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– No seas grosero, Angelito -dijo mi madre.

– A eso llamo yo descuidar la posteridad -dijo Tomatis.

– ¿Qué va a tomar, señor Tomatis? -dijo mí madre.

– No se moleste. Nada -dijo Tomatis.

– Tome un café, señor Tomatis. No me cuesta nada hacerlo -dijo mi madre. Salió.

– Me ha tuteado -dije yo, en voz baja-. Hasta hace un momento me trataba de usted.

– ¿Qué es lo que te pasa? -dijo Tomatis-. Si ayer estabas lo más bien.

– No pude dormir en toda la noche y esta mañana amanecí con fiebre -dije yo.

Tomatis me puso la mano sobre la frente.

– Ya no tenés -dijo, retirando la mano.

– No. Se me ha ido -dije yo.

– Gloria está por venir -dijo Tomatis-. Teníamos que encontrarnos en el centro y le dije que estabas enfermo y que venía a verte, y entonces me dijo que ella también iba a pasar por acá.

– No vendrán con la intención de sacarme de la cama para meterse ustedes y empezar a hacer porquerías como acostumbran -dije yo. Tomatis se echó a reír.

– De ningún modo, Angelito -dijo.

– El tipo se tiró por la ventana -dije yo-. Pegó un salto y desapareció de la faz de la tierra.

– Me dijeron -dijo Tomatis-. ¿Qué estabas haciendo, si se puede saber?

– Me colé en la indagatoria. Quería verlo de cerca -dije yo.

– Fantasioso romántico -dijo Tomatis-. ¿Y cómo hiciste para entrar en la indagatoria, si está prohibido?

– Le dije al juez que el diario estaba muy interesado en el asunto y que corno yo estudiaba derecho y pensaba especializarme en penal, tenía por lo tanto un doble interés en presenciar la indagatoria -dije yo.

– ¿Y lo convenciste? -dijo Tomatis.

– Por lo visto, parece que sí -dije yo.

– ¿Quién es el juez? -dijo Tomatis.

– López Garay -dije yo.

– Sí -dijo Tomatis-. Lo conozco.

– ¿Así que Gloria va a pasar por aquí? -dije yo-. ¿No le has dicho que ésta es una casa decente?

– Se lo he dicho -dijo Tomatis-. Raro que López Garay te haya dejado entrar en la indagatoria porque sí nomás.

– Se tragó la píldora -dije yo.

– No es tonto -dijo Tomatis.

– No. Parece que no es -dije yo. Mi madre entró en el dormitorio.

– ¿Va a tomar una copita de ginebra con el café, señor Tomatis -dijo.

Se había pintado y se había cambiado de ropa. Tenía puesta una pollera ajustada y una blusa de todos los colores.

– Eso ni se pregunta -dije yo.

– Le pregunté al señor Tomatis, no a vos -dijo mi madre.

– Si no es molestia -dijo Tomatis.

– Ninguna. Todo lo contrario -dijo mi madre, y salió. En ese momento sonó el timbre y apareció el culito más extraordinario del mundo, acompañado de Gloria. Gloria traía el diario de la tarde y estaba vestida exactamente igual que en lo de Tomatis, pero traía un paraguas azul en la mano, ya plegado. Me acordé de la mujer del paraguas azul que había visto cruzar la Plaza de Mayo en diagonal, la tarde anterior. Me dio un beso y después sacó un paquete de la cartera y me lo entregó.

– Es un regalo -dijo.

Lo abrí. Era una edición barata de Tonto Kroeger, de Thomas Mann.

– Vacilé entre eso y un manual de urbanidad -dijo Gloria-. Pero al fin me decidí por esto porque llegué a la conclusión de que ya no hay forma de educarte.

– Raro que no me hayas traído un libro verde -dije yo.

– No quiero seguir pudriendo tu imaginación -dijo Gloria.

– Habla igual que mi madre -dije, mirando a Tomatis.

– Todas tienen un poco de madre, y un poco de puta -dijo Tomatis.

– No ha parado de llover en todo el día -dijo Gloria.

– Ya oscureció -dijo Tomatis.

Mi madre sirvió café y ginebra para Gloria y Tomatis, y ginebra sola para ella y a mí me trajo una taza de leche caliente. Estuvo con nosotros más de media hora y después se fue para su dormitorio. Gloria propuso que jugáramos al poker y yo me incorporé en la cama y me corrí hacia la pared y ellos arrimaron sus sillas y usarnos la cama como mesa y jugamos. Gloria volvió a ganar. A eso de las nueve, Tomatis dijo que iba a comprar algo para comer, pero se encontró con mi madre en la galería y mi madre le dijo que ella estaba preparando algo, de modo que Tomatis se fue con ella para la cocina y después de un rato volvió con un plato lleno de queso y otro que tenía un montón de sardinas. Mi madre apareció detrás de él con un pan y una botella de vino. Después mi madre anunció que ella iba a salir y dijo que cualquier cosa que hiciese falta podía encontrarse en la heladera. Después la oírnos despedirse desde la galería y yo alcancé a distinguir el ruido de la puerta de calle.

– Se está portando bien -dijo Tomatis.

– Está mejorando -dije yo.

– Deberías darle una paliza de vez en cuando -dijo Tomatis.

Después se paró y dijo que se iba. Gloria pareció sorprendida.

– Yo me voy -dijo Tomatis.

– Pensé que nos quedábamos un rato más -dijo Gloria.

– No he dicho que vos también tengas que irte -dijo Tomatis, con cierta dureza.

– He dicho que soy yo el que se va.

