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Angélica viajaba sólo con un nécessaire en la mano y subió con su marido a una limousine Cadillac manejada por un chofer sudoroso bajo la gorra de lana gris. Félix subió al Pinto y los siguió. Tomaron directamente hacia la supercarretera en dirección de Houston.

La limousine se detuvo frente a la blanca elegancia del Hotel Warwick y los Rossetti descendieron. Félix fue hasta el lote vecino a estacionarse. Caminó con la maleta en la mano y entró a la suavidad refrigerada del hotel. Los Rossetti se estaban registrando. Félix esperó hasta que el ayudante de la recepción los condujo a pie por el vestíbulo a la izquierda de las boutiques de lujo. Significaba que iban a habitar una de las recámaras de la media luna que daba sobre la piscina. El chofer sudoroso entregó las maletas de Rossetti al portero, tenían las etiquetas del vuelo México-Houston amarradas aún; Félix se acercó a la recepción. El empleado le dijo al botones que llevara las maletas del señor Rossetti al número 6. Félix pidió una recámara ubicada frente a la piscina, le gustaba nadar temprano.

– De noche también si gusta -le dijo en español el empleado chicano-. El swimming pool está abierto hasta las doce de la noche. Hay facilidades para organizar parties en las cabañas.

– ¿Está libre el 8? -Félix apostó sobre la alternancia numérica de los cuartos de hotel.

El chicano le dijo que sí. El botones le llevó la maleta y abrió las ventanas para que el huésped admirara la terraza privada de la habitación y la vista sobre la piscina. Salió después de explicar el funcionamiento del termostato.

Félix se desvistió pero no se atrevió a darse la ducha que reclamaba su cuerpo pegajoso como un caramelo chupado. Se mantuvo junto a la puerta comunicante con la habitación número 6, tratando de escuchar. Sólo le llegaron pequeños ruidos de vasos, pisadas sofocadas, cajones abiertos y cerrados y una vez la voz destemplada de Angélica, no, ahora no, después de la forma como me recibiste y la respuesta inaudible de Rossetti.

Luego la puerta de la recámara contigua se abrió y cerró. entreabrió la suya y miró al pasillo. La figura alta y elegante de Mauricio Rossetti se alejaba. La duda paralizó a Félix. Si Rossetti llevaba encima la piedra del anillo de Bernstein, no le sería a Félix imposible recuperarla, pero sí más difícil. Fue hasta la cama y se puso rápidamente los calzóncillos, dispuesto a seguir a Rossetti; después de todo, el secretario privado salía del hotel y su mujer se quedaba. Al inclinarse, vio el reflejo en la ventana entreabierta sobre la terraza.

Dos manos en la terraza vecina se agarraban con tensión al barrote de fierro pintado de azul claro, inconscientes del juego de reflejos propiciado por la noche repentina. En el dedo de una de esas manos estaba el anillo con la piedra clara y luminosa.

Esperó. Quizás Angélica se dormiría y bastaba salvar el bajo parapeto que separaba las dos terrazas. La puerta de los Rossetti volvió a abrirse y cerrarse. Félix miró a Angélica alejarse descalza y vestida con una bata blanca. Maldonado salió a la terraza después de apagar las luces de la recámara, La señora Rossetti llegó al borde de la piscina, se quitó la bata, apareció en bikini y se clavó en el agua. Félix tomó la bata blanca que colgaba en el baño, metió la llave de la habitación en la bolsa y caminó de prisa hacia la piscina.

Angélica había salido de la piscina y subió al trampolín. Volvió a clavarse. Félix arrojó la bata a un lado y se zambulló en dirección contraria a la de ella.

El agua era demasiado tibia y la piscina estaba iluminada con claraboyas de luz sumergidas. Félix mantuvo los ojos abiertos a pesar de la irritación del cloro; vio a Angélica, lavada para siempre de la máscara de Sara Klein, nadar bajo el agua hacia él, con los ojos cerrados y movimientos regulares de los brazos y los tobillos.

Félix giró apenas, la tomó del cuello y Angélica debió dar un grito de tiburón herido; el agua quebrada como cristal los liberó y disparó hacia la superficie abrazados en una figura de Laocoonte, aunque en este caso cada cual podía creer que el otro era la serpiente.

Félix tuvo que imaginar el terror de la mirada de Angélica; le tapó la boca con la mano y volvió a hundir a la mujer en el agua; sintió un vencimiento similar al de los cuerpos femeninos que resisten el asalto del hombre para salvar las formas y en seguida se rinden; agarró con fuerza la mano de Angélica y le arrancó el anillo; en otras circunstancias, esta mujer decidida y atlética que nadaba todos los días con Ruth en el Deportivo Chapultepec se hubiera defendido mejor; ahora no supo ofrecer resistencia y Félix volvió a abrazarla para sacarla de la piscina.

El contacto con el cuerpo casi inánime lo excitó, hay mujeres que son más bellas inmóviles y Angélica, agresiva y llena de modales de señora bien en la vida diaria, parecía una diosa salvada del mar, orgullosa, solitaria y sensual, cuando Félix la abandonó, desvanecida, al borde de la alberca.

No le sobraba tiempo; se vistió, salió del hotel y volvió a arrancar en el Pinto. En la supercarretera rumbo a Galveston exploró la piedra redonda como una canica, clara como el agua de la piscina pero quebrada en miles de destellos minúsculos. Sólo en los momentos en que un auto lo rebasaba, iluminándolo desde atrás, se atrevía a levantar la piedra entre el pulgar y el índice, mirarla, buscarle inútilmente una fractura. Viajaba a noventa millas por hora y no tenía tiempo.

