Quedé medio loco. Me di cuenta de que contaba con algo más que su cuerpo, que su cuerpo era algo imperfecto respecto de un nuevo elemento que acababa de aparecer: su automóvil. Y entonces empezó el gran período en el que yo esperaba verla aparecer en su automóvil; lo esperaba con tanta fuerza, con tanta convicción, que la vi aparecer dos veces. Una vez fue en la costanera, una tarde de lluvia: yo estaba acodado en la baranda, mirando cómo caía la lluvia sobre el río guarecido apenas bajo un árbol, pensando "Ahora va a llegar ella con el automóvil y va a llevarme. Ahora", y me di vuelta de golpe para ver el gran coche azul que avanzaba desde Guadalupe por la gran costanera desierta, lentamente. Tardó muchísimo en llegar, creciendo gradualmente desde el horizonte gris, y a medida que se aproximaba yo podía ver el movimiento regular del limpiaparabrisas arrasando las gotas que caían sobre el parabrisas enturbiando el rostro que vigilaba el camino a través del vidrio. Pasó de largo y no era ella. Y la segunda vez, una siesta de enero, yo cruzaba una calle también completamente desierta, y en el momento en que pienso "Ahora el coche de ella va a doblar en la esquina y va a venir hacia aquí", oí el chirrido de unos frenos y vi aparecer desde la esquina el coche azul a toda velocidad, bramando sobre el asfalto hirviente. También pasó de largo, y tampoco era ella. Pero me di cuenta de que estaba empezando a manejar el poder de evocar ese coche azul y traerlo hasta donde yo estaba, desde doquiera que el coche estuviese.
La vi cinco veces más en ese año, siempre a pie. De todas las largas guardias que hacía por los alrededores de su casa logré verla una vez sola. Salió de su casa, cruzó la calle corriendo, y entró en una casa de la vereda de enfrente. Estaba con los pantalones blancos y la blusa blanca. Esperé tres horas que volviera a salir pero no reapareció. Durante esas tres horas anocheció. Vi tantos manchones blancos cruzar la oscuridad fugazmente, entre los árboles negros, que la millonésima vez que me pareció verla decidí que estaba haciendo el papel de imbécil y me fui a dormir. La segunda vez fue en un cine: entré en la oscuridad y me senté y cuando se encendieron las luces vi que ella estaba en la butaca de al lado. Tenía un sacón de piel y el cutis más blanco, porque era pleno invierno. Me pareció que enrojecía cuando se dio cuenta quién era el tipo que tenía al lado. Después que apagaron las luces estuvimos toda la película rozándonos el codo en el apoyabrazos de la butaca y si a la salida alguien me hubiese preguntado cómo se llamaba la película que vi y de qué se trataba me habría quedado más mudo que una piedra. Diez minutos antes de que la película terminara ella se levantó y se fue. La tercera vez fue en el bar de la galería: llegamos juntos a la caja, ella desde el patio, yo desde la calle, y le cedí el lugar para que sacara el vale de consumición, aunque yo había llegado a la caja un segundo antes. Ella pidió una naranja Crush y un perro caliente. Se los llevó a la mesa y yo me quedé tomando mi café en el mostrador, echándole de vez en cuando alguna mirada disimulada, pero ella estaba de espaldas, de modo que no me veía. Cuando me di vuelta por última vez para mirarla, comprobé que había desaparecido. La cuarta vez que la vi, yo pasaba en colectivo y ella estaba parada en una esquina. La miré por el vidrio trasero hasta que desapareció de mi vista. Un mes después era yo el que estaba parado en una esquina y ella la que pasó en colectivo. Después no la vi más por muchos meses, y al fin me olvidé de ella.
Cuando el concierto para violín terminó, dejé de pensar en Perla Pampiglioni y me encaminé al ventanal. Ernesto apagó el tocadiscos.
– Qué silencio -dijo.
Estábamos en un cubo iluminado. Afuera estaban la llovizna, los árboles negros, y el lago del parque. Tuve la sensación, por un momento, de que el cubículo de luz flotaba en el vacío, sin derramar un solo rayo de su luz gélida hacia el espacio negro, dotado de una claridad sin titilaciones, y moviéndose en un lento errabundeo. Ernesto se sentó.
– ¿Qué has hecho durante todo este tiempo? -dijo.
Me volví desde el ventanal y me senté frente a él.
– Nada -dije.
– ¿Has leído? -dijo Ernesto.
– Sí -dije.
– ¿Has hecho el amor? -dijo Ernesto.
– Sí -dije.
– Yo en cambio no he hecho más que tratar de traducir este maldito libro -dijo Ernesto.
– Y habrás mandado varios hombres a la cárcel, también, supongo -dije.
– No. En este tiempo, a ninguno -dijo Ernesto.
