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Al cuarto para las seis, el taxi se detuvo frente a la boutique Cronopios en Niza y pitó insistentemente. El joven Sergio salió sonriendo y despidiéndose de las empleadas del lugar. Abrió la portezuela trasera del taxi y subió. Félix montó detrás de él, sacó la.44 y la apretó contra las costillas del muchacho rubio, pequeño y elegante. Don Memo volteó la cabeza con alarma.

– No te preocupes -le dijo Félix al chofer-. Hay balas para los dos. Depende de cuál quiere morir primero. Vamos a llevar al señorito al mismo lugar donde lo llevas todos los lunes, miércoles y viernes a la misma hora. Un movimiento falso y Lichita se queda viuda.

Un sudor grasoso brotó de la frente plisada de don Memo. No dijo palabra y avanzó como caracol entre el tráfico congestionado de Niza hacia la Avenida Chapultepec. Félix miraba la nuca de don Memo pero no dejaba de apretar la.44 contra las costillas de Sergio.

– ¿Cómo está tu papá? -le preguntó al muchacho.

– Chingando a tu madre -dijo Sergio con los labios mojados y la pupila dilatada.

– No, tendría que ser muy influyente para eso -sonrió Félix-. Los hijos de millonarios no trabajan de dependientes en una boutique de lujo. Sólo logran vestirse como hijos de millonarios. No es lo mismo.

– No vayas a donde siempre, Memo, este tipo es puro jarabe de pico, ya lo conozco…

Félix estrelló el cacho de la pistola contra la boca de Sergio; el muchacho chilló y se hundió en el asiento, limpiándose la sangre de los labios con la mano. El taxi giró a la derecha en Chapultepec y pudo acelerar un poco.

– Si no te rompo la jeta es porque necesito que hables.

– Dame por muerto, cabrón -escupió Sergio.

– ¿Te sientes muy protegido por tu jefe? ¿Qué te da, además de un Mustang prestado para que le borres las pistas cuando andas de mandadero?

– Yo estoy protegido -Sergio sonrió chueco.

– Conocí a un güerito muy parecido a ti. También se sentía muy protegido. Acabó balaceado y tirado como una res en la puerta de un chofer de taxi.

– Yo nomás cumplo -murmuró don Memo-, voy a donde me dicen.

Avanzaron lentamente junto al acueducto colonial de la avenida.

– Ya lo sé -dijo Félix-. Gracias por apuntar tan cumplidamente tus llamadas. Qué chistoso que tres veces por semana al cuarto para las seis recoges a un tal Sergio de la Vega, supuesto niño bien que le lleva serenatas a las turistas gringas.

– De a tiro buey. Ya te lo expliqué. Fue una broma.

– Dos bromas. Una monja llega a pedir ayuda para sus obras de caridad y una banda de muchachos se presentan a cantar serenatas con mariachis. Las dos bromas sirven para crear una distracción en la calle mientras dentro del hotel tiene lugar la tercera broma.

– No sé de qué hablas, cuate.

– Hablo de la broma de tu jefe. La muerte de Sara Klein.

– El nombre no me suena.

– Lo que te va a sonar es un balazo en el riñon.

– Qué miedo. Haré pipí como coladera.

Félix apretó la boca de la.44 contra la nuca del chofer.

– Tu amiguito es muy reservado, Memo.

– Yo no sé nada, jefecito, tembló el viejo parecido a Raimu, a mí nomás me contratan para traer y llevar.

– Memo, los ricos están protegidos, pero a un infeliz como tú lo van a meter de por vida al tambo por complicidad en un asesinato.

– No digas nada, cornudo -dijo Sergio-. El patrón es más fuerte que este pobre diablo. No sabe nada. Nos está blofeando. No le hagas caso. Cambia de camino, te digo.

– Conozco la ruta -dijo tranquilamente Félix-. Don Memo apuntó la dirección. Sé a donde vamos. Sé a quién vamos a ver.

– Para lo que te va a servir. El patrón es influyentazo.

