Me siento ante el libro, el diccionario y el cuaderno, abierto, y el montón de lápices y lapiceras de todos colores, desordenados sobre el pupitre del escritorio. No tengo ni siquiera tiempo de comenzar a escribir, que me quedo dormido. Me despiertan los sacudones de Elvira, que llega con una fuente sobre la que ha puesto un pedazo de carne hervida, un poco de pan, y el tazón de sopa dorada, que humea. "Tiene que dormir un poco más, de noche", me dice. Deja la fuente y sale. Como la carne hervida y el pan, y tomo dos o tres cucharadas de sopa. Después dejo todo sobre el escritorio, corro las cortinas -veo en el parque dos gorilas jóvenes, machos, uno de lentes, las piernas torcidas, el otro más bajo y mayor, de vientre protuberante, que pasean lentamente, protegidos por un paraguas, leyendo un libro en voz alta, uno llevando el libro y otro el paraguas, el del libro, que lleva los lentes, haciendo ademanes como si recitara- y el estudio queda en penumbra. Me recuesto en el sofá doble de terciopelo. Cierro los ojos.
El extrañamiento llega -estoy recostado en el sillón de terciopelo, en este preciso momento- y después pasa.
Después veo las manchas fosforescentes errabundear y apagarse. Después no veo nada y oigo la crepitación apagada de las llamas crecer y después desvanecerse, sin las llamas. Las llamas aparecen después -el campo inmenso de trigo- ardiendo hasta el horizonte y se apagan calladamente.
Después quedo dormido. Cuando despierto, a las tres y cuarto, apenas si tengo tiempo de lavarme la cara y salir después para el Tribunal. Estaciono el coche en el patio trasero. Cuando subo a mi despacho, están el secretario y un gorila rubio, delgado, de bigote rubio, esperándome. Dice que es el abogado de Fiore. "Está incomunicado", le digo. Lo hago sentar en una silla, frente a mi escritorio, y espero. "Le han dado un pésimo alojamiento en la jefatura", dice. "Perdóneme", digo, "pero no me corresponde esa cuestión". "Sí, supongo que no", dice. Hacemos silencio. Oigo, en la oficina del secretario, la voz de Ángel. Después entra. Me da la mano y le presento al abogado. "Apenas él declare la incomunicación va a quedar levantada", digo yo. El gorila delgado y rubio, de bigote rubio, se levanta y se va, diciendo que vuelve dentro de una hora. Le digo a Ángel que la indagatoria no es pública y no debe decir una sola palabra ni tomar notas de ninguna clase. Después viene el secretario y me dice que traen al inculpado. De golpe, el asesino aparece en la puerta. Tiene una barba de muchos días y los ojos apagados; su pelo negro está completamente revuelto. Detrás está el vigilante. Le da un empujón leve y lo hace sentar. Me deja la cédula policial y se retira. El asesino mira la ventana, por la que entra la luz gris. "¿Su nombre es Luis Fiore?", le pregunto. Sacude la cabeza. Después me mira fijamente y me dice: "Juez". Después dice no sé qué cosa y salta por la ventana. Hay un estruendo de vidrios rotos, y después nada más. Me levanto y me dirijo al corredor, caminando rápidamente. Antes de llegar a la puerta del despacho, choco contra el secretario. Lo aparto de un empujón. Bajo las escaleras y salgo por la puerta principal. Hay un grupo de gente alrededor del cuerpo, que está encogido y ensangrentado. El gorila rubio que ha estado un momento antes en mi oficina se me acerca. "¿Cómo ha podido pasar esto?", dice. "Se tiró", digo yo. "Está muerto", dice él. "Esto es gravísimo, señor juez, vaya sabiéndolo". "Venga a mi oficina", le digo. En la puerta del Tribunal nos cruzamos con Ángel. Me dice no sé qué. Le respondo algo y sigo. El gorila rubio camina rápidamente, obligándome a seguir el ritmo de su marcha. Va derecho al ascensor y subimos en él hasta el tercer piso. Recorremos el pasillo oscuro y entramos en mi despacho. El secretario ha desaparecido. Quedamos parados en medio del despacho. "Yo estaba parado en el refugio de colectivos y lo vi caer desde allá arriba", dice. "Pude oír el ruido." "El habitual de un cuerpo al caer", digo. Súbitamente me da una bofetada. "Era el cuerpo de un hombre", dice, mirándome con sus ojos celestes, que fulguran. "Es su opinión", digo. "Usted es un cobarde", me dice, y sale.
