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Se tapó la cara con las manos, el briquet pegó contra el piso de cemento y el cigarrillo le rodó, desamparado y desparramando un minúsculo simulacro de lava, por el pecho.

– Lo sigo -dijo Félix aplastando el cigarrillo con el talón.

El Director General suprimió los borbotones agónicos de su grito inicial. Se agachó para buscar y encontrar, a tientas, el encendedor y se reincorporó con toda su dignidad recuperada.

– Sea mi huésped -le dijo a Félix Maldonado.

37

La puerta de metal se cerró detrás de ellos. Caminaron por una galería de vidrio y fierro ventilada por chiflones de frío nocturno; olía a lluvia reciente.

Descendieron por unos escalones de fierro a un garage donde se encontraba estacionado un viejo Citroën de los años cincuenta, negro, largo y bajo. El Director General abrió la puerta y con un gesto silencioso le pidió a Félix que subiera.

Maldonado entró a la imitación de un ataúd de lujo. Su anfitrión le siguió y cerró la puerta. Se instaló mullidamente, con un suspiro, y tomó la bocina negra que colgaba de un gancho de metal.

Dio órdenes en árabe y la carroza fúnebre arrancó. Todo el espacio interior del Citroën estaba tapizado de fieltro negro, las ventanillas cubiertas por cortinas negras y dos hojas corredizas de metal pintado de negro separaban al invisible chofer de los pasajeros.

Félix sonrió para sus adentros imaginando la conversación que serían capaces de sostener, en este lugar y estas circunstancias, su anfitrión y él. Pero el Director General estaba demasiado ocupado poniéndose en los ojos las gotas que le aliviaban del fogonazo. Luego guardó el frasco en el mismo botiquín frente a los asientos de donde lo sacó y descansó la cabeza, con los ojos cerrados, sobre los cojines del respaldo.

Habló como si no hubiese sucedido nada durante la hora anterior, con un tono de cortesía extrema. Diríase que ambos se dirigían a un banquete o regresaban juntos de un entierro. Con tonos de afabilidad modulada, el Director General recordó su vida de estudiante en La Sorbonne. Allí formó lazos de amistad imperecederos, dijo, con la élite del mundo árabe. Le abrieron las puertas de una sensibilidad junto a la cual la del Occidente le pareció roma y pobre; añadió que, sin los árabes, el mundo occidental carecería de su propia cultura, pues las herencias griegas y latinas fueron destruidas o ignoradas por los bárbaros, conservadas por Islam y diseminadas desde Toledo a la Europa medieval. Los hijos de los palestinos ricos estudiaban en Francia; le hicieron comprender que su diáspora, por actual y tangible, era peor que la de los judíos, iniciada dos mil años antes. Los palestinos eran las víctimas contemporáneas del colonialismo en las Tierras de Dios y vivían ahora mismo el destino que los judíos sólo evocaban y que jamás hubiese pasado del estado de una vaga nostalgia sionista si Hitler no los convierte, de nuevo, en mártires. Pero mientras los judíos sólo eran ricos banqueros, prósperos comerciantes y laureados intelectuales en la Alemania pre-nazi, los palestinos ya eran víctimas, prófugos, exiliados de la tierra que ellos y sólo ellos habitaban realmente.

– El Medio Oriente es una geografía apasionada -murmuró-, y basta entrar a ella para compartir sus pasiones, incluyendo la violencia. Pero la violencia del Occidente moderno se diferencia de todas las demás porque no es espontánea, sino rigurosamente programada. El colonialismo occidental la introdujo en el Medio Oriente; el proyecto sionista es su prolongación. La violencia palestina es otra cosa: una pasión. Y la pasión se consume en el instante, no es un proyecto sino una vivencia inmediata, inseparable de la religión con todo lo que ello implica. En cambio, el sionismo es un programa que por fuerza se separa de la religión a fin de ser compatible con el proyecto laico de Occidente cuya violencia comparte. Considere usted, amigo Velázquez. Palestina ya estaba habitada. Pero para los judíos de Europa, todo lo que no era Europa, era, como lo fue para el colonialismo europeo, ocupable. Es decir, colonizable ¿sí? Los judíos obligaron al mundo árabe a pagar el precio de los hornos nazis; el resultado fue fatal: los palestinos se convirtieron en los judíos del Medio Oriente, los perseguidos de la Tierra Santa. Pero Israel carga la penitencia en la culpa. Poco a poco, los israelitas se orientalizan y, como los árabes, se empeñan en una lucha que ya no será laica sino también religiosa, pasional e instantánea. La orientalización de Israel hace inevitable una nueva guerra, quizás muchas guerras sucesivas, pues la política oriental sólo concibe la negociación como resultado y jamás como impedimento de la guerra.

Félix no quiso decir decir nada. Llegaba vacío al final de una aventura en la que no sabía si actuó de acuerdo con una voluntad, propia o ajena, o si sólo fue objeto ciego de movimientos azarosos que no dependían de la voluntad de nadie.

