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Gorilas se pasean por los fríos corredores, y entran y salen de las oficinas. Saludo a algunos, con una inclinación de cabeza. Llego al amplio vestíbulo y comienzo a subir las escaleras de mármol blanco, anchas. Están todavía limpias. En el primer piso me detengo y me apoyo en la baranda, mirando hacia abajo: cruzan el hall unos gorilas apresurados, llevando portafolios y grandes legajos en las manos, mientras grupos distribuidos en el vasto espacio cuadrado de mosaicos blancos y negros conversan en voz alta. Parecen piezas de ajedrez sobre un tablero. Continúo subiendo, a través de la amplia escalera blanca de mármol, y al echar un último vistazo hacia el vestíbulo, desde el tercer piso, las figuras de los gorilas se han reducido tanto, achatadas contra el tablero blanco y negro, que el efecto de ser unas rígidas piezas de ajedrez se hace de pronto perfecto. Sólo que de vez en cuando cruzan en diagonal, o vertical-mente, el tablero, unas manchas apresuradas. Sigo por el frío corredor y entro en mi oficina. En la antesala, el secretario está sentado frente a su escritorio, estudiando un legajo. Alza la cabeza entrecana y me saluda. "¿Tan temprano, juez?", dice. Le respondo que son casi las ocho y media, y paso a mi despacho. Dejo el portafolios sobre el escritorio, me saco el impermeable colgándolo de una percha, y voy y pliego las persianas. Entra la luz gris en el despacho. Los árboles de la plaza, las altas palmeras de hojas brillantes y los naranjos más reducidos, en los que los frutos manchan de amarillo la fronda verde, se ven achatados contra los senderos rojizos. Después voy y me siento al escritorio y abro el portafolios. Saco el libro, el cuaderno, los lápices, y el grueso diccionario. Después dejo el portafolios en el suelo, al lado de la silla.

La página está señalada con una hoja de papel blanco, doblada varias veces. Al abrir el libro, la hoja de papel cae sobre el escritorio y el libro queda perfectamente abierto, con sus dos partes perfectamente alisadas y dóciles. La página de la izquierda, señalada al pie, en el centro, con el número ciento ocho, aparece llena de marcas de lápiz y birome de todos colores. Algunas palabras están encerradas en un círculo, con una llamada hacia el margen blanco consistente en una línea nerviosa que acaba en alguna palabra en castellano o algún otro signo. Otras palabras aparecen subrayadas con tinta roja o verde. Uno de los párrafos, hacia el final de la página, aparece destacado con una línea roja, vertical, que lo acompaña en el margen izquierdo. La otra página, la derecha, signada con el número ciento nueve, sólo está marcada hasta el primer párrafo. El primer párrafo finaliza con una frase que aparece subrayada. Dice: Here was un ever-present sign of the ruin men brought upan their souls. Las palabras ever-present sign aparecen subrayadas y encerradas en un círculo achatado, hecho con tinta verde.

Hacia abajo, el resto del texto no presenta ninguna marca. Abro el cuaderno y lo dejo abierto sobre el escritorio, al lado del libro. En el cuaderno, la página de la izquierda está llena hasta la mitad con mi letra pequeñísima, escrita en tinta negra. A veces, alguna frase está subrayada con lápiz, o con tinta roja o verde, y alguna palabra encerrada en un círculo achatado hecho con tinta de uno de estos dos colores. El resto de la página, hacia abajo, está en blanco, lo mismo que la página derecha, salvo los delgados renglones azules y la doble línea, vertical, del margen. Pero en la parte escrita, la escritura no respeta el margen ni los renglones, de tal modo que en el espacio en blanco entre renglón y renglón, aparecen dos líneas manuscritas y a veces las correcciones correspondientes entre ellas. Después pongo el grueso diccionario al alcance de mi mano.

Alzo el tubo del teléfono, pido al telefonista el interno de la Oficina de Prensa y espero que atienda el llamado. Esto sucede después del cuarto timbrazo. Digo quién soy. El encargado de la oficina me pregunta qué es lo que necesito. "Si viene el cronista de La Región dígale que pase por mi despacho, que quiero verlo", digo yo. "Perfecto, juez", dice el encargado de la Oficina de Prensa. Cuelgo.

Alzo una de las lapiceras a bolilla de sobre el escritorio, y me dispongo a trabajar. La última frase escrita en el cuaderno es la siguiente: "Ahí había un imborrable (perenne) (siempre presente) (eterno) signo de la ruina (perdición) que los hombres llevaron (atrajeron) sobre sus almas". Después me inclino sobre el libro y voy leyendo:

Three o'clock struck, and four, and the half hour rang its double chime, but Dorian Gray did not stir. He was trying to gather up the scarlet threads of life, and to weave them into a pattern; to find his way througb the sanguine labyrinth of passion through which he was wandering.