Por el hueco en que antes habían estado los vidrios, entran las gotas de la llovizna, y un poco de frío. Cuando el secretario vuelve a subir, le digo que se encargue de todo y que no se me moleste hasta el día siguiente. "Capaz que quieren tomarle declaración hoy mismo, juez", me dice. "De todos modos, no me van a encontrar", digo. "Haga como le digo: arregle todo para mañana a la mañana." Después salgo, bajo las escaleras, y atravieso el vestíbulo ajedrezado; los mosaicos blancos y negros están limpios, pulidos, y el vestíbulo está desierto. Cruzo los corredores de la planta alta, y salgo al patio trasero. Está oscureciendo y llovizna. Salgo a la Avenida del Sur, avanzo hacia el este, con la Plaza de Mayo a mi derecha y doblo en la esquina del semáforo, cuya luz verde me da vía libre. Después dejo atrás la Gobernación y el convento y estaciono frente a mi casa. Dejo el impermeable en el baño y después me dirijo al estudio. Enciendo la luz del escritorio y me sirvo un vaso de whisky. Después me siento frente al cuaderno y el libro, abiertos, y tomo una de las lapiceras. El diccionario está cerrado. Suena el teléfono. Es la voz de siempre. Me insulta y me amenaza, se ríe de mí, y después deja de oírse. Cuelga y cuelgo a mi vez. Trabajo hasta después de medianoche. Subrayo la última frase -You call yesterday the past? - y me voy a la cama.
Me acuesto en la más completa oscuridad, bocarriba.
Al principio no pasa nada.
Después, casi inaudible, comienza la crepitación. Pero es más que la de un campo de trigo quemándose, por muy amplio que sea. Es una crepitación mucho mayor. Un incendio más grande. Ahora veo colinas, ciudades, llanuras, selvas, quemándose, ardiendo lentamente, con llamas de una altura pareja que se extienden como una capa amarilla sobre la superficie del planeta, consumiéndolo. Y no se oye nada, porque no hay nadie para contemplarlo, para saber que es una gran bola de fuego que arde calladamente, rotando lenta en el espacio negro, al que mancha con un débil resplandor. A veces, resuena, muy lejano, el estruendo de una explosión que llega completamente apagada, en un punto impreciso de la vasta superficie, o se distinguen las chispas fugaces de algún chisporroteo. Pero "distingue" está mal dicho, porque ya no hay nadie para distinguir. La horda de gorilas, surgida trabajosamente de la nada, aferrándose con dientes y garras a la costra reseca, ha entrado nuevamente en la nada, sin un solo lamento. Ha sido como un mal espejismo, una pesadilla turbadora debatiéndose contra las piedras inmóviles en medio de un espacio nítido y enloquecedor. Veo la bola de fuego girar y después el fuego disminuir hasta apagarse por completo y la primera brisa pura formar unos exangües remolinos con las cenizas ya frías de la antigua horda por fin apaciguada. El polvo blanco destellar en el aire a la luz débil de un sol ya muerto.
Cuando me levanto, ya es casi el alba. Salgo a la calle. Llovizna. No he dormido. Avanzo lentamente hasta la primera esquina, doblo a la derecha. Los faros iluminan las masas móviles de niebla que van adensándose a medida que se alejan del automóvil. Alrededor de las luces, el agua forma unos círculos irisados. Los árboles de la Plaza de Mayo muestran fragmentos de fronda, que surgen de entre las nubes blancas. Las luces del alumbrado reflejan masas densas en movimiento. El limpiaparabrisas arrasa el cristal con su ritmo regular. Tomo San Martín hacia el norte, doblo en el bulevar, llego hasta la boca del puente colgante. La garita gris, en la boca del puente, chorrea agua, y sus paredes de madera pintada apenas si se distinguen. Tomo la costanera vieja contemplando, por el borroso vidrio lateral derecho, la baranda de concreto con sus balaustres idénticos que se repiten infinitamente y que van deslizándose hacia atrás. Están mojados, rodeados de niebla. Tengo la sensación, por un momento, de no llevar ninguna dirección y hallarme en la más completa inmovilidad. No percibo más que el zumbido monótono del motor, y el rasar rítmico del limpiaparabrisas sobre el cristal en el que las gotas chocan y estallan, formando unas extrañas imágenes fugaces. De golpe, la monotonía del zumbido del motor se rompe, y oigo dos o tres explosiones leves que sacuden la carrocería. Después las explosiones se hacen continuas -ya no es un zumbido, sino una serie de explosiones- y el coche comienza a detenerse. Lo hago deslizarse hacia la derecha, aprovechando el impulso que ya trae. Después no se oye nada. El limpiaparabrisas se detiene y el coche se desliza unos metros más y también se detiene. Miro el marcador de la nafta: la aguja roja indica que el tanque está vacío. Apago el motor. Está amaneciendo, pero la niebla acuosa envuelve de tal modo, apretadamente, el automóvil, que no puedo distinguir nada, salvo la carrocería inerte del automóvil y las densas masas blanquecinas en lento movimiento que han borrado la costanera, si es que hay una costanera, y que entorpecen completamente mi visión, si es que hay algo -aparte de la niebla- en que yo pueda desplegar mi visión.