbitrario, a sus alturas, sin dejar entrever si en sus decisiones venideras tendrá o no en cuenta los pedidos ni sí lisa y llanamente los ha escuchado. Esa actitud exasperaba a los indios que a veces pasaban, excedidos, de la súplica a la demanda perentoria o a la amenaza. Pero era evidente que esos enojos no espantaban al prisionero. Parecía gobernar, con la simple variación de sus poses exageradas, a la tribu entera. Los asadores, que no eran los mismos de la primera vez, le deparaban la misma cortesía tranquila con que me habían atendido, pero incluso con ellos se mostraba intratable. Todavía hoy me sé preguntar si esa conducta desmedida era un rasgo de carácter o un estilo de interpretación -hoy, esta noche, tanto tiempo más tarde, en que creo saber lo que esos indios esperaban de mí, por haberlo descubierto, poco a poco, en los años que se fueron sucediendo. El prisionero lo sabía desde el principio porque, por pertenecer a alguna tribu no muy lejana, conocía la lengua de los que lo habían capturado o porque, a causa de esa vecindad, su propia tribu había sido objeto de expediciones similares y él debía estar al tanto, por habérselo oído contar a otros, de las razones de su cautiverio. Esas razones establecían, para él, un privilegio del que no se servía, hay que decirlo, con suficiente decencia; por lo que me pareció observar, la extorsión no era del todo ajena a sus manejos y aceptaba, con impudicia, toda clase de obsequios, sin sin embargo darles, a quienes se los ofrecían, la certidumbre de que sus deseos se verían realizados. En esa prebenda pasó un par de meses, hasta que una mañana de otoño en que lloviznaba, en una canoa cargada de alimentos y chucherías, desapareció remando despacio río arriba, silencioso y erguido, sin haber perdido un solo instante ese aire de malhumor y desprecio de quien se siente mal hospedado, entre gente inferior que no merece su excelsa compañía, impasible ante el clamor de la tribu que lo acompañó hasta la canoa como a un príncipe soberano, sin dejar de mostrarle, con sus actos y sus expresiones, hasta qué punto deseaban incrustarse para siempre en su consideración y en su memoria. En el otoño avanzado, en el gris parejo de la tierra, del aire, del agua y del cielo, fue desapareciendo, de a poco, en el horizonte, empastándose en él, como un espejismo más en este mundo que nos depara tantos.

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