Entró al baño y cerró la puerta.
Félix la condujo hasta la puerta de las suites de Génova a las dos de la mañana. El portero les abrió y ella dijo que tenía el auto en un estacionamiento de la calle Liverpool, caminaría, no quería caminar con Félix por la calle a estas horas. Félix le contestó que andaban sueltos muchos júniores borrachos en convertibles por la Zona Rosa, a veces llevaban mariadús y daban serenatas frente a los hoteles, para seducir a las gringuitas pero Mary no dijo nada.
Se besaron en las mejillas, indiferentes al indio viejo que tiritaba de frío, envuelto en un sarape gris, junto a la puerta de cristal entreabierta.
– Diez años es mucho tiempo, Félix -le dijo cariñosamente Mary-. Lástima que tengamos que esperar otros diez, hasta que se nos salga toditito el veneno del cuerpo. Pero para entonces ya estaremos medios machuchos.
– ¿Sabes algo de mi muerte? -preguntó Félix con una sonrisa chueca y las manos sobre los hombros de Mary, obligándola a girar para que el portero la viera bien.
– Ya viste que no te pregunté nada.
– Me reconociste.
– ¿Tú crees? No, señor Velázquez. Eso fue lo bueno de esta aventurita. No sé si me acosté con un impostor o con un fantasma. Todo lo demás no me interesa. Chao.
Se fue caminando como una pantera negra, lúbrica y perseguida.
– ¿Es la monja? -le preguntó Félix al portero.
– No. La religiosa tenía otra cara.
– ¿Pero has visto antes a esta mujer?
– Eso sí.
– ¿Cuándo?
– Estuvo aquí a pasar la noche hace ocho días.
– ¿Sola?
– No.
– ¿Con quién?
– Un señor patilludo y bigotón, con la cara como jitomate.
– ¿Recuerdas la fecha?
– Cómo no, señor. Fue la misma noche que se murió la señorita en el 301. Cómo voy a olvidar.
A las diez en punto de la mañana, Félix Maldonado mordía con cara de deber religioso un bagel con salmón ahumado y queso crema cuando Rosita entró al Café Kinneret.
Félix no tuvo tiempo de asombrarse ni de la ausencia de Emiliano ni del extraordinario atuendo de la muchacha. En vez de sus eternas minifaldas y medias caladas, que le daban un aire pasado de moda sin que ella lo sospechase o quizá era intencional, de todos modos las modas llegaban con retraso a México y entre que se estrenaban en las Lomas de Chapultepec y percolaban para instalarse en la Colonia Guerrero pasaban lustros y Ungaro ya inventando líneas siberianas o manchús, la muchacha con cabecita de borrego negro traía puesto un hábito de penitente carmelita, burdo, ancho, largo y con muchos escapularios colgándole sobre las bubis por primera vez escondidas.
Se había lavado la cara y entre las manos traía un velo negro, un misal y un rosario blancos.
Rosita tampoco le dio tiempo a Félix de hablar.
– Pícale, Feliciano. El taxi está esperando afuera.
Félix dejó un billete de cien pesos sobre la mesa y siguió a la muchacha a la esquina de Genova y Hamburgo. Abordaron el taxi. Félix buscó la cara del chofer en el retrovisor. No era don Memo de grata memoria.
– El Maestro no tomó el avión -dijo Rosita cuando el taxi se puso en marcha.
– ¿Dónde está?
– No te angusties. Emiliano lo anda siguiendo desde que salió de su casa.
– ¿Iba con retardo?
– Mucho. Nunca hubiera pescado el avión.
– ¿A dónde vamos?
– Pregúntale al chofer. ¿A dónde irías tú, Feliciano? -sonrió Rosita con su cara más mustia.
– A la Villa de Guadalupe -dijo Félix en voz alta.
– Cómo no, señor -contestó el chofer-, ya me lo dijo la señorita, al santuario de la morenita, más rápido no puedo ir.