Con la lapicera a bolilla de color rojo marco en el libro la palabra chime. Dice "armonía", "clave" "juego de campanas" "repique", "sonar con armonía", "repicar", "concordar". Busco después la palabra stir. Dice "removerse", "agitar", "revolver", "incitar", "moverse", "bullir", "tumulto", "turbulencia". Después paso a la letra í y busco la palabra threads. Dice "hilo", "fibra", "enhebrar", "atravesar".

Dejo la lapicera a bolilla de color rojo y agarro la negra. Escribo: "Dieron las tres y después las cuatro, y después la media hora hizo sonar su doble repique (teo) (campanada), pero Dorian Gray no se movió. Estaba tratando de reunir (juntar) (amontonar) (hilvanar) (enhebrar) (atravesar) los hilos (pedazos) (fragmentos) escarlatas (rojos) (rojizos) de su vida, y darles una forma, para hallar su camino a través del sanguíneo (sangriento) laberinto de pasión por el cual (que) había estado vagando".

Con la lapicera de tinta roja subrayo las palabras campanada, pedazos, y sangriento. Después me levanto y me asomo a la ventana. La llovizna cae sobre las palmeras y los naranjos, y los senderos rojizos de polvo de ladrillo relumbran. Tres gorilas atraviesan los senderos. Vienen de distintas direcciones; uno cruzando en diagonal de sudoeste a nordeste, otro a la inversa, y el tercero, de noroeste a sudeste. En el centro de la plaza se cruzan los tres, en el amplio círculo ronzo. Caminan trabajosamente y se inclinan, borrosos, en la llovizna, enfundados en sus impermeables. Uno de ellos, el que va hacia el norte, lleva un paraguas negro que medio oculta su figura. El círculo negro del paraguas se desplaza, rígido, contrastando con el suelo rojizo. Después vuelvo al escritorio y continúo la traducción. Escribo, tacho, hago marcas -cruces, líneas verticales u horizontales, círculos, flechas- en el cuaderno y en el libro. Vuelvo la página ciento nueve y comienzo a leer el texto escrito en la del dorso, la página ciento diez. La página, con su pareja escritura de imprenta, va llenándose con mis nerviosos y rápidos signos: cruces, rayas verticales u horizontales, flechas, círculos. Escribo en el cuaderno: "Hace dos días le he dicho a Sibyl que se case conmigo. No voy a quebrar mi promesa (faltar a mi palabra = to break my word to her) ". Subrayo "faltar a mi palabra". Después escribo: "Ella va a ser" y en ese momento entra Ángel en la oficina. Cierro el diccionario y señalo la página del libro con un lápiz rojo, cerrándolo. Ángel tiene el impermeable empapado en los hombros y el cabello oscuro todo revuelto. Está muy delgado,

"No he podido llamarte", dice Ángel. "Tengo unos líos tremendos con mi familia". Después se inclina hacia el escritorio y toca el libro. Sus dedos flacos recorren la superficie lisa de la tapa en la que alguien ha dibujado, con líneas blancas, sobre un rectángulo marrón que ocupa gran parte de la superficie, el rostro deformado por unas líneas enloquecidas. Ángel me pregunta sí he avanzado mucho en la traducción. "Importa poco", le digo. "Ya ha sido traducido tantas veces que no importa si avanzo o no. No hago más que recorrer un camino que ya han recorrido otros. No descubro nada. Fragmentos enteros salen exactamente igual que las versiones de los traductores profesionales." Ángel se queda un momento en silencio, y después me pregunta si he mandado muchos hombres a la cárcel. "Muchos", le digo. "¿Has estado en la cárcel alguna vez? ", me dice. "He ido de visita algunas veces", digo yo. Estaba pensando que yo mandaba con toda comodidad hombres a la cárcel simplemente porque yo nunca había estado preso. "No emitas ideas vulgares", le digo. "Es un consejo. Pensar ideas vulgares es antiestético. Nadie es mejor que otro porque esté libre, o en la cárcel. No se está mejor afuera que adentro. Las personas vivas no son más felices que las personas muertas. Es todo una masa informe, gelatinosa, en la que nada se diferencia de nada. Todo es exactamente lo mismo." "Me han dicho que me estabas buscando", dice Ángel. "Quería invitarte a comer a mi casa mañana a la noche", digo yo. "Acepto", dijo Ángel. "Además", digo yo, "quería saber cómo estabas". "Estoy lo más bien", dice Ángel. "No se diría, por tu aspecto", digo yo. "Estás cada día más flaco y tenés unas ojeras terribles." "No estoy todo el día sentado detrás de un escritorio juzgando a la gente" dice Ángel. "Vivo mi propia vida." Me levanto y le paso la mano por la cabeza. El pelo está húmedo. "No hagas mala literatura y todo va a ir bien", le digo. Enrojece. Le pregunto si quiere un café. Me pregunta si el café de los jueces es el mismo que el de los presos y del de la Oficina de Prensa. "Del de los presos no", le digo, "pero sí del de la Oficina de Prensa". "Me abstengo de tomar, entonces", dice Ángel. Se pone de pie de golpe y dice que se va. Lo acompaño hasta la puerta, llevándolo de los hombros. "Te estás volviendo muy cínico y rebelde", le digo, en voz baja. Después se va.

