Cuando fuimos hacia la cocina y empecé a oler cebolla frita al aproximarme me espanté pensando que íbamos a tener que comer otra vez el asqueroso potaje de arvejas en latas y cebolla, pero Gloria había cambiado esta vez las arvejas por unos pedazos de hígado de vaca que ya debían haber estado podridos cuando la vaca permanecía todavía viva. Si hubiese cocinado la fritanga con nafta de aviación en vez de aceite comestible, no me habría caído tan pesada. Y ella y Tomatis se lo tragaban todo con tanta naturalidad y con tanto gusto como si hubiesen estado comiendo puré de rosas. Me pareció que Gloría no sabía hacer nada, aparte de dejarse toquetear toda la noche por un tipo, y después meterse desnuda en la cama con otro. No podía sacarme de la cabeza el momento en que la había visto un par de horas antes con la cara aplastada contra la almohada, la boca abierta y la manchita redonda de saliva sobre la funda blanca. Pero sabía algo más que tener las piernas abiertas toda la noche, la podrida. Jugaba al poker mil veces mejor que Carlitos y yo, y nos ganó arriba de mil pesos a cada uno en menos de una hora, cuando nos fuimos a jugar una partida a la pieza delantera, después de comer, Y después que nos ganó y dijo que de no haber estado todo cerrado por ser primero de mayo habría comprado un kilo de bombas de crema para tomar con el té, se puso a leer en inglés, y en voz alta, unos poemas que había en una antología en lengua inglesa que Tomatis acababa de comprar en Buenos Aires. El libro tenía un olor particular, que no puedo recordar sin estremecerme. Ella me lo hizo notar. Cuando lo agarró por primera vez vi que se lo llevaba a la nariz y lo olía cerrando los ojos, y pensé que lisa y llanamente se estaba mandando la parte. Pero después me lo alcanzó para que lo oliera y comprobé que el olor era una locura. Después leyó un pedazo de Pompilia, de Robert Browning. The chambered nautilus, de Oliver Wendell Holmes, This Bread I Break de Dylan Thomas, To waken an old lady, de William Carlos Williams, Vacillation, de Yeats, Journey ofthe Magi, de Eliot, A study in aesthetics, de Ezra Pound, y medio millón más. Se veía que conocía bien todo, la tarada, y que tenía buen gusto. Eso me enfureció todavía más y entonces dije que no leyeran en inglés que yo no entendía una papa (pero yo había ido cuatro años a la Cultural Inglesa y leía inglés de corrido) y Tomatis se echó a reír.
– Está enojado porque me dijiste que te había pedido que te quedaras con él, anoche -dijo.
Salvaron su vida por un pelo, porque yo no llevaba encima una pistola cuarenta y cinco y media docena de balas dumdum. Ella se echó a reír y dejó el libro y vino y me dio un beso en la mejilla y me dijo que yo era un buen chico. Después se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón y se puso a mirar el cielo gris por la ventana. Tomatis estaba echado en la cama, con la espalda apoyada en la pared y las piernas colgando en el aire, y yo parado como un imbécil cerca de la mesa apretando los paquetes de cigarrillos en el interior de los bolsillos. Para vengarme de Tomatis le dije que me parecía que su teoría de que la novela es el género literario por excelencia (cosa que me había parecido cierta cuando Tomatis lo dijo) era un disparate y que en realidad todo era teatro, que el teatro era el único género que existía, y que el Discurso del Método era un largo monólogo en el cual hablaba un personaje que asumía el papel de filósofo y usaba un lenguaje que no tenía nada que ver con el lenguaje que hablaba todos los días, que al hablar se creía un filósofo y esperaba que los demás también se lo creyeran. Pero a Tomatis eso no lo molestó ni nada sino que le pareció interesante y vino y me dio una palmada y me dijo que yo era un tipo inteligente, que iba a llegar muy lejos. Después dije que yo no había leído el Discurso del Método, y él me respondió que no importaba, que él lo había leído y que la cuestión era más o menos así como yo la había planteado. Al fin me convenció y cuando Gloria fue y preparó té y lo trajo humeando hasta la pieza delantera, ya la rabia se me había pasado.
