Pasaron los años, muchos, muchos años, y el gobierno ha invitado al anciano y glorioso compositor de valses a un festejo en palacio. Una pareja de viejitos entra en la sala del trono, son Johann y Poldi, quienes acompañados por los edecanes se acercan al emperador y lo saludan. Oh sorpresa, el venerable anciano que desciende del trono no es otro que Hagenbruhl, quien abraza a Poldi y a Johann, se trata de un emperador ejemplar que ha derramado el bien sobre su pueblo.
Agradece a Johann y esposa el honor que le hacen de acudir a palacio, a lo que Johann responde que él honor es para ellos, de saludar al monarca que tanto bien a hecho a Viena. El emperador sonríe, replica con emoción sincera en la voz que si bien él ha hecho mucho por Viena, Viena es la novia de otro hombre, el corazón de Viena tiene un dueño para siempre, y al ver que Johann no comprende hace un gesto indicando el balcón cerrado. Uno de los miembros de la corte se adelanta y abre de par en par las puertas y pide a Johann que se asome. Pobre Johann, es un viejo ya con pocas fuerzas, los años y las penas se han llevado su ímpetu de otros días, no se atreve a salir al balcón, pero ante la insistencia del emperador finalmente se asoma. La inmensa explanada de jardines, la plaza más vasta de la ciudad, está delante de él, y una multitud, toda Viena, la colma con sus pañuelos al viento. Al aparecer Johann estallan las salvas, todos lo esperaban, es el homenaje que el emperador le preparaba en secreto, y las voces que vitorean poco a poco toman un ritmo sostenido, un ritmo de vals, y todos corean aquellas estrofas dé amor: «Sueños de toda una vida pueden hoy ser realidad, el rostro que yo veía cuando mis ojos cerraba…» y sin cerrar los ojos Johann cree ver allá en lo alto, por encima de la multitud, a una criatura del éter, y la visión se hace más y más nítida, es una hermosa mujer joven, sí, es Carla que canta sus versos, y su piel no es blanca ni sus labios de rojo coral ni sus ojos de verde esmeralda, sobre el cielo de Viena su figura ahora se refleja transparente, y Johann se afana pensando de qué color es esa sublime visión, y no lo puede distinguir, y se empieza a angustiar, ¿cuáles eran los siete colores del prisma?, violeta, azul, rojo, amarillo, verde… no ninguno de ellos, es este un color que no existe sobre la tierra, es un color mucho más hermoso pero tanto afanarse y ¿cómo puede hacer ese anciano para encontrar un nombre a un color que no existe? no existe sobre la tierra.
Pero la visión se vuelve cada vez más resplandeciente y más cercana se acerca como la realidad un día se acercó al sueño, y sí, «sueños de toda una vida pueden hoy ser realidad», se dijo Johann al tener un día a Carla en sus brazos, pues por pocos instantes a su alcance hubo «labios de tibio coral que tiernamente besar, y ojos de verde esmeralda -el mar en ellos está- y yo en él sumergido busco ¿qué? lo que en él se ha de buscar, ¿qué es lo que los amantes buscan allá en el fondo del mar?» Esa es la pregunta que sigue coreando feliz en la explanada toda Viena, la ciudad que sabe amar y conoce la respuesta a la pregunta del vals, y Johann, que nunca la supo, no se puede unir al coro, en cierto modo porque está algo sordo debido a la edad y principalmente porque lo entristece morir sin saber lo que tanto quería saber, es tal la pena, que maldice a este mundo y al otro.
Pero poco a poco la visión transparente de Carla en color cuyo nombre no se sabe se torna tan cercana, pero tan cercana, que Johann de repente piensa que si él le pregunta como se llama ese color que no existe sobre la tierra, ella lo va a oír y ls va a contestar.