Después hicimos silencio otra vez, por unos diez minutos. Durante ese tiempo, Ernesto no dejó de mirarme ni un segundo. Estaba tan hundido en el sillón que me pareció que no iba a poder levantarse más. Que iba a quebrarse en dos y morirse ahí sentado. Lo contemplé con una especie de extrañeza; tenía los ojos entrecerrados y el vaso de whisky en la mano, y de pronto hizo un movimiento leve y el hielo tintineó contra las paredes del vaso. Ese tintineo me llenó de horror; no supe por qué, pero tuve un ataque de horror súbito y deseé hablar, decir algo para que ese tintineo se perdiera entre el sonido de las palabras. Ernesto me escuchaba, pero parecía ausente.
– He pasado un mal verano -le dije-. Muy mal verano. Me he quedado noches enteras sentado en el patio, mirando las estrellas, y he visto cosas extrañas en el cielo. He visto unos signos en el cielo que me llenaron de miedo. No se lo he dicho a nadie todavía. Es la primera vez que se lo cuento a alguien. He visto que las estrellas se movían y una noche vi la luna llena de tigres y de panteras que se hacían pedazos y ensangrentaban el cielo todo alrededor de la luna. Después vi una carroza que bajaba del cielo al infierno, cargada de gente conocida que todavía no ha muerto.
No había visto nada de eso, pero había esperado verlo. Lo único que había visto era un millón de mujeres desnudas flotando en el espacio negro y emitiendo un resplandor azulado.
– Se ven cosas todavía peores, y no precisamente en el cielo -dijo Ernesto, incorporándose algo en el asiento y tomando un trago de whisky.
Estuve una hora más en su casa y después me fui a dormir. Todavía lloviznaba. Atravesé una ciudad muerta y negra y cuando crucé en diagonal la Plaza de Mayo vi otra vez el edificio de Tribunales convertido en una masa negra llena de refulgencias. Los zapatos se me llenaron de un barro rojizo y tuve que secarme la cara y la cabeza y los píes húmedos cuando me acosté entre las sábanas heladas. Tirité durante media hora, sin poder conciliar el sueño, y me masturbé para entrar en calor. Lo único que conseguí fue manchar las sábanas, porque seguí helado. No sólo no había panteras y tigres en la luna, sino tampoco mujeres desnudas emitiendo una fosforescencia azulada en el espacio negro. Había solamente una negrura gélida, y lo único que podía ubicar en su centro -si es que tenía centro- era el cubículo iluminado errabundeando dentro, con Ernesto sentado en un sillón, haciendo tintinear apagadamente el hielo contra las paredes del vaso. Encendí la luz. Reconocí mi habitación y volví a oprimir la perilla para quedar otra vez en la oscuridad.
Pero yo no sabía eso cuando salí de los Tribunales el día anterior, alrededor de mediodía. Tenia que pasar todavía una tarde, una noche, y todo un día y parte de una noche para que yo comenzara a secarme la cabeza en mi habitación y me metiera después entre las sábanas heladas con la imagen del cubículo iluminado errabundeando en el espacio negro y vacío de mi mente. Toda la plaza estaba impregnada de la refulgencia gris de la llovizna y unos hombres borrosos y encogidos la atravesaban lentamente. Volví al diario y encontré a Tomatis tomando un café con el jefe de redacción, un tipo alto, de lentes, que nunca tragué. Tomatis puede andar bien con todo el mundo, porque no le importa nada de nadie. Con los fumadores de cigarros, él fuma cigarros; con los que toman el café con crema, él toma café con crema; con los que comen sin sal, él come sin sal. Pero no es un tipo acomodaticio, por mucho que parezca lo contrario. Da la impresión más bien de que no hay cosa en el mundo que pueda llegar a interesarle de verdad, siquiera mínimamente. Pienso que no le interesa nada, absolutamente nada. Y de ese modo, puede hacer cualquier cosa. Es la locura.
Cuando sale del despacho del jefe de redacción, Tomatis viene y me dice:
– Te desafío a una carambola y a dos rayas después de la comida.
– Hecho -le digo.
En el salón de billares, Tomatis sale con la lisa y me deja la de punto, era el tiro de salida y me carga con el trabajo de hacer todas las carambolas, para ponerse a hablar a sus anchas. Revuelve interminablemente su pocillo de café, de pie junto a una mesita. El enorme salón está lleno de conos de luz que hacen refulgir el paño verde de las mesas y llenan de reflejos las bolas que corren y chocan entre sí con su sonido peculiar. Cuento las carpas de luz: son seis. Después me inclino y apunto mi primera carambola.
– ¡Oiga! -grita Tomatis. Me doy vuelta sorprendido. Ha llamado a un vendedor de lotería: es un hombre canoso al que le falta una pierna y avanza haciendo sonar su muleta contra el mosaico.