Levanto el portafolios dejándolo sobre la mesa, y comienzo a guardar en él las cosas: el diccionario, los lápices, el cuaderno y el libro, del que saco el lápiz rojo en el que marco la página con la hoja doblada de papel blanco. Después cierro el portafolios, me pongo el impermeable, y salgo de la oficina. El secretario, que está revisando un expediente, alza su cabeza entrecana hacia mí: "¿Ya se va, juez?" me dice. "Me voy, sí. Ya es casi mediodía." "Tengo unos despachos para firmar", dice el secretario. "Pasado mañana, en todo caso", digo yo. "Sí, pasado mañana", dice el secretario, "no hay ningún apuro", dice. Me despido y salgo. Recorro el oscuro pasillo y me detengo en la baranda de la escalera para mirar hacia la planta baja. El vestíbulo está lleno de gorilas que conversan agrupados, o recorren el cuadrado de baldosas blancas y negras en todas direcciones. Comienzo a bajar las escaleras de mármol blanco, lentamente, hasta que llego a la planta baja. A medida que voy acercándome al amplio vestíbulo las voces de los gorilas suenan más fuertes, pero no menos ininteligibles. Producen sonidos extraños, de distinto registro, que se mezclan y chocan con el techo altísimo del vestíbulo. Es una mezcla informe de sonidos, y cuando comienzo a atravesar la muchedumbre de gorilas en dirección a la parte trasera del edificio, los sonidos llegan hasta mí cargados de resonancias y de ecos: algunos son chillones, otros graves, otros guturales, y la mezcla de los gritos y las risas produce un chisporroteo sonoro que nunca termina. Las caras pálidas, de ojos saltones, la pelambre que les recubre el cráneo humedecida por la llovizna, los brazos moviéndose en gesticulaciones extrañas, los gorilas están divididos en grupos y algunos no pertenecen a ningún grupo y recorren apresurados el cuadrado de mosaicos blancos y negros. La escalera está llena de marcas de pisadas barrosas, y las huellas dejadas por los zapatos sobre los mosaicos han formado también unos manchones aguachentos. Salgo por fin del vestíbulo y me interno en un corredor vacío y frío. Las puertas de las oficinas se abren al corredor, mostrando de cuando en cuando, a través de la abertura, estantes llenos de expedientes que se apilan hasta el techo. Después dejo atrás el corredor y salgo al patio trasero; la llovizna me moja la cara. Entro en e! automóvil. Dejo el portafolios y al poner en marcha el motor y el limpiaparabrisas comienzo a escuchar otra vez los sonidos: el zumbido monótono del motor y el arrasar rítmico del limpiaparabrisas sobre el parabrisas que se ha empañado durante las horas en que el coche ha estado estacionado en el patio trasero. Doy marcha atrás, lentamente, y después enfilo hacia la salida por el estrecho pasadizo hasta que llego a la calle. Doblo hacia la derecha y después de cruzar la bocacalle comienzo a bordear la plaza dejando atrás el edificio de los Tribunales. En la esquina, el semáforo me detiene. Aguardo con el motor en marcha. Cuando se enciende la luz verde, doblo hacia la izquierda y avanzo por San Martín hacia el norte. Los gorilas, hembras y machos, se desplazan por las veredas, en ambas direcciones, y su número crece a medida que me aproximo al centro. En la esquina del Teatro Municipal debo frenar de golpe ya que un colectivo sale bruscamente de la bocacalle, a toda velocidad, en el momento en que estoy cruzando; después reanudo la marcha, contemplando la vieja fachada del teatro con su escalinata curva de mármol que el agua lava. Después dejo atrás el teatro y continúo desplazándome hacia el norte. Dos cuadras y media más adelante paso frente a los corredores de la galería, cruzo Mendoza, y sigo por San Martín. El número de gorilas ha crecido considerablemente, y se arraciman ante los portales de los negocios y debajo de tos aleros de las casa para protegerse del agua. Los paraguas de colores de los gorilas hembras se desplazan rígidos llenando de manchas circulares -rojas, azules, verdes, lilas, amarillas, blancas, negras- las veredas. Más adelante, al pasar frente a las puertas del diario La Región veo que