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Aprendió la lección sobre los desmontes, sobre la cochambre de un ejército a punto de licencia, al compás de la armónica de los desocupados, de las canciones tristes del atardecer.

Cambia de velocidad. El paso a nivel está cerrado. Todos los días reniega de él, como renegaba de aquel otro cuando lo cruzaba con su carga de muchachos cantando. La barrera es blanca y roja y separa la campiña, que se apernaca en los alcores, de los suburbios de la ciudad. Una hilera de automóviles espera que la barrera se eleve sobre el balancín y quede suspendida de su tramoya después que el expreso haya cruzado la curva de nivel que limita los olivares.

Enciende el quinto cigarrillo de la jornada. Buen reflejo para desvirgar un paquete de "Chesterfield" – comprado a precio razonable, mensualmente y por cartones, a hurtadillas de la inspección de economato militar americano -. Aprieta el claxon y aspira el humo de la primera bocanada, como si con ello fuera a acelerar la llegada del ferrocarril. Es necesario esperar, y es difícil porque para nada tiene ya paciencia. La tuvo cuando era necesario de verdad tenerla, cuando su vida era como un montón de ropa que era preciso mantener seca en mitad de una corriente. La tuvo una vez, hace ya muchos años, mientras la carretera volvía a ser zona de bombardeo artillero, agazapado en la cabina del camión militar. Gabriel, con el que se turnaba en el volante, no la tenía ni en la medida mínima indispensable, y por no tenerla fue por los aires una mañana de marzo, una mañana fría, lluviosa, amanecida a propósito para la muerte. Sintió a Gabriel entre tanto muerto como lo rodeaba. Lo lloró por la noche, en la casamata, bien protegido de todos los fuegos artilleros nacidos y por nacer. Lo lloró como hubiera llorado al hermano que no tenía: "Cuando esté puesta la señal, no pases, un pepinazo te hará cisco", le aconsejó una vez más entonces; pero Gabriel no era como él, Gabriel pasaba. Y si en vez de haberse quedado hecho trizas continuara viviendo, no tendría automóvil, ni sería propietario como él de una casa junto al mar y de un negocio de transportes. Gabriel cargaría fardos en el puerto, o haría la ruta del pescado en un "diez mil kilos". Gabriel era pintiparado para un "diez mil kilos". Lo mismo que manejaba aquellas camionetillas rusas o americanas, cogidas al enemigo, manejaría un "diez mil kilos" como si fuera una pluma.

El expreso cruza ya el paso a nivel sin disminuir la marcha. Junto a la barrera levanta un mundo de pedazos de papel, de hojas secas, de arena y de polvo. Rostros apenas presentidos de primera, segunda y tercera clase; rostros que escapan sin haber sido vistos, que huyen como fantasmas tras el espejo sucio de las ventanillas.

La barrera oscila dulcemente y se pone vertical sincronizada a la música de fondo de un timbre eléctrico. Arroja el cigarrillo que se estrella como un proyectil contra la rastrojera de la cuneta y la chamusca. Pulsa el encendido. Con un traquetear de andamiaje, cruza el entablado que pone sordina a los raíles y enfila la calzada. Hace calor. Es verano y huele a verano en el suburbio que se acerca. Huele a agua estancada, a cáscara de melón. Huele a mañana sobresaltada de julio, húmeda de sudor ciudadano, en el arrabal de la ciudad con sus mujeres de greñas sueltas y sus niños desnudos oxeando como cerdos en el arroyo de las aguas residuales, con sus hombres en huelga involuntaria pegados a los muros de yeso y de lata de las chabolas, con los brazos – siempre los brazos – dejados caer a lo largo del cuerpo y la mirada ausente ya a toda palpitación vital.

Conduce ahora más a prisa. Es el primer año que siente preocupación por el peso, una preocupación más que sumar a la de la enfermedad de su hijo; un salto inexplicable desde febrero: de ochenta y cinco a noventa y cuatro; nueve kilos en cinco meses a los cuarenta y seis años con sólo un metro sesenta y siete de estatura.

Prende otro cigarrillo y rectifica la dirección. Es agradable vivir. Es mucho mejor que haber quedado como Gabriel, partido en mil pedazos, al borde de los alcores solitarios – aquellos alcores solitarios, tan idénticos a éstos, del frente de guerra-, cara a un paso a nivel, una mañana de primavera.

Cruza la ciudad a prisa. A una velocidad que no se ha permitido siquiera en la carretera. Cada día es igual su prisa por aparcar en la acera frente a su oficina y ver una vez más sus iniciales entrelazadas al cromo sobre el rectángulo de mármol del dintel, y luego caminar por el "hall" haciendo crujir los zapatos, flexionando los pies hasta darse de cara con el cristal esmerilado de la puerta de su despacho, y llegar hasta la mesa, a espaldas del ventanal que encuadra la perspectiva urbana.

La mesa del despacho con todos sus atributos es una pantomima. Él lo sabe. Es su cabeza la que trabaja; sin embargo, en ocasiones, toma notas sobre un "block" o hace dibujos caprichosos, al azar, en cuanto llega.

En la temporada de verano, durante la que todos sus camiones trabajan en contratas fijas de expediciones agrícolas y abandonan la ruta del pescado, juega a negociante. Apenas riesgos, apenas complicaciones con el personal de ruta. Ninguna determinación mercantil de importancia antes de octubre.