Le pedí a Gloria que se quedara. Gloria se encogió de hombros y dijo que podía quedarse un rato más, siempre y cuando yo consiguiera para ella un poco más de ginebra. Le dije que había dos botellas en la heladera, de modo que ginebra no le iba a faltar. Tomatis le dio un beso y antes de irse me preguntó si iba a levantarme al otro día.

– Creo que sí -dije yo.

– Te espero en el diario, entonces -dijo. Y se fue. Gloria lo acompañó hasta la puerta y quedé solo durante un momento. Los oí hablar en el corredor, pero no entendí lo que decían. Después Gloria volvió y se sentó en el borde de la cama.

– Puedo ir a buscarte la ginebra -le dije.

– No por ahora -dijo Gloria.

– Estuviste fenomenal trayéndome este libro -le dije, cabeceando hacia su regalo.

– Fue pura casualidad -dijo.

– Gloria -dije yo-. No estoy enojado ni nada porque te hayas quedado con Tomatis. Yo no estaba enterado de que pasaban cosas entre ustedes.

– Hasta esa noche no pasaba nada -dijo Gloria-. Y ahora no pasa casi nada.

– Nunca puede haber mucho con Tomatis -dije yo-. No se puede esperar mucho de él, ¿no es cierto?

– Eso es lo que él dice -dijo Gloria.

– Creo que está bien que la gente sea así -dije yo. Le agarré la mano y Gloria se soltó.

– No empieces, Ángel -me dijo. Después me preguntó si quería que ella me leyera trozos del libro. Le dije que sí.

– Abro al azar y leo -dijo.

Me leyó durante una hora. Después dejó el libro y dijo que estaba cansada y que se iba.

– Voy a quedarme solo y la fiebre va a subirme otra vez -dije.

– No si dormís de una vez por todas -dijo Gloria, y desapareció.

Me quedé un momento pensando, y después apagué la luz. Sentí durante cierto tiempo la sensación de no estar en ningún lugar preciso y después vi el desfile lento y nítido de todos los que me rodeaban y vivían conmigo lo que yo estaba llamando mí vida desde hacía cierto tiempo, y esa lenta procesión la cerraba yo mismo avanzando desde las zonas negras de mi mente hacia un círculo de claridad para internarme después en otra zona negra más allá del círculo iluminado y desaparecer. Después me dormí y me desperté casi al alba. El rectángulo de la banderola era ya de un color verde pálido. Me sentía eufórico. Fui a la cocina y me preparé una taza de café. Todavía lloviznaba. Volví al dormitorio, me metí en la cama, y me puse a leer Tonio Kroeger. Cuando lo terminé eran las nueve y media, y hacía rato que mi madre se había levantado. La oí andar por la casa, pero no entró en mi dormitorio. Me afeité, me di un baño, y me fui para el diario. No encontré a Tomatis, y el cronista de policiales me preguntó si yo había leído la noticia del tipo que se había tirado por la ventana del tribunal y me preguntó si era correcta. Le dije que no había leído el diario.

– Dicen que te enfermaste del julepe -dijo el cronista de policiales.

– Estuve engripado -dije yo.

– ¿Te cambiaste los calzoncillos? -dijo el cronista de policiales.

No le di una trompada porque lleva anteojos, pero le pregunté si él se creía Phillip Marlowe.

– ¿Quién? -dijo él.

– Un tío mío que anda siempre mezclado en toda clase de asesinatos.

Se encogió de hombros y me fui para Tribunales. No pude hablar con Ernesto, porque estaba declarando por lo de la tarde anterior, pero encontré al secretario en el corredor.

– El juez está muy ocupado -me dijo.

– ¿Arreglaron la ventana? -dije yo.

– No todavía -dijo el secretario-. ¿Vio cómo saltó ese bárbaro y rompió todos los vidrios?

– Vi, sí -dije yo.

Ramírez me recibió con una taza de café que ya había azucarado para él y me dijo que el juez de Crimen estaba de muy mal humor por el asunto del tipo de la ventana. Que todo el mundo hablaba de eso en Tribunales. Tomé ese menjunje asqueroso que Ramírez llamaba café y me fui. Encontré a Tomatis en pleno centro, frente a un extracto de lotería. Cuando me vio llegar me preguntó si conocía algún tipo de peor suerte que él.

– Viene y sale el dos cincuenta y cinco a la cabeza -dijo-. Y del dos cuarenta y cinco, ni noticia.

Almorzamos y jugamos al billar. Durante la partida Tomatis me preguntó si me había acostado con Gloria la noche anterior y cuando le dije que no se echó a reír.

– No has insistido lo suficiente -me dijo.

Se salvó de que lo matara con el taco del billar porque estaba del otro lado de la mesa. Después me dijo que mi madre era una buena persona y que yo tenía que portarme mejor con ella.

– No te hagas el niño terrible -dijo-. Ya no estás en edad para eso.

– Gloria te va a dar una puñalada por la espalda en cualquier momento, y yo voy a salir de testigo en favor de ella diciendo que fue en defensa propia -dije yo.

– Gloria está enamorada de mí, y me permite cualquier cosa -dijo Tomatis-. Por otra parte, no es mejor que yo, ni que nadie.

– ¿Has estado escribiendo? -dije yo.

– Algo -dijo Tomatis.

– Inmundicias, seguramente -dije yo.

– Algo por el estilo -dijo Tomatis.

Hice lo posible por dejarme ganar, pero no lo conseguí. Después volvimos al diario, y ya no cruzamos palabra esa tarde, salvo un saludo a la hora de salida. Anduve dando unas vueltas por el centro, tomé un cognac en el bar de la galería, y alrededor de las ocho me fui para mi casa. Mi madre estaba en la cocina, llenando un vaso de ginebra.

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