– ¿Como tu papá?

– Chinga a tu madre.

– Te repites, chamaco. A ver si te sigues repitiendo cuando te pongan a sufrir los de la judicial.

– No me hagas reír. ¿Por qué? ¿Por llevar serenata? ¿Por usar una vez placas ajenas? ¿Dónde vives, buey?

– No. Por andar con un coche robado.

– El patrón lo puso a mi nombre.

– Está estacionado frente a tu casa. A estas horas, la policía ya lo ubicó y te está esperando.

Por primera vez, Sergio sudó igual que don Memo.

– De qué te alarmas, Sergito. Probarás que el coche te lo dio tu patrón. No sudes. ¿Qué van a encontrar dentro del coche? ¿Es eso lo que te asusta? ¿Por eso puso tu patrón el coche a tu nombre, para que tú pagues los platos rotos? ¿Así te protege de bien?

Sergio intentó abrir la portezuela; el taxi entró al periférico en la Fuente de Petróleos y siguió la indicación hacia la carretera de Querétaro. Sergio intentó abrir la portezuela; Félix lo sujetó rodeándole el cuello con el brazo; Sergio se ahogó, tosió y cayó violentamente contra el piso del auto. Félix lo recogió como a un muñeco de trapo del cuello de la camisa. Siguió tosiendo largo rato.

– La pinche placera no tuvo tiempo, seguro que no tuvo tiempo -dijo con la voz ronca y dolorosa Sergio.

– A ver si nos espera en Cuatro Caminos -dijo nerviosamente don Memo.

– ¡No te detengas! -gritó Sergio.

Félix volvió a apretar el cañón de la pistola contra la nuca de don Memo. Sergio se entregó a un acceso de tos interminable; parecía un cupido tuberculoso.

No volvieron a hablar hasta llegar al Toreo de Cuatro Caminos. Desde una esquina, la mujer gorda, envuelta en un rebozo y con la canasta bajo el brazo, hizo una seña con la mano libre al taxi. Parecía la madre de los dioses indios, una Coatlicue de piedra, imperturbable bajo la lluvia.

– ¡No te detengas!

Don Memo frenó. La placera gorda abrió la portezuela delantera y asomó la cabeza dentro del taxi. Se detuvo al mirar a Félix, pero la mirada impasible no varió. Ni siquiera cuando vio la pistola apuntada directamente hacia su cara ancha y oscura.

– Suba, señora.

La placera se acomodó al lado de don Memo. Olía a ropa mojada y a digestión de frijoles refritos.

– ¿Qué trae esta vez en la canasta? -preguntó Félix-, ¿más pollitos? Pásemela.

La gorda prieta primero se volteó para entregarle unas llaves a Sergio.

– Toma. No pude abrir la cajuela. Los cuícos tenían rodeado el coche.

Félix le arrebató las llaves del Mustang:

– La canasta.

La placera levantó la canasta y la mostró; venía colmada de lechugas. La arrojó violentamente contra el rostro de Félix; don Memo frenó; la mujer descendió del taxi con una agilidad insospechada; Sergio intentó imitarla, pero la pistola le punzaba contra la cintura.

Don Memo arrancó; Félix forcejeó un instante con Sergio; el muchacho se rindió y Félix vio alejarse la figura de la vieja diosa azteca, bajo la lluvia gris como la tierra que pisaba. Una bruma que parecía emanar del cuerpo de la mujer la envolvió.

Félix recogió la canasta. Debajo de las lechugas estaban las bolsas de celofán impermeable con un contenido que no era lo que parecía, ni harina ni azúcar.

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El chofer disminuyó la velocidad frente al Supermercado de Ciudad Satélite. Detrás de la cortina de agua, las columnas esbeltas y triangulares de Goeritz eran el velamen de coral de un galeón hundido. Félix le ordenó a don Memo que se estacionara donde siempre lo hacía los lunes, miércoles y viernes. El viejo dio la vuelta frente a la entrada principal del enorme negocio cerrado y rodeado de estacionamientos vacíos a esta hora y se detuvo junto a la entrada de mercancías a espaldas de la carretera.

