Patagonia maldita, belleza del diablo. Su angustia y perplejidad crecían a medida que pasaba el tiempo. Como toda ama de casa, de aquella época y de todas, Delia era muy apegada a los horarios, de los que era esclava creyendo ser su ama. Y aquí parecía como si los horarios no existieran, directamente. El día continuaba. En realidad la asustaba un poco. Parecían estar sucediendo raros fenómenos atmosféricos: un telón de nubes se había levantado del horizonte, y en lo alto del cielo tenían lugar desordenados movimientos… Mientras que en la superficie reinaba una calma asombrosa. Eso ya era extraño, amenazante. Y sumada la persistencia de la luz, se hacía escalofriante para la náufraga. No podía creer que le estuviera sucediendo a ella. No podía, y ya casi no lo intentaba; pero de todos modos sentía que había pasado, o estaba pasando, al registro de la creencia, y dejaba atrás el de la realidad lisa y llana, su vida de horarios.
¿Adonde estaré? se preguntaba.
La creencia tenía un nombre: la Patagonia.
La circunstancia hizo práctica a Delia. ¡Adiós a sus filosofías funerarias, a sus fantasías de ama de casa de negro! De pronto hubo asuntos más urgentes que resolver. El simple hecho de estar viva y no muerta tenía consecuencias insospechadas. ¡Qué simples son las causas, qué complicados los efectos!
Tenía que encontrar alojamiento. Un lugar donde pasar la noche. Porque la noche, que no llegaba, no tardaría en llegar. Y entonces sí que sería el bailar. Mucho más de lo que se imaginaba, aunque era justamente lo que se estaba imaginando: una noche sin luna, sin luz, en la que todo se transformaría en horrores… Eso era lo que estaba más allá de la imaginación: la materia de las transformaciones. Porque no veía nada a su alrededor susceptible de volverse otra cosa, ni un árbol, ni una roca… ¿Las nubes? No concebía que se le pudiera tener miedo a una nube. En cuanto al aire, no era susceptible de tomar formas.
Pero de todos modos, había cosas. No estaba en el éter. La luz mortecina del crepúsculo ultra postrero estaba ahí mostrándole millones de objetos, pastos, cardos, guijarros, terrones, hormigueros, huesos, caparazones de tatús, pájaros muertos, plumas sueltas, hormigas, escarabajos…
Y la gran meseta gris.
Lo que Delia ignoraba, en aquel crepúsculo perenne, es que había una noche en esta historia suya. Lo ignoraba porque la había pasado en coma dentro de los restos del Chrysler aplastado contra el camión-planeta.
Ramón Siffoni, su marido, había corrido toda la noche en su camioncito rojo sin darse un minuto de descanso. Ni siquiera pensó en detenerse a dormir un rato, todo lo contrario. Vio salir la luna frente a él, un disco anaranjado chorreando luz, y se sintió el dueño de las horas y las noches, de todas sin excepciones ni blancos, en un continuo perfecto. Su concentración al volante era perfecta también. La noche había llegado en esta concentración, mientras el camioncito atravesaba como un juguete los pueblos que se dormían. De pronto era el desierto, y de pronto era de noche. Los pueblos se volvieron unas conformaciones confusas de piedras, de las que irradiaba oscuridad. Las ciudades salían de la tierra. No eran ciudades: nadie vivía en ellas. Pero se parecían a las ciudades como una gota de agua se parece a otra. Que no hubiera nadie sólo significaba que nadie debía orientarse en sus vericuetos. En sus calles corría una orientación general abstracta, como el mapa de la luna. Fue cuando atravesó el Río Colorado que salió la luna, sobre el puente, y Ramón se puso alucinado, los ojos como dos estrellas. Una gran meseta que no conocía se había interpuesto entre él y el horizonte, tomando el lugar de su concentración. Allí no había nada.
Sin que él lo supiera, tuvo lugar entonces un fenómeno no registrado, pero muy común en la Patagonia: las mareas de atmósfera. La luna llena, ejerciendo toda la fuerza de atracción de su masa sobre el paisaje, levanta átomos dormidos en la tierra y los hace ondular en el aire. No sólo átomos, que sería lo de menos, sino también sus partículas, entre ellas las de la luz y las intrincadísimas de la disposición.
Quizás la marea de esa noche tuvo algún efecto sobre el cerebro de Siffoni, quizás no, nunca se sabrá. Sobre el camión, tuvo la consecuencia curiosa de desprenderle el color, el rojo ya medio desteñido con el que había salido de fábrica, cuarenta años atrás, pero que brillaba tanto en los amaneceres de verano, cuando cantaban los pájaros. Y también el color que había bajo la pintura. Se volvió transparente, aunque no había nadie para verlo.
Cuando, horas después, Ramón miró por el espejo retrovisor, vio un autito celeste corriendo un kilómetro atrás de él. El polvo se había vuelto transparente también. La presencia allí de ese vehículo pequeñísimo lo llenó de extrañeza. Por el hilo de la extraneza, se sintió perseguido. Al rato, seguían a la misma distancia. No parecía difícil sacárselo de encima; nunca había visto un auto tan diminuto, pero no creía que tuviera mucho motor. Aceleró. Habría creído imposible poder hacerlo, porque venía apretando a fondo el acelerador, pero de todos modos el camión aumentó la velocidad, y mucho. Se escapó hacia adelante, el camioncito de cristal, como una flecha disparada del arco.