Rosita no se regodeó en su triunfo. Fingió una piadosa lectura del misal y Félix observó la imagen de la Virgen de Guadalupe metida dentro de un huevo de cristal que se columpiaba suspendido cerca de la cabeza del taxista. Estalló en carcajadas.
– ¿Sabes una cosa, chatita? Cuando los conocí me dije que el jefe se rodeaba de asistentes bien raros.
– Cómo no, Feliciano -dijo Rosita sin levantar los ojos del misal y tendiéndole el rosario a Félix-. ¿Ves que bien ensartadas están las cuentas? No hay cabo suelto.
Se abrieron paso entre la multitud cotidiana que llega de todas partes de México al sitio que junto con el Palacio Nacional pero acaso más que la sede de un poder político más o menos pasajero es el centro inconmovible de un país fascinado por su ombligo, quizás porque su nombre mismo significa ombligo de la luna, angustiado por el temor de que el centro y sus cimas, la Virgen y el señor Presidente, se desplacen, se larguen enojados como la Serpiente Emplumada y nos dejen sin la protección salvadora que sólo nos dispensan esta mamá y este papá.
Caminaron entre los penitentes que avanzaban con lentitud, muchos de rodillas, con los brazos abiertos en cruz, precedidos por muchachillos sin empleo que les iban colocando hojas de revistas y periódicos ante las rodillas para que se rasparan menos y con la esperanza de ganarse unos pocos centavos, otros con coronas de espinas y pencas de nopal sobre el pecho, muchísimos curioseando porque había que visitar a la Virgen aunque no hubiera cumplido lo que le pidieron allá en Acámbaro, Acaponeta o Zacatecas, novios bebiendo pepsis y familias fotografiándose sobre telones pintados con la imagen de la Virgen y el humilde tameme al que se le apareció, danzantes indígenas con chirimías, penachos de plumas y huaraches con suela de llantas Goodrich, vendedores de estampas, medallas, rosarios, misales, veladoras; Rosita adquirió rápidamente una veladora amarillenta de mecha corta y Félix entró antes que ella al platillo volador anclado en el centro de la plaza, la nueva Basílica de cemento y vidrio que sustituía a la pequeña iglesia de roja piedra volcánica y torres barrocas que se estaba hundiendo a un lado, como un pariente pobre.
Emiliano los vio entrar y movió enérgicamente la cabeza hacia el altar y la pintura de Nuestra Señora de Guadalupe milagrosamente impresa sobre el sayal de un indio crédulo que con su fe de floricultor azteca rendida ante la evidencia de un manojo de rosas en pleno diciembre convirtió de un golpe al cristianismo a los millones de paganos sometidos por la conquista española y hambrientos más que de dioses de madre; Madre pura, Madre purísima, canturreaban los miles de fieles humildes como el primer creyente en la Virgen Morena, Juan Diego, modelo secreto de todos los mexicanos: sé sumiso o finge serlo y la Virgen te cubrirá con su manto, ya no tendrás frío ni hambre ni serás el hijo de la puta Malinche sino de la inmaculada Guadalupe.
Bernstein estaba hincado frente al altar. Prendió una vela y se acercó arrodillado a un tablero lleno de exvotos pintados a mano, mandas cumplidas, gracias por salvarme cuando el Flecha Roja se fue por un barranco en Mazatepec, gracias por devolverle el habla a mi hermanita muda de nacimiento, gracias por haberme dado el gordo en la lotería, lleno también de ofrendas a la Virgen, medallitas, corazones de Jesús de plata y de hojalata, anillos, pulseras, cordones. Cuando Bernstein alargó la mano para recoger el anillo que colgaba de un ganchito entre las demás ofrendas, Félix le detuvo el brazo gordo y fofo.
– No lo reconocí sin su gorrito y su Talmud -dijo Félix. Bernstein crispó los dedos, rozando el anillo de piedra blanca como el agua.
