A mi modo de ver, Tomatis exageraba, pero la teoría era original. Barco le respondió que mejor le hubiese valido usar el metro de carpintero para medir el objeto por el cual la mujer había sustituido a Tomatis. "Si es necesario desplegar todo el metro de carpintero para medirlo, ahí está la causa del engaño", dijo. Después dejaron de gritar y se hizo un silencio que duró más de cinco minutos durante el cual yo golpeaba el borde de mi plato con una cucharita. Como el silencio terminó por molestarme, me levanté y fui a orinar. Crucé un patiecito de mosaicos, que daba a un terreno lleno de árboles sin hojas, detrás de cuyas ramas negras vi, en el cielo, un montón de nubes que corrían rápidamente dejando ver el resplandor de la luna y una porción de cielo estrellado. Pero en el patio no había viento, y las ramas desnudas, negras, permanecían inmóviles. Ni siquiera llegué al baño. Oriné en el patio, parado sobre la franja de cemento que separaba el mosaico rojo del piso de tierra. Cuando volví a la cocina me pareció que habían estado hablando de mí, porque noté un silencio sospechoso, que no era el mismo que yo había dejado al salir al patio.
– Fui a cambiar el agua de las aceitunas -dije, cuando entré y noté el silencio. Tomatis me pidió que fuese hasta la pieza delantera a buscarle un paquete de cigarrillos del cajón de la mesa. Fui y abrí el cajón y vi que había dos cajas de cigarrillos norteamericanos. Me metí un paquete en el bolsillo y saqué otro para Tomatis. Cuando se lo di, Tomatis lo abrió y ofreció a todo el mundo, incluso a mí. Mordí el filtro y lo encendí, echando una bocanada de humo al centro de la mesa. Alcé la cabeza y entrecerré los ojos, con el filtro bien agarrado entre los dientes.
Después nos fuimos todos a la pieza delantera. Gloria y Barco se tiraron en el diván, en sentido inverso, de modo que Barco le decía a cada rato que le sacara los pies de la cara. El tal Nicolás se sentó en el borde de una silla y ahí quedó como muerto, sin abrir la boca y probablemente sin respirar. Yo estaba por sentarme otra vez en el borde de la mesa, pero Tomatis me detuvo diciendo: "No me gusta que las visitas pongan el culo donde yo trabajo", de modo que me senté en una silla y Tomatis se quedó parado contra la biblioteca. La Negra y Pupé ocuparon los dos sillones. Advertí que Pupé no se cuidaba para nada de mostrar las piernas, y que en cambio la Negra no hacía más que estirarse las polleras para cubrirse hasta las rodillas, de modo que mi convicción de que era más peluda que un chimpancé crecía cada vez más. Gloria se quejaba a cada rato de que Barco no le dejaba lugar en la cama, y que estaba a punto de venirse al suelo. Tomatis dijo que en el hotel donde había estado parando en Buenos Aires había una mucama tan alta que no entraba en el ascensor, y que una vez que él bajó a la administración ("porque la única vez que bajé de mi piso fui a la administración a pedir que me arreglaran el teléfono interno que se había descompuesto", dijo) abrió el ascensor y la encontró acuclillada en un rincón. "Le pregunté al administrador si no era demasiado trastorno tener una mucama de su altura", dijo Tomatis, "pero el tipo me contestó que limpiaba el cielo raso como ninguna y que era la amante del gerente, un tipo que se volvía loco por las mujeres altas". Pupé le preguntó si estaba escribiendo alguna cosa y Tomatis sacudió la cabeza varias veces, entrecerrando los ojos y dijo: "Sí. Alguna cosa estoy escribiendo". Pupé le preguntó qué era. "No sé bien, todavía", dijo Tomatis. "No llevo escritas más que trescientas páginas." "Pero es una novela ¿o qué?", dijo Pupé. "Hay un solo género literario", dijo Tomatis. "No hay más que un solo género literario, y ese género es la novela. Hicieron falta muchos años para descubrirlo. Hay tres cosas que tienen realidad en la literatura: la conciencia, el lenguaje, y la forma. La literatura da forma, a través del lenguaje, a momentos particulares de la conciencia. Y eso es todo. La única forma posible es la narración, porque la sustancia de la conciencia es el tiempo." Yo aplaudí. Pupé sacudió la cabeza dos o tres veces, y el tal Nicolás abrió la boca por segunda vez en toda la noche. "Según Valéry", dijo, "ante ciertos estados interiores la disertación y la dialéctica deben ser reemplazadas por el relato y la descripción". "Exactamente", dijo Tomatis, "y lo dice a propósito de Swedenborg y el estado místico. Lo cual nos da ya un campo más amplio para la narración. Y digo yo, si el estado místico, el estado extático por excelencia, es pasible de relato y descripción, ¿qué pasa entonces con las impresiones fugaces de la conciencia y las aprehensiones de los sentidos? Y en cuanto la disertación y la dialéctica dejan de ser verdad científica o filosófica, se convierten en la narración del error y de la perspectiva de la conciencia que las imaginó".
Aplaudí otra vez. En cuanto al tal Nicolás, me convencí más que nunca de que se trataba de un robot de plástico, tamaño natural, ideado por Tomatis para hacerlo decir: "La cena está servida", e intercalar en la conversación la frase de Valéry como apoyatura a su disertación.
