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El silencio se corta con la respiración que hace oscilar las lamparillas de ánimas estratégicamente colocadas. En la penumbra, junto a la dueña, las dos sirvientas contestan los rezos de doña Eduvigis concentrada en si misma, trémula de entonaciones, alejada de todo vestigio terrenal, perfecta y equilibrada la voz: "Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los Ejércitos. Llenos están el Cielo y la Tierra con vuestra gloria".

* * *

Se dan de cara con la comitiva en el preciso momento de la despedida. Fuman el último cigarrillo de la jornada sin tomarle el gusto, aburridamente, en la esquina de la calle Real, frente a la taberna de Florencio. No se atreven a preguntar siquiera si es la muerte la que llega. Saben que es la muerte la que viene bajo la lona sobre la batea de la camioneta de Chico Mingo, porque las trazas de la muerte trae.

Los hombres se agolpan alrededor de la camioneta cuando Chico Mingo maniobra pegándose al bordillo de la acera para tomar la curva; pero no es un hombre sino un chico de pelo rubio como la panocha de maíz el que salta con desenfado a la batea y levanta un pico de la lona.

Pilete mantiene su gesto lívido de pie junto a la

cabina, y ya los guardias urbanos rodean la camioneta y forman un cordón que obh'ga a los hombres a retirarse. El chico rubio escapa salvándose milagrosamente del capón que le tira uno de los guardias municipales.

Chico Mingo enfila la calle y toma la costanilla camino de la rotonda del juzgado.

Caminan los tres despacio, inconscientes, tras la comitiva, después de haber pedido razón del suceso, como todos los hombres sentados en la terraza del casino o en la puerta de la taberna.

Desde el prado comunal llega la música de las barracas de tiro al blanco, la música carnavalesca y dulce de los tiovivos, de las calesitas que suben y bajan, de las barquitas oscilantes pintadas de rojo y colgadas de una barra de metal a las que un hombre con una camiseta rayada pone en movimiento a fuerza de músculos.

La música los encabrita y les devuelve el pulso, y olvidan ya la muerte y aprietan el paso camino de las barracas con centellas rojas y azules dejando que se aleje el cortejo que es en seguida un murmullo de voces al fondo de la calle, en la Plaza del General Franco.

– Si hubierais visto el parque de atracciones de París… – dice Eugenio -. Si lo hubierais visto.

Frente a ellos se levanta la primera barraca, la barraca solitaria, alejada del resto de los tenderetes, brochazo de colorines, serpentina de palotes, diana de las flechitas de culo peludo, bazar de muñequitas, de bolsitas de celofán con caramelos rancios, Búffalo Bill melenudo blandiendo un "colt" de purpurina, perseguidor de pieles rojas mil veces repetidos en la cenefa del retablo pintado de añil.

– ¿Sabéis vosotros lo que siente un hombre cuando muere? – pregunta Toto -. Debe ser algo así -continúa-como cerrar los ojos cuando duermes para no pensar ya más en nada.

– En Francia hay más de cien accidentes de carretera cada día – tercia Eugenio -. Son cosas que tienen que pasar. No hay que tomarlo demasiado en consideración.

– ¿Creéis que lo enterrarán aquí? -vuelve a preguntar Toto.

– Puede -dice Antonio-, No creo que ese pelao tenga para costearse un traslado, siendo como dicen que es un murguista. Lo meterán en la fosa común. Habiéndole correspondido el accidente a este juzgado, lo mismo le corresponde el entierro.

Nadie dispara en el primer tenderete. Las escopetas de aire comprimido están vacantes en el armero. La chica que, tras el mostrador, atiende la barraca permanece acodada sobre él, flamígera su mata de pelo rojizo bajo los tubos fluorescentes.

– Vida. Una escopeta a modo -pide Eugenio. La persigue con la mirada mientras la chica toma la escopeta del armero. Se excita con los senos en punta bajo el jersey de algodón-, ¡Machos, yo horrores!. ¿Qué me decís?.

– Que si, hombre, que si. Lo que ella diga, ¿verdad, prenda? – contesta Antonio.

– De guasa nada, eh – dice la muchacha -. ¿Vais a tirar o no?.

– Vamos a tirar los tres con una sola escopeta; para que no se preste a engaños. Voy a demostrarle a estos mataos – señala a Toto y Antonio – cómo se darle gusto al dedo – dice Eugenio.

– Aquí tenéis – dice la chica mientras deja caer los plomillos sobre la cazoletilla de lata incrustada en el mostrador-. Pero no me vayáis a hacer una faena. A ver si me chafáis las botellas y me destrozáis las muñecas a tiros con el cachondeo…

Cuando abandonan el tenderete lleva cada uno una docena de caramelos envueltos en celofán.

– En París, una tarde, hice diana diecisiete veces seguidas, y cada vez que hacía blanco, una "foto".

– Ya está bien la cosa por hoy, ¿no? -dice Antonio -. Cada mochuelo a su olivo. Estoy que no puedo más, en serio. Estoy que no puedo tirar de mi alma: igual que si me hubieran dado una paliza.

– Blando eres tú -se burla Eugenio-. Vamos a tener que darle la razón a éste y pensar que tienes menos redaños que una hembra. ¡Ya verás lo que es bueno si es que vienes a Francia!. |Que cobrarás más billetes que aquí porque esto es un país de hambre y de miseria, no lo dudes!. Pero que no vayas a creer que vas a estar con los brazos cruzados. De eso nada, rico. Al que trabaja lo explotan en todas partes. Tendrás que ganarte el dinero a pulso. Si por una tarde que estás de cancaneo sin doblarla y dándole al vaso y contento al lado de los amigos resulta que no te tienes en pie, no sé que te pasará cuando te hagan cargar con una pieza a modo de un lado a otro de la nave. Pasa que hay que tenerlos muy bien puestos y tirar para alante si quiere uno abrirse camino en la vida.