Ángel está entrando apresuradamente al edificio, pero él no me ve. Apenas si tengo tiempo de verlo saltar rápidamente los dos escalones de acceso a la puerta de entrada y después desaparecer. Sigo lentamente cuadras y cuadras, hasta llegar al bulevar. Doblo a la derecha. Después paso frente al edificio de la Universidad, amarillo pálido, con las ventanas pintadas de verde. Hacia el oeste, en la gran porción de cielo libre que deja al descubierto el bulevar, distingo un horizonte borroso, de un gris que se adensa a medida que va haciéndose más lejano. El limpiaparabrisas arrasa al cristal del parabrisas con ritmo regular, mientras las gotas finas caen y estallan formando unas extrañas figuras fugaces. Recorro el bulevar hacia su extremo oeste, y después -alrededor de unas quince cuadras- doblo hacia la izquierda otra vez, avanzando de nuevo en dirección al sur por la Avenida del Oeste. Gorilas impacientes y callados esperan en los refugios de las paradas de los colectivos. Puedo verlos a través del cristal delantero, y más borrosamente, por los vidrios laterales empañados por la llovizna. Sigo por la avenida aproximadamente unas veinte cuadras; paso sucesivamente por delante del cine Avenida, después el frente del Mercado de Abasto, más tarde los jardines del Regimiento, y por último llego otra vez a la Avenida del Sur, y doblo por fin a la izquierda. Avanzo hacia el este, por la Avenida del Sur. Ocho cuadras, y estoy pasando otra vez por delante del patio trasero de los Tribunales. Doblo en la esquina, hacia la derecha, rodando lentamente hacia el sur, por delante del edificio del Tribunal, y después doblo otra vez en la esquina, hacia el este otra vez, rodando entre la fachada gris de la Casa de Gobierno y la vereda sur de la Plaza de Mayo, en la que las palmeras y los naranjos cargados de agua relumbran fugaces por encima de los senderos rojizos que atraviesan la plaza en diagonal y en círculo. Después llego a San Martín y doblo hacia la derecha, en dirección al sur. Tengo a la derecha la fachada lateral de la Casa de Gobierno, a la izquierda el Museo Histórico, y después de la primera bocacalle, la iglesia de San Francisco a la izquierda y la hilera de casas de una planta a la derecha. Avanzo en medio de la llovizna, y el zumbido monótono del motor se mezcla al ritmo regular del limpiaparabrisas arrasando los cristales en los que las gotas finas de la llovizna chocan y estallan produciendo unas extrañas imágenes fugaces. Después del convento, comienza la arboleda del parque Sur. Paso la segunda bocacalle, hago media cuadra y detengo el automóvil a la izquierda, a mitad de la calle. Quedo un momento en el interior del coche, sin oír nada, salvo el eco y las resonancias del zumbido monótono del motor y el ritmo regular del limpiaparabrisas, que ya se han detenido, pero que continúan resonando durante un momento antes de desvanecerse del todo. Recojo el portafolios del asiento trasero, salgo del coche, cierro con llave la portezuela y abro la puerta de calle, entrando y cerrándola después detrás mío y comenzando a subir las escaleras. Voy directamente a mi estudio, colgando de una percha el impermeable que he venido sacándome ya al comenzar a subir las escaleras, y dejando el portafolios sobre el sofá. Descorro las cortinas y la claridad gris del exterior penetra en el estudio. En la altura, lavado por el agua, es un gris que relumbra. Contemplo los árboles, y más allá el lago. El lago está también gris, y también relumbra. Los árboles aparecen rodeados por un nimbo de claridad, y las gotas forman en torno de las frondas mojadas miríadas evanescentes y en suspensión que duran un momento y después se precipitan. El fragmento de parque que alcanzo a ver desde la ventana está completamente desierto. Me vuelvo porque en ese momento entra Elvira a preguntarme si es que voy a comer ya o si prefiero esperar un rato todavía. Le digo que voy a esperar todavía un rato, y me siento en el sofá doble, de espaldas al ventanal. Un rato más tarde estoy dormido.

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