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Con la mano sangrante escribió sobre la escarcha de la puerta unas letras. Félix las descifró al revés, rojas sobre blanco, antes de que Abby se llevara la mano a la boca con una mueca de terror, cerrara los ojos y permaneciera de rodillas, como un penitente en la Antártida. Sólo pudo escribir ajnom al .

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El Burberry's colgado como un espantapájaros se veía más animado que Abby Benjamín. Félix Maldonado lo retiró del carrito de metal y se lo puso. Subió al mirador del supermercado y encontró sobre la mesa el tablero electrónico empleado por Abby. Oprimió primero la tecla que indicaba CORTINA DE SEGURIDAD. BODEGA DE MERCANCÍAS. La oprimió apenas; lo suficiente para salir como había entrado, de barriga; no quería despertar sospechas si alguien veía la cortina levantada totalmente.

En cambio, apagó por completo las luces fluorescentes. La catedral aséptica se hundió en una oscuridad casi sagrada; sólo la escarcha de los congeladores brillaba, tenue, como minúsculas lámparas votivas.

Se coló debajo de la cortina y luego regresó a la bodega arrastrando del cuello el cadáver empapado de Sergio de la Vega. Tampoco esa presencia amortajada por Cardin debía ser motivo para interrumpir las vacaciones de Abby Benjamin en la nieve. Depositó a Sergio sobre unos cartones de detergente Ajax y se despidió de él con un gesto de desprecio divertido:

– Cuídale la tienda a Abby.

Volvió a salir por la rendija entre la cortina de metal y el piso de concreto. Caminó bajo la lluvia hasta la carretera México-Querétaro y allí esperó, con pocas esperanzas, el paso de un taxi o un camión. Unos grupos dispersos de hombres con sombreros anchos, envueltos en sarapes, ateridos, pasaron corriendo a un trote regular junto a la carretera. Esta ciudad de trece millones de habitantes carece de los medios elementales de transporte colectivo. El caballo y la rueda llegaron tarde, pensó Félix, y antes había siglos de andar a pie. Ahora el que no tiene automóvil es un paria, un tameme indígena condenado a repetir las caminatas de sus antepasados. Los vio pasar, trotando; recordó las figuras de los cuadros de Ricardo Martínez la noche de su reencuentro con Sara Klein; no los podía describir porque no se atrevía a acercarse a esas figuras de miseria, compasión y horror.

La lluvia no cejaba y limpiaba al impermeable de los galones que se había ganado en la justa contra Abby Benjamín; polvo, lodo y grasa. No era mucho pero Félix se sintió libre por primera vez desde que aceptó, en nombre de la humillación de su padre, la misión que le encomendé. Por fin había hecho algo por sí solo, sin que yo se lo ordenara o le preparase las circunstancias para obligarlo a hacer lo que yo quería pero haciéndole creer que él lo hacía por su propia voluntad. Había vengado a Sara Klein. Y no había comprometido a los humildes, Memo, Licha, la placera gorda.

Los automóviles y los camiones de materiales y subsistencias pasaron velozmente frente a él, sin hacerle caso. Solo bajo la lluvia, huésped de sí mismo, le concedió la razón a Abby, Félix Maldonado era un miserable más, uno de esos que logran apropiarse de ciertas apariencias de la prosperidad sin ser ricos. Pero todo el secreto de las sociedades modernas es ese: hacerle creer al mayor número que tienen algo cuando no tienen nada porque muy pocos lo tienen todo. Miró hacia el supermercado de Abby Benjamín del otro lado de la carretera; era la catedral de este mundo. Volvió a pensar en Sara Klein, en su enorme fe en la sociedad igualitaria de Israel, en el esfuerzo de su población, en la democracia de ese país donde una abogada comunista podía defender a los miserables como Jamil; la propia Sara había comparado todo esto con la desigualdad, la injusticia, la tiranía de los países árabes.

Ahora que estaba solo bajo la lluvia frente a las columnas rojas, amarillas y azules de Ciudad Satélite recordó mi advertencia, nadie tiene el monopolio de la violencia en este asunto, mucho menos el de la verdad o el de la moral; todos los sistemas, sea cual sea su ideología, generan su propia injusticia; acaso el mal es el precio de la existencia, pero no se puede impedir la existencia por temor al mal y esa, para Félix esa noche, a esa hora, en ese lugar, era la verdad y la concedió a los únicos que pedían ante todo la existencia, aunque el precio fuese el mal, el muchacho Jamil que amó a Sara más que Félix, los palestinos que oponían el mal de su inexistencia a todas las existencias injustas porque negaban la de ellos.

El Citroën negro, largo y bajo se detuvo frente a Félix. La portezuela negra se abrió y la mano pálida lo convocó. Félix subió automáticamente. El Director General lo observó con una sonrisa irónica. Dio una orden en árabe por la bocina y el auto semejante a un ataúd sobre ruedas se puso en marcha.

– Lo he andado buscando, señor licenciado Velázquez, ¿cómo? Pero está usted hecho una sopa. Lo voy a dejar en su hotel; dése un baño caliente y una friega, tómese un buen coñac. Va a pescar una pulmonía. Sería el colmo, después de vencer tantos peligros.

Rió con la voz alta y hueca, suspendida como un hilo de araña repentinamente cortado por unas tijeras invisibles.

– ¿Por qué me buscó? -dijo Félix vencido de nuevo, pensando que prefería la libertad de su presencia solitaria bajo la lluvia a la comodidad tibia del automóvil del Director General.

Rió; suspendió la risa; habló con una gravedad deliberada:

– Hizo usted muy mal en decir que ese Mustang era suyo. Traía veinte kilos de M + C, morfina y cocaína, en la cajuela. La policía me lo comunicó en seguida, porque usted se identificó como funcionario del ministerio. Pero hizo usted muy bien. El asunto está arreglado; le atribuyen el contrabando a un tal Sergio de la Vega, a cuyo nombre estaba el coche.