Al fin Barco logró tirar a Gloria de la cama y cuando ésta se levantó se sentó otra vez en el borde, junto a Barco y comenzó a darle golpecitos en la cara con la mano abierta. Su largo cuello se inclinaba hacia Barco, y al mover la cabeza la cola de caballo se sacudía locamente golpeándole los hombros. Me di cuenta de que era la mujer más completa de las que estaban presentes. No me podía olvidar de la advertencia de Tomatis respecto de Pupé, y en cuanto a la Negra la idea de acostarme en la oscuridad con una mona peluda me hacía estremecer de terror. Los pantalones ajustados de Gloria le marcaban un culito que era la locura y cuando vi que a Barco le estaba permitido pasarle la mano lo más orondamente por las caderas, la espalda, y todo eso, me di cuenta de que de un momento a otro me iba a encontrar con el pito parado. Me vuelvo loco cuando veo una mujer con pantalones. Pueden pasar un millón de mujeres desnudas emitiendo una fosforescencia azulada delante de mis ojos, y yo vacilaré con cuál acostarme primero, pero si entre el millón llega a andar una de pantalones soy capaz de lanzarme como un rayo sobre ella. Gloria le levantaba la cabeza a Barco y le daba whisky en la boca, de a cortos tragos, y después tomaba ella. En una hora de las dos botellas no quedaba ni rastro. De golpe Barco se paró y dijo que se iba. Tomatis ni siquiera se despidió de él. Creo que no cruzaron una sola palabra en toda la noche, y por lo que yo sé, desde que nacieron no han dejado de verse un solo día. La Negra le preguntó si iba para el centro y Barco le dijo que sí iba, y entonces le pidió que la esperara. Fue hasta el fondo de la casa, supongo que a echar una meada, y después se puso el piloto blanco que le quedaba bastante bien y debía servirle para camuflar esa pelambre negra de mona que con toda seguridad le cubría todo el cuerpo. "Nicolás", dijo Tomatis. "Ellos van para el centro. En todo caso te arriman a la estación de ómnibus, porque ya son las doce y media. Mañana es primero de mayo y más tarde va a haber dificultad para encontrar transporte." Nicolás se puso de pie, recogió su impermeable, doblándolo sobre el brazo, y se fue con Barco y la Negra.
Cuando quedamos los cuatro solos fui y me tiré en la cama con la esperanza de que Gloria viniese a darme whisky en la boca, pero ella se quedó sentada en el sillón que antes había ocupado la Negra, escuchando a Tomatis contar la historia del productor, el director y la rubia en el hotel de Buenos Aires. Si no oí mal, en la nueva versión las rubias eran dos, idénticas, hermanas mellizas que se paseaban las dos desnudas por la habitación del hotel mientras él y los tipos del cine trataban de escribir los diálogos de la película. De pronto, Gloria se quedó dormida. Tomatis y Pupé estuvieron hablando en voz baja cerca de diez minutos, no sé bien de qué, y después se levantaron y se fueron para el fondo de la casa. Me quedé dormido, cosa de diez minutos. Cuando abrí los ojos, encontré a Gloria acuclillada junto a la cama mirándome atentamente. Tomatis y Pupé no habían vuelto todavía. -Te estaba mirando -dijo Gloria. Me incorporé.
– Parecías muerto -dijo Gloria. Tenía una cara delgada, con algunas pecas. Todo su cuerpo era delgado, apretado, salvo ese culito sensacional. El pelo recogido bien ceñido al cráneo le redondeaba la cabeza. En la mejilla izquierda le divisé un lunar. -He resucitado -le dije. Me senté sobre el borde de la cama. -Voy a cambiar el agua de las aceitunas -dije. Salí de la habitación y al pasar frente al dormitorio oí la voz apagada de Pupé. La puerta estaba entreabierta y la habitación estaba tenuemente iluminada por el resplandor de un velador.
– Nos hemos desnudado y nos hemos metido en la cama -dijo la voz de Pupé-. ¿Y qué hemos ganado con eso?
Salí al patio. Se había nublado otra vez y hacía frío, pero no lloviznaba. Cuando regresé traté de no hacer ruido y me paré a escuchar al lado de la puerta,
– Uno debe probarlo todo -decía Tomatis-. ¿Cómo puede no gustarte?
– No me gusta, simplemente -decía la voz de Pupé.
Yo estaba pegado a la pared, escuchando, y de pronto alcé la cabeza y vi que Gloria me contemplaba desde el otro extremo del pasillo, con los brazos en jarras y sacudiendo la cabeza. Avancé hacia ella y entré con ella en la habitación.
– No puede convencerla -dije.
– Lo supongo -dijo Gloria.
Después reaparecieron Pupé y Tomatis y cuando yo me estaba por ir Tomatis me dijo que podía dormir allí si quería. Gloria y Pupé se fueron y Tomatis las acompañó. Tomatis me dijo que durmiera en el diván, que él iba a acostarse en el dormitorio. Me desvestí y me metí en la cama. Antes de irse, Gloria me dio un beso en la mejilla. Yo le dije al oído que se quedara y ella se echó a reír, y no dijo una palabra, pero se fue. Le dije a Tomatis que quería conversar con él antes de dormir, pero no lo oí volver. Cuando abrí los ojos nuevamente eran las diez de la mañana y Tomatis estaba sentado a la mesa, escribiendo. Una luz gris entraba a través de los vidrios de la ventana que daba a la calle. Era una claridad opaca y tensa.
Me quedé largo rato contemplando a Tomatis, sin que él se diera cuenta de que yo me había despertado. La habitación estaba completamente limpia y ordenada y Tomatis se había puesto un pulóver gris del que asomaba el cuello blanco de la camisa, y unos pantalones de franela. Parecía perfectamente limpio y tranquilo. Miraba el recuadro gris de la ventana, con los ojos muy abiertos, sin verlo, y después se inclinaba para escribir. Yo tenía los ojos entrecerrados para que él no me descubriera mirándolo si daba vuelta la cabeza hacia mí. Durante el largo rato en que estuve contemplándolo, habrá escrito unas veinte palabras. Después hablé y él se sobresaltó.