– Tú sabes que si me llevaras, si me sacaras de aquí, no te arrepentirías…

– No tengas cuidado que te lleva -tercia Toto-. Que te lo he dicho esta tarde y te lo volveré a repetir. Te lleva o antes de que pasen dos días tiene que coger el tren por no oírte.

– Lo que hago si queréis es que os invito al cine – dice Eugenio cambiando de tema -. Y, si tenéis hambre, un tentempié con unas anchoas os puedo dar.

Ni Toto ni Antonio contestan. Caminan los tres de regreso subiendo la larga cuesta que separa el prado comunal del pueblo. El reloj de la torre da la campanada de una media.

– Si os decidís tiene que ser rápido – insiste Eugenio-porque la segunda sesión está ya a punto de empezar. A ti lo que te pasa – señala a Toto – es que estás cabreado por lo de esta tarde y crees que la Mariquita va a tomar en consideración que hicieras el gamberro como lo has hecho. Eso es lo que te pasa. Se ve que conoces mal a las mujeres, que lo que les gusta es eso, el castigo.

– Lo que le pasa – Antonio habla lentamente – es que lo mismo él que yo, cuando lleguemos al tajo mañana, nos dan la boleta, ¿comprendes?. Nos ponen de patitas en la calle. Y esta vez no es porque les falte motivos, que no soy yo falto de razón para comprender que por muy cabrón que sea el contratista no tiene esta mano razón. No sólo hemos perdido media peonada sino que hemos estado luciéndonos y nos ha visto todo el pueblo borrachos. Tú vete pensando que a mi por lo menos me tienes que llevar cuando te vayas, porque lo que es mañana no pienses que me van a dejar seguir con el encofrado.

– Lo que de verdad puedo yo hacer, y os lo he dicho, es invitaros al cine para que se os quite la tristeza. Mañana será otro día y de todo se hablará cuando llegue la hora. Ahora que si no queréis no insisto, os dejo y me voy solano a darme un garbeo para ver a la damisela de las escopetas y le apunto el cante a ver si no me sale por peteneras. ¿Os fijasteis en los limones que tiene la moza?.

– Lo que siente un hombre cuando muere es lo que quisiera yo saber – dice Toto de pronto -. Lo que siente un hombre cuando muere.

* * *

La luz del carburo ilumina agria y azul la entrada de la choza. En la noche pura y cerrada la luz es como una canción sobre los alcores solitarios.

La luna no rebrilla ya sobre la vía férrea, y en la peña los cuervos y los grajos han silenciado ya su serenata de graznidos.

De tarde en tarde, llega a la chamiza el ladrido angustioso de los perros cortijeros y el canto de los grillos sobre las tomateras, más arriba del melonar. El niño duerme colgado de la viga sobre la cestilla de esparto. La brisa mueve a veces la llama azul y el aire trae el regusto picante y salado de la marisma lejana.

Rosarito, sentada sobre el banquito de madera a la puerta de la casa, se adormece despacio. Como todas las noches, llegan hasta la choza murmullos de los cuatro puntos cardinales que le ayudan a coger el sueño; el silbo del tren que sube los alcores, el galope de un caballo en celo en la dehesa que se abre al fondo de la peña, la música lejana de las barracas, el altavoz del cinematógrafo, los pasos de algún hombre que se acerca a la querencia del amor prohibido.

Rosarito abre de pronto los ojos a pesar de no haber oído ningún ruido extraño. Es imposible ver, pero es fácil escuchar a quien se acerque a la choza.

La rastrojera cruje y Rosarito toma la luz de carburo y la apaga de un soplo. Ha de esperar a que sus ojos se acostumbren a la oscuridad total Foco a poco va presintiendo los contornos difuminados de las cosas: el olivar, el haza de los melones y de los tomates, la cantera con sus malecones blanquecinos, las luces del pueblo y la mancha encalada del caserío, el cañizal sobre el barbecho que atraviesa un hombre despacio, desorientado, un hombre que, al parecer, no conoce el camino y que se guiaba por la luz recién apagada.

Rosarito no conoce el miedo. Nunca ha sentido miedo de vivir en el campo, media legua alejada del pueblo. Nunca la ha estremecido el susto en las largas noches cerradas del invierno con lluvia y con tormenta, ni en las asfixiantes del largo verano, ni en las templadas de la primavera cuando los hombres, tras la jornada de trabajo, caminan hasta la choza con el corazón escapándosele por la boca. Sin embargo, algo le dice que se acerca lo desconocido y sus pupilas se dilatan más de ansiedad que de miedo, igual que los cervatillos en el bosque con las pisadas del cazador.

El hombre con el que ha pasado la tarde hace ya casi cuatro horas que saliera de la choza. No puede ser, pues, el mismo hombre que vuelve de nuevo a la querencia. Tampoco parece ser otro hombre cualquiera del lugar, ni la pareja de la Guardia Civil, ni siquiera un mendigo, porque ella conoce las pisadas de los hombres del pueblo que andan firmes y duros arrastrando los pies y la de los botos camineros de la Civil, y las pisadas leves y medrosas de los vagabundos que, a veces, se acercan a la choza a pedir un poco de agua.

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