Cuando se detuvo frente a la casita de madera gris del capitán Harding, probó que la piedra correspondía perfectamente a la montura del anillo de Bernstein y volvió a engarzarla en su sitio, original. Se burló de esta idea; ¿por cuántas monturas habría pasado este objeto indescifrable cuyo secreto, estaba seguro de ello, habría de resultar tan obvio como la carta robada de Poe?

Harding lo esperaba. Le comentó sin dramatismo que el capitán del Alice y el marinero pecoso estaban detenidos, acusados de conspiración, usurpación de funciones, engaño, falsas apariencias, el libro entero, dijo. Cargos no faltaron, añadió Harding, y hasta logró darle un puñetazo en la boca al pecoso cuando admitió que se había encargado de cambiar entre Coatzacoalcos y Galveston, las letras blancas de la Popa del buque suspendido sobre unas tablas de pintor. El Emmita zarpaba a las seis de la mañana. Estaría en Coateacoalcos dentro de las cuarenta y ocho horas. ¿Qué se le ofrecía?

– ¿Te cabe este anillo en el dedo, capitán?

Harding observó la piedra con reticencia y se la probó,

– Sí, pero los muchachos se van a reír de mí. Voy a parecerme a Lala Palooza con una gema así.

– ¿A quién?

– ¿No leíste los monitos de chico? No importa. No es de tu época. No te preocupes. Pensar que me insultaron de esa manera, mi barco, mi nombre, mi reputación, todo. A los viejos enfermos los retiran. Amigo, yo quiero al Emmita como a una mujer. No tengo nada más en la vida. Es como si estos bastardos me la hubieran culeado. ¿A quién le entrego el anillo?

– ¿Conoces La tempestad?

– Todas -rió el viejo.

– Un muchacho y una muchacha te esperarán en el muelle. Te preguntarán si vienes de parte de Próspero y les dirás que sí. Te preguntarán dónde está Próspero y dirás en su celda. Entrégales el anillo.

– Próspero -repitió Harding-, en su celda.

– El mar tiene tristezas, ¿verdad, Harding?

– Igual que una madre que sobrevive a sus hijos -contestó el viejo.

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No le costó explicarse el movimiento de entradas y salídas en la recámara de los Rossetti. Dejó abierta su propia puerta cuando regresó de Galveston y me llamó por teléfono a México para comunicarme las citas de The Tempest. Antes de colgar añadió con una mezcla de desafío y humor muy propios de mi amigo Félix Maldonado:

– Your sister's drown'd, Laertes.32

– Too much of water bast thou, poor Ophelia33 -le contesté porque no me iba a dejar apantallar por la cita, pero también porque era mi manera de darle a entender que igual que él mis emociones personales se mezclaban con mis obligaciones profesionales pero tanto Félix como yo debíamos mantenerlas separadas-. And therefore I forbid my tears34

32. Tu hermana está ahogada, Laertes. Hamlet, iv, 7, 165.

33. Tienes demasiada agua, pobre Ofelia. Hamlet, iv, 7, 186.

34. Y en consecuencia prohibo mis lágrimas. Hamlet, iv, 7, 187.

Apartó la bocina de la oreja y la acercó a la puerta abierta para que yo escuchase el movimiento de doctores, enfermeras, aparatos de reanimación y los olores de alcohol e inyecciones me llegasen por teléfono de Houston a México. Fui yo quien colgué.

Félix durmió tranquilamente; tenía indicios suficientes de que en esa relación Angélica llevaba la voz cantante y Rossetti no daría un paso hasta que la mujer se aliviara. Un ahogado muere en seguida o se salva en seguida; la muerte por agua no admite crepúsculos, es una noche negra e inmediata o un día luminoso como este que Félix descubrió al correr las cortinas. Un viento del norte barrió las nubes pesadas hacia el mar y limpió el perfil urbano de Houston. Yo tuve que soñar pesadamente con mi hermana Angélica flotando muerta en un río, como una sirena silvestre cubierta de guirnaldas fantásticas.

A las tres de la tarde, los Rossetti salieron de su habitación. Angélica se apoyó firmemente en el brazo de su marido y los dos abordaron el Cadillac listo a la entrada del Warwick. Félix volvió a seguirlos en el Pinto. La limousine se detuvo frente a un edificio disparado hacia el cielo como una saeta de cobre cristalino. La pareja descendió. Félix estacionó en plena avenida para no perderlos de vista y entró al edificio cuando los Rossetti tomaban el elevador.

Tomó nota de las paradas en el tablero y luego consultó e1 directorio del edificio para cotejar los pisos en los que el ascensor se detuvo con los nombres de las oficinas en cada uno de ellos. La tarea le fue facilitada porque los Rossetti tomaron el directo a los pisos superiores al 15. Pero de falta de variedad no pudo quejarse: financieras, compañías de importación y exportación, firmas de arquitectos, bufetes de abogados, aseguradoras, empresas navieras y portuarias, empresas de tecnología petrolera, relaciones públicas.

Calculó que la importancia de la misión del matrimonio Rossetti los conduciría al último piso, el treintavo, reservado para penthouses ejecutivos. Pero esa era la deducción más fácil y seguramente la pareja la había previsto. Félix leyó los nombres de las oficinas del penúltimo piso. Otra vez los apellidos de abogados unidos en listas kilométricas por las cadenas de culebrillas jerárquicas amp; amp; amp;, Berkeley Building Associates, Conally Interests, Wonderland Enterprises Inc.

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