– Bienvenido a nuestro Baubourg sagrado, Félix -contestó con humor nervioso el profesor-. Y suéltame. No estamos solos.
– Ya lo veo. Debe haber tres mil personas aquí.
– Y una de ellas se llama Ayub. Suéltame, Félix. Tú eres judío como yo. No te pases a nuestros enemigos.
– Mi enemigo es el asesino de Harding.
– Fue el cambujo. Le dije que no quería sangre. Negro imbécil.
– El capitán era un hombre bueno, doctor.
– No cuenta, Félix, se juega algo más importante.
– No hay nada más importante que la vida de un hombre.
– Ah, por fin encontraste a tu padre. Llevas años buscandolo, desde que te conozco. Yo, y por eso te hiciste judío, Cárdenas, y por eso defiendes el petróleo, el Presidente en turno, y por eso te hiciste burócrata…
– Y usted encontró a su madrecita guadalupana, ¿no es cierto?
– Suéltame…
La cara de helado de vainilla de Bernstein se derretía hacia la coladera de una sonrisa misteriosa. Una penitente carmelita se acercó de rodillas al retablo de los milagros, canturreando y santiguándose repetidas veces, con un velo negro sobre la cabeza y una veladora prendida en la mano. Cesó de santiguarse para tomar el anillo, sin dejar de canturrear Oh María Madre mía oh consuelo del mortal, y enterrarlo en la cera de la veladora, amparadme y llevadme a la corte celestial, canturreó Rosita, se levantó y se fue caminando con la cabeza baja y la veladora en la mano.
Bernstein se zafó de Félix con una fuerza desesperada; no se libró del empujón de Maldonado que lo lanzó como una pelota desinflada contra la multitud que se acercaba constantemente al altar, presionando en sentido contrario al de la trayectoria incontrolada del profesor; Bernstein fue a estrellarse contra el ataúd de cristal de un Cristo yacente: la cara y las manos de cera bañadas en sangre; el cuerpo cubierto por un manto de terciopelo y oro.
El desconcierto de los fieles se convirtió en amenaza muda; Bernstein estaba tirado de espaldas contra el ataúd de vidrio quebrado por el golpe, el vidrio rajado parecía una herida más en el cuerpo santo, los ojos negros, velados, bovinos miraron con odio los ojos de náufrago de Bernstein, claros como la piedra del anillo que se alejaba enterrado en cera, las mujeres enrebozadas, los hombres con camisolas blancas, los niños de overol que se agolpaban en busca de la imagen bienhechora de la Virgen y encontraban en su camino a un extranjero gordo, confuso, que profanaba el altar, la muerte del hijo de la Virgen.
Félix miró la transformación instantánea de las máscaras de fe, devoción y bondad sumisa en algo que era el rostro de la violencia, el terror y la soledad reunidas en el momento en que varias manos le tomaron de los hombros y los brazos; olió el perfume de clavo y la voz de Simón Ayub le dijo al oído, caliente y aromática:
– Te dije que me debías el descontón, pendejo.
Un coro de voces autoritarias, los Caballeros de Colón vestidos con frac y los tricornios emplumados bajo los brazos, entonó somos cristianos somos mexicanos guerra guerra contra Lucifer.
«Así serás bueno, pinche enano», logró decir Félix amarrado a la silla frente al reflector que le calcinaba los ojos forzadamente abiertos por los dos palillos de dientes quebrados a la mitad y enterrados en los párpados antes de que Ayub lo silenciara con otra bofetada sobre la boca sangrante y los dos gorilas apestosos a cerveza y cebolla lo relevaran nuevamente para golpear el vientre de Félix, patearle las espinillas, hacer que la silla cayese y luego seguir pateándole los riñones y la cara untada sobre el cemento frío de esta pieza desnuda de todo menos esa silla, ese reflector y esos hombres.