Después de sentarse en el sillón giratorio, tras haberse despojado de su liviana chaqueta de fresco, una absurda cosquilla bajo la tetilla izquierda y una extraña y desconcertante sensación de asfixia que parece no pertenecer siquiera al orden físico – aunque en nada pueda él creer que esté fuera de su biología – y después una aspereza en el paladar, un amargo sabor de boca que le recuerda su primer cigarrillo, que no tuvo que fumar a escondidas, que no significó nunca un misterio porque ninguna prohibición puso jamás barrera a su albedrío. A pesar de lo cual el pitillo le supo mal, quizá por eso precisamente. Le llega ahora aquel mismo regusto agrio que no identifica ni asocia a aquellos días de su niñez. Se desconcierta porque lo cree inaugurado. Le asustan las sensaciones nuevas. A propósito de ellas – en mitad de las conversaciones descarnadas, llenas de lugares comunes, de procacidades, con los amigos, dando golpes bajos sobre las tripas colgonas, temblando bajo la risa alguna papada satisfecha, con los dientes clavados en los cigarros con vitola de colección, con las entradas de fútbol o de toros en la mano -sonríe irónicamente, de regreso ya de todos los caminos del sexo.

No se atreve a jugar siquiera con la lapicera. La lapicera descansa paralela a los casilleros verticales de la agencia bancada y se eterniza sobre la raya de puntitos rojos. Cuando intenta cogerla, el leve movimiento atornilla un punto más la espita de los pulmones. Advierte entonces su absoluta desgana por todo movimiento, por toda acción. Es como si se hubiera detenido el tiempo en la punta de su nariz, y estuviera viendo el tiempo allí agazapado, como si se le hubiera escapado por los ojos el humo del cigarrillo y se diera cuenta de que estaba quebrando una ley física.

Pero hace un último esfuerzo y logra dejar caer la mano sobre el timbre de llamada, y el timbre de llamada comienza a sonar al otro lado del tabique.

La secretaria abre la puerta del despacho y bate al aire el abanico de facturas que trae en la mano aprovechando la llamada para pasar a la firma.

En el reloj fosforescente del plinto, muy cerca del techo, son las ocho y media en punto de la mañana. El horario señala el mural abstracto – fusilado de un "Cahiers d'Art" – el minutero clava su aguja en la moldura de escayola que simula un friso etrusco.

El sol inunda ya el jardín. Al otro lado de la calle Mrs. Humprey, descalza, da una última chupada a un cigarrillo y abre la llave de paso. Luego toma la manga de riego y va dejando caer una lluvia de agua sobre los parterres.

Sigue con la mirada los movimientos de Mrs. Humprey mientras tamborilea con los dedos enjoyados sobre la baranda.

Un perro vagabundo cruza la calle y levanta con el hocico la tapa del cubo de basura colocado junto a la cancela por fuera de la casa.

Sobre la cristalera de la galería, sobre los baldosines rojos, sobre las pérgolas que sujetan el florido ramaje de los jazmines, reverbera, pálidamente rubio, el disco dorado del sol que se eleva lentamente desde el Oriente.

* * *

– Aquel lobito bajó otra vez este año. El del año pasado, el de siempre. No hay más lobo que él. El único que queda en los contornos a cinco leguas a la redonda, don Roque. Una escopeta como la suya y rondarle despacio los caminos y chamuscarle el hocico de una buena perdigonada – dice el secretario del Ayuntamiento.

El Teniente asiente con la cabeza y fuma despacio.

– Llega septiembre – tercia otro de los hombres – y olvida usted que está invitado a echar un buen día de campo con nosotros. Para el mes de difuntos, ya menos hay que contar con usted, y ése si que sería el buen tiempo: el lobito baja hasta las mismas casas, y no es que haga daño, no; que no habiendo ganado suelto en el pueblo poco puede mercar. Por distracción más bien, don Roque, por darle gusto al dedo. Tomando el apostadero de la garganta, usted sería el que le volara las orejas.

Por el terraplén, frente a la vía férrea, a la derecha de la choza de Rosante – adonde llegan a veces los mozos del lugar para echar un cigarro despacio y quemar el avenate del sexo -bajó el somatén, precedido del Teniente de la Guardia Civil jefe de línea, a la práctica anual de tiro.

Nadie nuevo en el somatén. El Teniente es el mismo de siempre, don Roque Prado, para cinco años – con las más diversas graduaciones – soportando el día de San Alejo o de Santa Adela, sentado sobre el borde de la terronera polvorienta de la vaguada, el tiroteo a discreción de los afiliados del somatén: ocho máusers checos y doce espingardas italianas; dos calibres distintos y ni un cerrojo limpio ni una sola ánima libre de polvo.

Como todos los años, antes de empezar, el calibreo y el cigarro gibraltareño, en corro, alrededor de la terronera donde el Teniente asienta el trasero verdipardo de su uniforme de campaña mientras escucha y promete la asistencia a la caldereta que nunca tiene lugar, a la cacería otoñal que nunca llega a celebrarse.

– Sin tener hembra -dice otro de los hombres – por la querencia de una perra no deja de llegar el lobito, don Roque, por la querencia. Toscas y hurañas son las alimañas; pero para eso -la mirada del hombre queda fija un instante en la cabana de chamiza y caña de maíz de Rosarito – ya vale no tener entendimiento. Si aún teniendo mujer, a veces, no puede uno sufrirlo y busca aunque sea una escoba para variar… Que siendo alimañas y no teniendo ni el temor de Dios, ni una hembra siquiera para cumplir… figúrese.

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