Oscureció y encendimos la lámpara. El cielo parecía una lámina de acero. La pieza estaba llena de humo pero no estaba sucia ni nada, porque Gloria había ido limpiando los ceniceros y las tazas a medida que los ensuciábamos. Estuvimos como media hora sentados, mirándonos unos a otros y me dio la impresión de que ellos querían que yo me hiciese humo, pero como no estaba muy seguro me quedé hasta cerca de las ocho. Me di cuenta de que no tenían ningún problema en que me quedara porque Tomatis me dijo que yo podía dormir allí otra vez si quería, pero yo le contesté que prefería irme a mi casa. Después Tomatis dijo que iba a tirarse un rato y Gloria lo siguió. Durante unos quince minutos oí sus voces y sus risas ahogadas y después todo quedó en silencio. Saqué el paquete que me había guardado la noche anterior; lo volví a dejar en el cajón de la mesa, y después grité desde el pasillo hacia el dormitorio que me iba. Gloria contestó que uno de esos días íbamos a volver a vernos y yo salí.
Caminé alrededor de treinta cuadras. Me costó unas diez llegar al bulevar, tomé después 25 de Mayo y cuando llegué a la esquina del Banco Provincial, en cuyo reloj eran exactamente las nueve, entré en San Martín. Tomé un cognac en la galería y después salí otra vez de San Martín y volví a entrar en ella cruzando en diagonal la Plaza de Mayo, frente a la cual el edificio de Tribunales estaba sombrío y negro, como una masa más densa de oscuridad aplastada sobre el cielo negro. Estuve en la casa de Ernesto hasta mucho después de medianoche, y después me fui a dormir.
El dos de mayo amaneció lluvioso, y me quedé en la cama hasta tarde, en una especie de entresueño, pensando en el doble. Desde la noche de la cuestión de la ginebra con mamá, no había vuelto a pensar en él. Me había olvidado completamente en los últimos diez días. Lo vi por primera vez el cinco de marzo, después de haber estado cinco días sin salir de mí casa. Tomé el colectivo a eso de las nueve de la mañana, y cuando el colectivo dobló por una transversal cruzando San Martín, al pasar la bocacalle vi a alguien con cara muy conocida que salía de una óptica. Su cara me resultaba muy familiar. Cuando el ómnibus llegó a la otra esquina salté del asiento y me bajé. Me había dado cuenta de que era yo mismo.
Cuando llegué a la esquina, no había rastro de él. Entré en la óptica y me quedé parado junto al mostrador, esperando que alguno de los empleados me reconociera. Se acercó uno solo para preguntarme si necesitaba algo, pero no pareció reconocerme. Le dije que venía a buscar unos lentes que habían traído para que les cambiaran uno de los vidrios, a nombre de un tal Phillip Marlowe, y el tipo buscó entre un montón de sobres llenos de anteojos que tenían el nombre del dueño escrito a lápiz en el dorso, pero no encontró el que buscábamos. Le dije que debía haberme equivocado de óptica y salí. Recorrí toda la cuadra y di dos vueltas a la manzana, pero no volví a verlo. Entonces me fui al diario.
Lo vi por segunda vez dos días después, saliendo de los Tribunales. Yo estaba bajando la escalinata de mármol de la entrada y veo un tipo en mangas de camisa esperando junto a un taxi que bajara un pasajero que en ese momento le estaba pagando al conductor. El tipo en mangas de camisa me daba la espalda, pero yo veía algo en él que me resultaba familiar. No lo relacioné con el que había visto salir dos días antes de la óptica, y cuando el pasajero bajó y el tipo se metió en el auto, yo estaba mirando el cielo porque no había hecho todavía la nota sobre el estado del tiempo, y hacía un calor que era la locura. Cuando bajé la vista, el taxi arrancaba y vi el perfil del tipo en el asiento de atrás, diciéndole algo al chofer. Era yo mismo. Empecé a gritar, bajando la escalinata. Lo único que me salía era la palabra taxi. El chofer, sin frenar ni nada, asomó la cara por la ventanilla y me gritó: "¿No ves que voy ocupado, pastenaca?". El tipo del asiento de atrás me echó una mirada fugaz (yo vi algo de maligno en ella) y después ya no le pude ver la cara, porque el automóvil aceleró, dobló en la esquina, y desapareció de mi vista. Corrí hasta la esquina, pero cuando llegué el coche había desaparecido. Me quedé como media hora en la esquina, duro como un poste, mirando en la dirección en que el coche se había perdido. No sé cómo no me insolé. Ese día puse en la sección Estado del Tiempo que había hecho 46 grados a la sombra, y no me equivoqué, porque según el informe meteorológico que dieron por la radio, había hecho, cuarenta y cuatro y ocho décimas. Después volví al diario y encontré a Tomatis hablando por teléfono. "Hágame el favor", le decía al tipo que hablaba con él del otro lado de la línea. "Fíjese en el extracto si figura el dos cuarenta y cinco." Cuando colgó se volvió hacia mí y debo haber tenido una cara muy extraña, porque me preguntó qué me pasaba.