– Baja -le dijo Félix a Sergio sin apartarle la pistola de la cintura y lo siguió.

Dejó la canasta sobre el asiento del automóvil.

Don Memo asomó la cara por la ventanilla. La lluvia le esparció los escasos cabellos. Miró a Félix con una expresión de cura viejo, humilde pero disipado.

– ¿Y yo, jefecito? Aquella noche me prometiste que me ibas a pagar doble, ¿te acuerdas?

– Te voy a pagar triple -le contestó Félix-. Lárgate, Memo.

– ¿Y eso? -don Memo meneó la cabeza tonsurada hacia el asiento de atrás.

– Es tu primer premio. Haz lo que gustes. Entrégalo a la policía de narcóticos y cobra una recompensa. O véndelo por otro conducto y llévate a Licha a Acapulco. Les hace falta una vacación. Ese es tu segundo premio. Y el tercero es que te largues de aquí vivito y coleando.

Don Memo arrancó sin decir nada. Sergio miró con curiosidad a Félix.

– Entonces de veras no eres cuico…

– Ahora vas a ver quién soy. Abre la puerta.

– Sólo el patrón puede abrirla por dentro. Es un gadget electrónico. Tengo que comunicarme por el interfón.

– Anda. Oye, Sergio, recuerda que tu patrón no te va a proteger. Te va a dejar colgado de la brocha con el Mustang y la nieve.

Las pupilas de Sergio se dilataron alegremente.

– ¿Qué pasó valiente? Ahora vamos a ser dos contra uno, ¿verdad?

Sergio apretó un botón tres veces cortas y una larga. El interfón se comunicó y una voz dijo:

– Entra.

Simultáneamente, la cortina de fierro comenzó a levantarse electrónicamente. Sergio dudó un instante antes de gritar:

– ¡No, patrón, no abra, nos agarraron!

Félix se arrojó entre el piso y la cortina y disparó tres veces seguidas. Gastó dos balas; el muchacho rubio y pequeño torció por última vez los labios con el primer balazo y cayó de cara sobre el pavimento mojado. La tercera bala se estrelló contra la cortina de fierro que se cerraba silenciosamente. Félix se levantó en la oscuridad del bodegón de mercancías y caminó hacia la puerta que comunicaba con los espacios públicos del supermercado; lo guió el brillo de las luces fluorescentes más allá de la puerta.

Se apagaron de un golpe antes de que llegara a ellas. Entró en silencio a la vasta caverna oscura y hueca, y sólo pensó que este hangar comercial debía oler a todo lo que contenía pero Félix no olía nada sino una asepsia sobrenatural; el silencio, en cambio, era imposible; la hoquedad del recinto amplificaba cada paso, cada movimiento; Félix escuchó sus propias pisadas y luego una lejana tos.

Se movió a tientas entre los altos estantes; tocó latas y luego jarros y luego gritó:

– Se acabó el juego, ¿me oyes?

El eco retumbó fragmentado y líquido como las ondas de un estanque cuando una piedra choca contra el agua.

– La policía tiene el Mustang. La vieja me entregó la droga. Sergio está muerto allí afuera. Se acabó el juego, ¿me oyes?

Le respondió una bala diabólicamente certera que atravesó una botella junto a la cabeza de Félix. Oyó la ruptura del cristal y por fin olió algo: el líquido derramado del whisky. Se agachó y avanzó doblado sobre sí mismo, casi tocándose las rodillas con la cara; avanzó como un gato pero se dijo que esta era una batalla entre murciélagos en la que llevaba todas las de perder; su enemigo conocía el terreno, era el propietario de la cadena de supermercados. Félix topó contra una barrera y una pirámide de latas se derrumbó; el ruido del metal fue sofocado por la ráfaga de balas dirigidas al lugar exacto del accidente. Félix se tiró boca abajo defendido por un parapeto de mercancías.

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