Aquí hago un paréntesis. Porque, pensándolo bien, la luna sí tuvo un efecto sobre Ramón. Fue que se vio como marido. Era un marido como tantos, regularmente bueno, normal, más o menos. Pero lo que vio fue que esta condición en la que él se encontraba con tanta comodidad descansaba por entero en un razonamiento, el de que "podría ser peor". En efecto, hay maridos que les pegan a sus esposas, o se degradan de este modo o de aquel, avergonzándolas, o les hacen toda clase de canalladas, en general muy visibles (nada es más visible para el que contempla un matrimonio), todo lo cual culmina en el abandono: hay maridos que se van, que se esfuman, muchísimos. De modo que si el marido permanece, y persiste en sus infamias, aun así "podría ser peor". Podría irse. Pero las mujeres no son tan idiotas como para conformarse con eso; porque evidentemente "mejor sola que mal acompañada", ya que hay situaciones límite en las que liberarse de un marido monstruo es mejor que conservarlo. En realidad el "podría ser peor" es muy flexible, y hasta muy exigente; la menor falla desacredita a un marido a los ojos de su mujer. "Podría ser peor…" sólo si uno es casi perfecto, si sus faltas son veniales, de tipo humorístico (por ejemplo si no se sube unos centímetros los pantalones al sentarse, y a la larga la tela se estira en las rodillas). Muy bien, así se establece una jerarquía: hay tipos que son monstruos y le hacen un infierno la vida a su esposa, por ejemplo si son borrachos; y hay otros que no, y si uno está en esta última categoría puede permitirse el lujo de mirar retrospectivamente sus pequeños (y grandes) defectos, sentado en el sillón del living leyendo el diario, mientras la esposa prepara la cena, y sentirse muy seguro de sí. Tan seguro que de pronto se abre ante él, como una flor maravillosa, el mundo de los vicios que podría, que puede, practicar con impunidad gracias a su condición de buen marido, de buen padre de familia. La vida se lo permite, a él y a nadie más que a él. ¿No sería una pena, un crimen, desaprovechar semejante oportunidad? El espectro de las canalladas es su escala de Jacob; cada peldaño tendrá su dialéctica sutil de "podría ser peor", y la vida no le alcanzará para llegar a la cima, al monstruo.
Pues bien, Ramón Siffoni tenía un vicio. Era jugador. El matrimonio lo había hecho jugador, pero también el juego lo había hecho un hombre casado. Jugaba desde mucho antes de casarse, desde su primera juventud, pero en el caso del juego, como en el de todos los vicios, no se trataba tanto de haber empezado como de seguir. Él era incorregible. Lo suyo era definitivo. Era la marca de su vida, el estigma. Se jugaba todo, la plata que ganaba, y la que ganaba su mujer también, en forma de deudas impostergables, los enseres, la casa (por suerte alquilaban), el camión. Siempre estaba en cero, pelado, y a partir de ahí se hundía, a profundidades vertiginosas. Siempre perdía, como todos los jugadores de verdad. Era un milagro que sobrevivieran, que se alimentaran y vistieran y pagaran las cuentas y criaran a su hijo. El secreto debía de estar en que a veces, por casualidad, ganaba, y con esa imprudencia maravillosa de los jugadores, que nunca piensan en el mañana, se gastaba toda la ganancia, hasta el último centavo, en ponerse al día y seguir adelante; de modo que el mismo gesto de imprevisión que por las noches actuaba en contra de la familia, de día actuaba a favor. Más milagroso, mucho más, era que no se supiera en el barrio, en el pueblo (todo Pringles era un barrio, y la información circulaba rápido como un cuerpo en caída libre). Por supuesto que actividades de ese tipo se llevan a cabo con cierta discreción; pero aun así, es inconcebible que no se haya sabido, que no lo haya sabido mi mamá, íntima de Delia. Porque, aunque discreto y nocturno, era un pasatiempo por demás sujeto a indiscreciones. Y había venido sucediendo durante años, y seguiría, décadas, antes y después (¿antes y después de qué?). Y, sobre todo, habría bastado muy poco, un dato cualquiera, una ínfima brizna de información, para sacar conclusiones, para explicárselo todo… Y aun así, se supo, pero muchísimos años después (claro que se supo, de otro modo no estaría escribiendo esto), yo ya no vivía en Pringles, un día, no sé bien cuándo, en uno de mis viajes, mamá lo sabía, lo sabía muy bien, estaba cansada de saberlo, ¿cómo se explicarían sin ese dato las vicisitudes de la familia Siffoni, su status quo? ¿Cómo se habrían explicado desde el principio, desde nuestra prehistoria en el barrio? Eso es lo que me pregunto yo: ¿cómo? ¡Si nadie lo sabía!
Las apuestas siempre suben. La luna subía… Pero no subía, como no lo hace tampoco el sol; ese ascenso es una ilusión creada por el giro de la tierra… En el cénit de la apuesta, Ramón Siffoni, el hombre-luna, que por la mera gravitación de su masa hacía subir las mareas de dinero, pondría sobre el tapete, o la había puesto ya, la apuesta suprema: su matrimonio.
Cuando volvió a mirar por el espejito, el pequeño auto celeste seguía tras él, clavado a un kilómetro de distancia. Ramón acentuó la sospecha de que lo estaban siguiendo. ¿Qué hacer? Acelerar más era inútil, y podía ser contraproducente. Levantó el pie del acelerador y dejó que la velocidad cayera por sí sola; siempre lo hacía, era algo automático. De cien disminuyó a noventa, ochenta, setenta… sesenta… cincuenta, cuarenta, treinta… ¡Dios mío! Era peor que una frenada en seco. El paisaje lunar de la meseta había venido huyendo hacia atrás, y ahora huía hacia adelante, el polvo transparente que se levantaba del camino de tierra lo envolvía como una plata fluida… Era casi como avanzar y retroceder en las dimensiones, no en la meseta. Pero cuando echó otra mirada al espejito, ahí estaba el kilómetro, el ratón celeste…