El Director General le palmeó la rodilla:

– Bernstein debe haberle dado sus razones. No abundaré en las mías. Debe usted pensar lo mismo que el pobrecito de Simón, usted es mexicano, ¿qué le va ni le viene todo esto? Se trata de cumplir un encargo y ya, ¿cómo? Pero sus amigos tienen razón. El petróleo mexicano será una carta cada vez más importante en una situación de guerra permanente en el Mediterráneo oriental. De allí, ¿cómo?, todos nuestros esfuerzos. Es inútil aislarse, señor licenciado. La historia y sus pasiones se cuelan por la rendija universal de la violencia. ¿Estudió usted a Max Weber? El medio decisivo de la política es la violencia. Y como todos, personalmente, poseemos una dosis más o menos amaestrada de violencia, el encuentro es fatal; la historia se convierte en justificación de nuestra violencia escondida. Dirá usted que habló por mí. Piénselo. En este momento se siente exhausto y quiere dar por terminado todo esto. Lo entiendo. Pero le exijo que se pregunte si no queda en usted una reserva personal de violencia, totalmente ajena a la violencia política que le circunda, y que se propone aprovecharla para averiguar lo único que sólo usted puede averiguar, ¿cómo?

Félix y el Director General se miraron largamente en silencio; Maldonado sabía que su propia mirada era algo vacío, opaco, sin comunicación; los espejuelos del Director General, en cambio, brillaban como dos estrellas negras en el seno negro del viejo Citroën.

– Vamos -sonrió el Director General-, creo que llegamos. Perdone mi palabrería. En realidad, sólo deseaba decirle una cosa. La crueldad siempre es preferible al desprecio.

Corrió una de las cortinillas del automóvil y Félix pudo ver que se acercaban al puente de piedra de Chimalistac. El alto funcionario volvió a reír y dijo que los españoles habían aprendido de los árabes que la arquitectura no puede estar en pugna con el clima, el paisaje o las almas. Lástima, añadió, que los mexicanos modernos hayan olvidado esa lección.

– Toda la ciudad de México debía ser como Coyoacán, de la misma manera que toda la ciudad de París, en cierto modo, es similar a la Place Vendóme, ¿cómo? Hay que multiplicar lo bello, no aislarlo y aniquilarlo como por desgracia hacemos nosotros.

El auto se detuvo y el tono del Director General volvió a la sequedad hueca.

– Descanse. Repose. ¿Sí? Cuando se sienta bien, regrese a su oficina. Le esperamos. Es el mismo cubículo de antes. Maleníta le aguarda ansiosa. Pobrecita. Es como una niña y necesita un jefe que sea como su papá. Le cobrará la quincena puntualmente, sin que necesite usted desplazarse y hacer colas. Y cada mes, pase a ver a Chayito mi secretaria. Las compensaciones no pasan por la contaduría pública del ministerio.

Abrió la puerta e invitó a Félix a descender.

– Baje, licenciado Velázquez.

– Hay una cosa que no me ha explicado. ¿Por qué me dijo en la clínica que Sara Klein había asistido a mi sepelio?

La mirada del Director General pareció por un segundo ciega como la arena. Luego suspiró.

– Recuerde mis palabras. Dije que Sara Klein también acudió a la cita con el polvo. En este carnaval de mentiras, señor licenciado, admita al menos una verdad metafórica, ¿cómo?

Brilló el anillo matrimonial de este hombre de vida privada inimaginable. Se le ocurrió a Félix que las ocho mujeres de Barba Azul, incluyendo a Claudette Colbert, no tenían nada que envidiarle a la señora del Director General.

– Baje, licenciado Velázquez. Yo voy a seguir. Y dígale a su amigo Timón de Atenas que recapacite en las palabras de Corneille, con algunos cambios toponímicos. Rome a pour ma ruine une hydre trop fertile; une tete coupée en fait rendtre mille.58 ¿Ve usted? Yo también tengo mis clásicos.

58. Para mi ruina reserva Roma una hidra demasiado fértil; de una cabeza cortada habrán de renacer mil. Cinna, iv, 2, 25.

Félix descendió sin darle la mano. Pero desde la banqueta introdujo las dos manos abiertas en el auto, mostró las palmas con sus signos de vida, fortuna y amor cerca de los espejuelos ahumados del Director General y le dijo con saña:

– Mire. Hay algo que se les olvidó. Tengo mis manos. Tengo mis huellas digitales. Puedo probar quién soy.

El Director General evitó esta vez la risa seca y alta.

– No. También pensamos en eso. Nos reservamos para la próxima vez rebanarle las yemas de los dedos, señor licenciado. Siempre hay que tener un as en la manga. La crueldad debe ser gradual. Pero estoy seguro de que no se expondrá más a nuestra cirugía, ¿cómo?

Cerró la puerta y el Citroën arrancó. Félix estaba frente a la puerta de mi casa en Coyoacán.

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