– Me he visto a mí mismo dos veces por la calle -le dije.
– No seas narcisista, Ángel -dijo Tomatis, sin darle importancia, y se puso a escribir a máquina.
La tercera vez él no me vio y yo pude seguirlo durante dos cuadras. Fue para carnaval. Había un millón de personas mirando las murgas y el desfile de mascaritas y el tipo estaba en el borde de la vereda, tratando de cruzar la calle. Yo estaba metido entre la gente con el fin de hacer alguna nota pintoresca sobre el corso, cosa de ganarme un sobresueldo, y lo vi desde la vereda de enfrente, en el momento mismo en que el tipo empezaba a cruzar hacia mí. Me maravilló ver que llevaba un cigarrillo en la boca, apretando el filtro con los dientes y alzando la cabeza y entrecerrando ligeramente los ojos para que el humo no se los irritara. Sentí que mi corazón comenzaba a golpear, tan derecho caminaba el tipo en dirección hacia donde yo estaba parado. Pero no se detuvo, y al parecer no me vio, pero pasó tan cerca de mí que me rozó el hombro con el suyo. Yo estaba inmóvil, y me puse rígido cuando me tocó. Sentí una cosa rara en el estómago. Era tan igual a mí -estaba vestido con una camisa azul descolorida y un pantalón blanco, exactamente iguales a los que yo llevaba- que en el brazo derecho que dejaba descubierto la camisa de mangas cortas alcancé a descubrir una cicatriz idéntica a la mía, una mancha alargada y blancuzca que el sol del verano no había podido socarrar. Empecé a seguirlo. Sin dificultad, primero, porque el tipo caminaba arrimado a la pared y toda la gente se agolpaba hacia el borde de la vereda para ver mejor el paso de las mascaritas, dejando una pasarela vacía entre la mitad de la vereda y la pared. No había entre nosotros más de diez metros. El tipo se detuvo de golpe, porque una bombita de agua pasó por encima de su cabeza, estrellándose contra una vidriera y salpicándolo. Instintivamente, me llevé la mano a la cara para sacudirme las gotas. El tipo sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la cara y parte de la cabeza, y después volvió a guardar el pañuelo en el bolsillo trasero del pantalón. Yo lo observaba y empecé a caminar detrás de él cuando reanudó la marcha. Vi en la parte trasera de su pantalón, a la altura del bolsillo derecho, dos manchas oscuras. Comprendí que eran las dos manchas de tinta que yo me había hecho al guardar mi lapicera, un par de meses atrás, en el bolsillo trasero derecho del pantalón que llevaba puesto. El tipo cruzó la calle y yo lo seguí. En la otra cuadra decidí apurar el paso para hablar con él -no sabía bien qué le iba a decir, pero quería hablar con él- y ya iba acortando la distancia cuando de golpe algo me dejó ciego por un momento. Sentí un torrente de agua -un millón de litros o cosa así- que me dio en la cara. Por medio minuto no supe si estaba en la calle San Martín o en el fondo del Pacífico, y cuando abrí los ojos vi una mocosa de pantalones que me miraba desde el umbral de una puerta con un balde vacío entre las manos, y que cuando vio mi cara -Mr. Hyde debía haber parecido Joselito al lado mío, en ese momento- se metió volando dentro de la casa. Cuando alcé la vista escurriéndome la camisa y secándome la cara, el tipo ya no estaba más.