– ¿Tiene el extracto? -dice Tomatis.
– Los diez primeros premios, únicamente -dice el vendedor de lotería.
– ¿Figura el dos cuarenta y cinco? -dice Tomatis.
El hombre saca una lista de números del bolsillo y se la da a Tomatis, que la estudia un momento.
– Nada -dice, devolviendo la lista.
El hombre se va. Tiro mi primera carambola y me preparo para la segunda. Tomatis mira la calle a través del ventanal.
– Va a llover todo el año -dice.
Termino el partido en seis boladas: una de doce, una de catorce, una de nueve, una de siete y una de ocho carambolas. La de catorce la hago en un rincón, porque Tomatis ha dejado las dos bolas contrarias juntas -creo que deliberadamente- y yo no dejo que se separen hasta la carambola número catorce. Cuando voy a tirar la número quince, el taco pifia por falta de tiza, y erro. Inmediatamente, el taco de Tomatis pifia y hago nueve carambolas más. No creo que el partido haya llegado a durar más de quince minutos. Creo que Tomatis no vio una sola de las carambolas que hice, y alguna de ellas no habría salido, muy deslucida en cualquier certamen internacional. La mirada de Tomatis pasaba del rectángulo del ventanal a deslizarse vagamente por el gran salón lleno de ruidos y de ecos.
– En Buenos Aires -dice- estuve todo el tiempo sin salir del hotel. Me hice subir una caja de cigarrillos norteamericanos y cada vez que venía el productor yo salía de una especie de marasmo que me daba apenas me quedaba solo. El productor venía acompañado del director. Me agarraban entre los dos, me desnudaban, me daban un baño, me ponían un pijama y un lápiz en la mano y me sentaban frente a una mesa. De vez en cuando, el director me abofeteaba. "Use la imaginación", me decía. "Está todo el equipo de filmación esperando. Hemos traído tres técnicos de los Estados Unidos", decía el productor. "Bueno", decía yo. "Qué es lo que quieren."Usted tiene que escribir un diálogo entre Fulano y Mengano; tiene que terminar ese diálogo", decía el director. "¿Dónde dejé?", decía yo. "Exactamente en la palabra dinero", decía el director. "Dinero", decía yo. "Sí, exactamente, dinero", decía el productor. En eso una rubia salía del dormitorio en salto de cama, con dos botellas vacías, una en cada mano. "¿No te he dicho una y mil veces que no dejes las botellas vacías en mi valija?", decía. A veces pasaba totalmente desnuda. Pero ni yo, ni el productor, ni el director, ni siquiera la mirábamos. Creo que ni la veíamos. "Dinero", decía yo. "Perfecto, dinero." Y empezaba a rascarme la cabeza pensando por qué razón había puesto la palabra dinero, el día anterior, y sobre qué cuernos trataba la película. "Denme el material que ya he escrito" decía yo. "Despídase de ese material" decía el productor. "Lo tiene el jefe de producción." La última frase decía algo así como: Necesito dinero. "El dinero no se nombra nunca", decía yo, con gran convicción, "se usan eufemismos para hacer referencia a él: se lo llama guita, cierta suma, ayuda material. Nunca se dice dinero. Yo no puedo haber escrito eso". El productor me daba entonces dos bofetadas: "No teorice, Tomatis. No le pago para que teorice, sino para que escriba un guión de cine". Por fin nos poníamos de acuerdo: Fulano le pedía dinero a Mengano y Mengano se lo prestaba con la siguiente condición: Fulano debía dejar el campo libre con cierta señorita. Escribíamos el diálogo. El productor, al salir, tropezaba en la puerta con la mucama que traía la primera botella del día. Me dirigía la palabra, y yo podía distinguir algo entre el canto de la rubia que llegaba desde el cuarto de baño, y el ruido de la ducha caliente cayendo sobre la bañera llena, lista para el baño de inmersión. Decía aproximadamente algo así: "Usted es un buen tipo, Tomatis. Un tipo piola. He visto muchos tipos piola, pero ninguno tan piola como usted. Si yo no tuviese montada una industria de doscientos millones de pesos, de la que viven tipos piolas como usted, y pudiera bastarme con mis dos fábricas y mi ganado vacuno, me pasaría el tiempo charlando con usted. Estoy seguro de que nos divertiríamos como locos. Incluso he pensado seriamente en asignarle una pensión vitalicia para que escriba sus novelas y me las mande por correo. Pero le juro por las cenizas de mi madre que nunca más una película que yo produzca va a llevar un guión escrito por usted". Después se iba. Yo me echaba a reír, sacudía la cabeza, y me zambullía en la bañera. Entre la rubia y yo la hacíamos rebalsar, y a veces nos divertíamos escupiendo chorritos en el traste de la mucama.