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Me serví un vaso de ginebra, le eché hielo y me senté a leer el libro sobre la conducta sexual de la mujer. A la décima página estaba tan excitado y había aprendido tan poco sobre la conducta sexual de la mujer que fui al baño y me mojé la cabeza con agua fría y estuve un buen rato sin secarme para que se me fuese la calentura. Pero apenas me disponía a salir del baño me di cuenta de que estaba mucho más excitado que al entrar, de modo que me masturbé para no manchar las sábanas en la cama, porque sabía que después de todo iba a hacerlo apenas me metiera en la cama. Al fin empecé a tomar ginebra directamente de la botella y sé que me acosté porque al otro día cuando me desperté estaba en la cama, vestido, y con la luz encendida. Si la bomba atómica hubiese caído en mi dormitorio en vez de haber caído en Nagasaki, la cabeza me habría dolido menos. Me arrastré hasta el baño y me metí bajo la ducha caliente. Después me tomé una taza de café y me sentí mejor. Cuando fui a mirarme en el espejo para hacerme el nudo de la corbata vi que tenía barba de tres días y me afeité. Después me fui para el diario. Tomatis escribía a máquina, y se veía que también se acababa de afeitar. Me senté frente al escritorio, alcé el teléfono y le dije al telefonista que me comunicara con los Tribunales. Cuando atendieron del otro lado, pedí hablar con el juez de Crimen. Atendió el secretario y me comunicó con Ernesto.

– No pude atenderte ayer, Ángel -dijo Ernesto-. Tenía una audiencia.

– No es nada-dije yo-. ¿Se hace esta tarde la indagatoria?

– Sí, es a las cuatro. Estoy interrogando a los testigos -dijo Ernesto-. No creo que puedas venir. Está prohibido. Hice silencio. Ernesto tampoco habló del otro lado, durante un momento. Después oí su voz.

– Estás haciendo algo así como chantaje -dijo-. Chantaje emocional. Venite a las cuatro. Voy a ver qué puedo hacer.

Cortamos. Tomatis seguía escribiendo a máquina. Ni siquiera me miraba.

– Traté de hablar con mi madre -le dije-. Creo que la cosa va a ir mejor.

– Me alegro -dijo Tomatis, sin dejar de mirar el teclado.

– Le regalé una botella de ginebra y todo -dije yo.

– Buena medida -dijo Tomatis con voz distraída, mirando el teclado y revisando después con la vista lo que llevaba escrito.

– Conversamos un buen rato, anoche -dije yo.

– ¿Has visto? Todo tiene arreglo -dijo Tomatis, sin mirarme, con gran seriedad, y golpeando el teclado.

Ni me escuchaba. Así que pasé información al taller durante un largo rato y después me fui a comer. Tomatis me siguió y me alcanzó en la escalera.

– ¿Jugamos un billar, después de la comida? -dijo.

– Hoy no puedo -dije yo.

– Bueno -dijo Tomatis-. Comamos juntos. Así que comimos juntos. Después de comer me sentí como un rey. Tomatis fumó un cigarro y me dijo que fuese a visitarlo más seguido. Después me dijo que si se le hacía un programa para la noche iba a pasar por mi casa a avisarme.

– Probablemente yo esté en otro lado, pero anda, de todos modos -dije.

Después de comer volví al diario y le dije al director que había una indagatoria criminal importante en los Tribunales y que iba a ir a presenciarla. El director estaba leyendo el diario de la tarde anterior, marcando con un recuadro rojo las noticias que le interesaban por alguna razón; ni siquiera levantó la mirada cuando yo le expliqué por qué me iba a las tres y media en vez de irme a las cinco, como todos los días. Dijo que me fuese y que no dejara de cumplir con mis obligaciones, siempre, cualquiera fuese la situación, que eso me iba a foguear en la vida e iba a hacer de mí un hombre de bien. Lo dijo sin levantar una sola vez la cabeza hacia mí, recorriendo febrilmente con la mirada las páginas del diario y haciendo un recuadro rojo de tanto en tanto, con una energía loca. La impresión que tengo es que ni siquiera supo quién era yo ni qué me estaba diciendo. A las cuatro menos cuarto yo estaba en la oficina de Ernesto. Con él había un tipo rubio, de unos treinta y cinco años, de bigote rubio y cara de judío.

– El doctor Rosemberg-dijo Ernesto-. Un periodista.

El tipo me dio la mano.

– El doctor Rosemberg es el abogado de Fiore -me explicó Ernesto. Después se volvió hacia él-. Apenas él declare la incomunicación quedará levantada. De modo que puede esperar por aquí, si quiere.

– ¿Lo traen a las cuatro, verdad, doctor? -dijo el tipo rubio.

– A las cuatro, sí -dijo Ernesto.

– ¿A qué hora piensa terminar la indagatoria, doctor? -dijo el tipo rubio.

– Con una hora va a ser suficiente -dijo Ernesto.

El tipo rubio se paró. Era bajo y delgado.

– En una hora estoy aquí, entonces -dijo.

Me dio la mano y se fue.

– Es inusual que un extraño esté presente en la indagatoria -dijo Ernesto-, pero yo he arreglado la cuestión. De más está decir que el acusado no tiene que saber que vos no perteneces al personal de Tribunales. No debes tomar notas ni nada por el estilo.

– No quiero tomar nota -dije yo-. Lo que quiero es ver. Nunca he visto a un asesino de cerca, ésa es toda la cuestión.

– Por alguna especie de curiosidad malsana, supongo -dijo Ernesto.

– Supongo que sí -dije yo.