Miró con la intensidad que desmentían sus pince-nez ahumados a Félix y le sonrió con la expresión propia de las calaveras de azúcar del Día de Muertos.

– Qué bien -le repito-, ¿sí? Ya está usted identificado para siempre con el licenciado Diego Velázquez, jefe del departamento de análisis de precios. Su buena voluntad será recompensada, ¿cómo? Le espera en su hotel una invitación muy especial, para pasado mañana. No vaya a faltar.

– No voy a ningún hotel. Voy a ver a mi esposa. Ahora puedo hacerlo, al fin.

– Cómo no, señor licenciado. Lo llevaré a su casa primero.

– No, no me entiende. Voy a quedarme allí, allí vivo, con mi esposa.

El Director General dio una nueva orden por la bocina y en seguida se dirigió a Félix:

– Su invitación le espera en el Hilton.

– Se hace usted bolas. Tengo mis cosas en las suites de Genova.

– Ya han sido trasladadas al Hilton.

– ¿Con qué derecho?

– El que nos da haberle salvado gracias a nuestras influencias de una acusación de tráfico de drogas, ¿cómo?

– No oigo hablar más que de influencias.

– Claro, es la única ley vigente en México, ¿cómo? Regresará usted al Hilton. El mismo cuarto de antes. Es un frente perfecto.

– Le digo que no me entiende -dijo Félix con irritación fatigada-, este asunto ya se acabó, ya hice lo que tenía que hacer por mi cuenta, sin ayuda de nadie.

– Acabo de estar en el supermercado, ¿cómo? Confía usted demasiado en los poderes mortales de la refrigeración. El señor Benjamín sigue enfriándose. Pero esta vez para siempre. Se ve muy tranquilo con una bala en el cráneo.

Félix se sintió enfermo; se dobló sobre sí mismo para que el vómito se le escapara, no deseaba morir ahogado por su propia basca. La náusea se apaciguó cuando el Director General volvió a hablar con una voz aterciopelada, de encantador de serpientes.

– No sé qué motivos atribuye usted al difunto señor Benjamín. Es usted un hombre muy apasionado, siempre lo dije. ¡Cómo me he reído con las travesuras que le hizo al pobrecito de Simón, a la señora Rossetti en la piscina y al profesor Bernstein! Se necesita mucho culot, ¿cómo? Vamos, señor licenciado, ya pasó el tiempo de las violencias entre usted y yo, suélteme las solapas, tranquilitos todos, ¿sí?

– ¿Quiere usted decirme que Abby no mató a Sara porque la confundió con Mary? ¿No fueron los celos el móvil del crimen?

Esta vez, el Director General no interrumpió sus carcajadas; rió tanto que tuvo que quitarse los espejuelos y limpiarse los ojos con un pañuelo.

– Sara Klein fue asesinada porque era Sara Klein, mi querido. No la confundieron con nadie. ¿Qué dice Nietszche de las mujeres? Que los hombres las teman cuando aman, porque son capaces de todos los sacrificios y cuanto es ajeno a su pasión les parece desdeñable. Por eso una mujer es lo más peligroso del mundo. Sara Klein era una de esas mujeres verdaderamente peligrosas. El nombre de su amor era la justicia. Y esta mujer enamorada de la justicia estaba dispuesta a sufrirlo todo por la justicia. Pero también a revelarlo todo por la justicia. Sí, el ser más peligroso del mundo.

– Su amor se llamaba Jamil; ustedes lo mataron.

El Director General pasó por alto el comentario con una mueca de indiferencia bélica: todo se vale. Habló sin justificarse:

– Cuando visité a Sara a las diez de la noche en las suites de Genova le dije que se precaviera; le dije que Bernstein había matado al llamado Jamil cuando Jamil pretendió matar a Bernstein. El hecho era creíble en sí mismo; le sobraban razones a Jamil para asesinar a Bernstein y viceversa. Pero apuntalé mi versión pidiéndole a Sara que se comunicara telefónicamente con el profesor. Lo hizo. Bernstein admitió que estaba herido, alguien intentó matarlo esa tarde, después de la ceremonia en Palacio, pero sólo le hirió un brazo. Sara insultó a Bernstein y colgó el teléfono, sacudida por los sollozos. Ello bastó para dar crédito a mi versión de los hechos.

– Jamil ya estaba muerto y encerrado con mi nombre en una celda militar. ¿Quién hirió a Bernstein?

– Claro, fue herido ligeramente por Ayub y por instrucciones mías. Se trataba de exacerbar a Sara, hacerla romper las hebras de su fidelidad quebrantada hacia Israel y ponerla a hablar. Quel coup, mon ami! Una militante israelita como Sara Klein se pasa a nuestro bando y hace revelaciones sensacionales sobre la tortura, los campos de concentración, las ambiciones militares de Israel. Imagínese nada más, ¿cómo?

– Pensaba regresar a Israel. Tenía los boletos. Me lo dijo en el disco.

– Ah, una verdadera heroína bíblica, esa Sara, una Judith moderna, ¿sí? También me lo dijo a mí. Iba a denunciar a Israel pero desde adentro de Israel. Tal era la moralidad de esta desventurada aunque peligrosa mujer. Le di unos cachets de somníferos y le dije que descansara. Pasaría por ella para llevarla al aeropuerto la mañana siguiente. Dispuse una vigilancia frente a las suites de Amberes. Mis agentes tomaron nota de todo, la serenata, la monja. Pero no entró nadie sospechoso. Los israelitas nos engañaron. Sus agentes ya estaban dentro del hotel. Se llamaban Mary y Abby Benjamín.

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