Quedamos en silencio un momento. Después me aproximé a la ventana. Nunca lo había hecho. Eran cuatro vidrios oblongos, más bien grandes, separados por una cruz negra de madera. Abajo estaba la Plaza de Mayo, y las palmeras inmóviles se lavaban en la lenta llovizna que volvía más lisas y tersas las grandes hojas afiladas. Una mujer cruzaba la plaza en diagonal, sobre el sendero rojizo de polvo de ladrillo, protegiéndose con un paraguas de un azul vivo. Desde el tercer piso, yo veía el círculo azul del paraguas y las piernas de la mujer achatadas contra el camino rojo. Podía sentir la mirada de Ernesto clavada en mí. Me di vuelta hacia él.

– ¿Dónde va a ser la indagatoria? -dije. -Aquí -dijo Ernesto.

En ese momento golpearon la puerta. Ernesto sacudió la cabeza hacia mí y después hacia la puerta, para indicarme que la abriese, pero en ese momento la puerta fue abierta desde el exterior. Asomó el secretario, un tipo con el pelo veteado de gris.

– Traen al acusado -dijo. -Quédese nomás, Vigo -dijo Ernesto. El secretario entró y dejó abierta la puerta que daba al corredor. Después fue y se sentó a la máquina y se puso a introducir un largo papel blanco en el rodillo, hasta que terminó su tarea y se recostó sobre el respaldo del asiento, cruzándose de brazos. Ernesto examinaba las hojas escritas a maquina, de modo que yo me volví a asomar a la ventana. La mujer del paraguas azul había desaparecido y en sentido inverso, cruzando en diagonal la plaza, otra mujer, esta vez protegiéndose con un paraguas lila, avanzaba lentamente, resbalando en el barro rojizo. Oí pasos que avanzaban hacia la oficina por el corredor y me di vuelta. El hueco de la puerta dejaba ver un fragmento de corredor vacío, y, más allá del espacio del tragaluz oval, el corredor de enfrente y una puerta cerrada. El secretario seguía con los brazos cruzados sobre el pecho, y en el momento en que yo iba a decirle no sé qué cosa, un policía uniformado se asomó, haciendo una venia ligera.

– Permiso, doctor -dijo. Traía unos papeles en la mano y cuando Ernesto le hizo una seña con la cabeza el vigilante entró y los dejó sobre el escritorio. Ernesto los revisó, mientras el policía lo contemplaba inclinado respetuosamente hacia él.

– Tráigalo -dijo Ernesto. El policía salió. Después Ernesto me hizo sentar del otro lado del escritorio, más allá de él y del secretario. Desde donde estaba podía observar bien todo, especialmente el perfil del secretario y después el de Ernesto. En el momento en que yo me sentaba entró el tipo con el vigilante.

Entró primero, esposado, y detrás lo seguía el vigilante. Tenía la barba de por lo menos una semana, y los ojos apagados. Se veía bien que hacía por lo menos tres días que no se lavaba la cara. Tenía un pulóver que dejaba ver una camisa de lana por debajo del cuello en forma de v corta, y unos pantalones arrugados y sucios, no sé de qué color. Los zapatos estaban llenos de barro seco.

– Sáquele las esposas -dijo Ernesto.

El vigilante le sacó las esposas. El tipo ni lo miró, y cuando tuvo las manos libres dejó que colgaran como muertas a lo largo del cuerpo. Si miraba algo, miraba el cielo gris por la ventana. Pero no estoy seguro de que haya estado mirándolo. Más bien no miraba nada.

– Arrímele una silla -dijo Ernesto-. Ahí. Frente al escritorio.

El vigilante trajo una silla común, con asiento de esterilla, y la puso al lado del escritorio, frente a Ernesto. El tipo se quedó parado donde estaba, hasta que el vigilante le dio un golpecito en el hombro con las puntas de los dedos amontonados, y el tipo fue y se sentó. Ahora estaba más cerca de mí y del secretario, y estaba frente a Ernesto. Yo era el que estaba más lejos de todo, pero alcanzaba a verlo bien. Lo único, que la cara estaba oculta por ese montón de barba negra que emitía unos destellos rojizos. El tipo me echó una mirada, o por lo menos volvió la cabeza en la dirección en que yo estaba.

– Cuando termine lo llamo, agente -dijo Ernesto.

El vigilante hizo una venia y salió, cerrando la puerta. Ernesto revisó durante un momento los papeles que tenía sobre el escritorio y después alzó la cabeza hacia el tipo.

– Su nombre es Luis Fiore, ¿verdad? -dijo Ernesto.

El tipo no dijo nada. Los ojos parecían cubiertos por una pátina de un material transparente, una especie de laca sin brillo que los opacaba y los dejaba como ciegos. Ernesto estuvo mirándolo durante un momento, sin parpadear, directamente a los ojos, esperando. El secretario se había inclinado sobre la máquina de escribir y esperaba con las manos en el aire, los dedos separados apuntando hacia las teclas. La mirada del tipo -si a eso se podía llamar una mirada- estaba clavada en la de Ernesto, pero no se le movía un músculo de la cara.

– Le repito la pregunta: ¿es o no su nombre Luis Fiore? -dijo Ernesto.

El tipo sacudió la cabeza, pero tan débilmente y con expresión tan distraída-su mirada o como quiera llamarse a eso permanecía fija en el punto en el que hasta un momento antes habían estado los ojos de Ernesto- que era difícil considerar eso como una respuesta a algo.

– El acusado responde en forma afirmativa -dijo el secretario inclinando un poco más la cabeza entrecana y comenzando a golpear la máquina. Por un momento no se oyó en la habitación más que el golpe de las teclas y el estruendo de la máquina hasta que el secretario dejó de escribir y volvió el silencio. El secretario se refregó las manos durante unos segundos y después quedó otra vez inmóvil. Yo me incliné más hacia el tipo deslizándome sobre el asiento de la silla hasta quedar en el borde.

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