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Cargadas las mulas y hechos todos los aprestos para la jornada de seis días que les esperaba, tres de ida y otros tres de regreso, salieron con las primeras luces del alba y las más conmovedoras recomendaciones de la ciega. El ascenso hasta la planicie de los Álvarez no fue tan duro como la vez anterior, cuando lo hizo sin compañía y sin conocer el camino. Al llegar a la zona de los cafetales, de nuevo volvió a sentir, intacta, la fascinación de ese ambiente tibio, acogedor y lleno del inconfundible colorido de una vegetación que daba la idea de algo cuidado y escogido a propósito para crear un efecto de belleza natural pero ordenada. En verdad, era muy poco lo que el hombre había hecho en ese sentido. En la tierra caliente, el elemento propiciador de una belleza tan armoniosa y paradisíaca era más bien el clima. Lentamente, disfrutando cada árbol, cada acequia silenciosa viajando con su agua transparente por un cauce de limo y helechos temblorosos, cruzó los sembradíos de café. Al comenzar a subir la última y ligera pendiente que daba a la casa de la hacienda, salió a abrazarlo Amparo María. El Zuro iba adelante con las mulas. La muchacha no hizo nada para disimular su felicidad ante el encuentro. Seguramente, el arriero conocía ya sus viajes a La Plata y sus relaciones con Maqroll. Estaba más bella que nunca. El vestido de percal negro le ceñía el cuerpo, resaltando sus formas esbeltas, hechas de una materia en donde los tendones y los huesos parecían haber tomado el lugar y adquirido la moldeada suavidad de la grasa. El quiebre de la cintura, la firmeza de las piernas y el negro pelo amarrado en la nuca, en un apretado moño con brillos de azabache, volvieron a recordarle las jóvenes bailarinas de los tablados de Jerez de la Frontera y de Cádiz. Amparo María, tan parca de palabras como siempre, se limitaba a pegarse al cuerpo del Gaviero y a mirarlo a los ojos con esa expresión de gran pájaro esquivo que examina el interior de una habitación a donde entró por descuido. A Maqroll le invadía, poco a poco, una como penosa conciencia del peso de los años, del intrincado ovillo de sus andanzas y desventuras, dichas y descalabros y el único alivio que hallaba para esa pesadumbre era el sentir a su lado esa ternura cálida, felina y joven que lo acompañaba como una parca que hubiera preferido el camino de la indulgente ternura.

Don Aníbal los recibió en el corredor de la casa y, mientras el Zuro conducía las mulas al establo para descargarlas y darles de comer, el dueño invitó a su huésped a compartir con él el chocolate hirviente y espumoso servido con bizcochos de yuca recién horneados. Allí, sentados en sendas mecedoras, miraban, sin intercambiar más palabras que las necesarias, la abrumadora inmensidad de la cordillera de un lado y, del otro, la serena y florida extensión de los cafetales. Cuando llegó la noche, don Aníbal le dijo a su huésped que, en vista de la jornada que les esperaba al día siguiente, era aconsejable irse a dormir temprano. Iban a necesitar toda la reserva de fuerzas y nervios acumulada durante el sueño. Así lo hizo el Gaviero, no sin antes buscar discretamente un pretexto para volver a hablar con la muchacha. Ella facilitó las cosas al llevarle, a la habitación que les habían dispuesto encima del establo, un vaso de leche para tomar en la noche. Se quedaron conversando un buen rato, bajo una ceiba gigantesca que allí cerca levantaba la vasta maravilla de su ramaje centenario. La joven se ofreció a hablar con el Zuro para que éste se acomodara en otro lugar y ella pudiera pasar la noche con su amigo. Maqroll, muy a su pesar, tuvo que disuadirla de la idea. La misma Amparo María acabó por convenir en que la prueba del día siguiente y del posterior que los llevaría hasta la cuchilla, era abrumadora. Se despidió, de pronto, como si no quisiera prolongar una pena mucho más honda de lo que exteriormente aparentaba. Maqroll entró a su cuarto, se desvistió y encendió una vela para leer un rato en el lecho que le habían arreglado en el suelo y que encontró mucho más acogedor que el de la casa de La Plata. Sabía que, de no leer, le sería muy difícil conciliar el sueño. Poco después entró el arriero quien, sin desvestirse del todo, se tendió en otro lecho que estaba en un extremo del cuarto.

Maqroll había traído la Vida de san Francisco de Asís de Joergensen. Solía leerla abriendo el libro al azar. El Zuro se mostró intrigado con la, para él, inusitada costumbre y le preguntó:

– ¿Está rezando? ¿No que estaba tan cansado?

– No consigo dormir sino leo un poco -le contestó el Gaviero, divertido con la ingenuidad de su compañero de viaje-. No estoy rezando. No creo que sea para tanto ¿no? Leo, sí, la vida de un santo que amaba mucho los animales, el monte, el sol, las quebradas y a la gente pobre. Era de familia muy rica y, en el físico, se debió parecer un poco a ti. Dejó todo para entregarse a lo que quería y ofrecerle a Dios ese amor por todo lo que había creado. -Maqroll se dio cuenta que la explicación era tan insuficiente y fragmentaria que arriesgaba dejar en el Zuro una idea injusta del Poverello, por trunca y superficial. La respuesta del Zuro lo tranquilizó.

– Claro, si le gustaban los animales y el monte y el sol, la plata le salía sobrando. Seguro que hasta acabó haciendo milagros. Dios debía querer ayudarlo.

– Sí -repuso el Gaviero a quien maravilló la espontánea lucidez del muchacho-. Hizo muchos y muy admirables. Ya te los contaré otro día. Vamos a dormir.

El Zuro había cerrado los ojos y comenzaba a respirar con la regularidad de quien cae en un sueño profundo.

A la madrugada siguiente los despertó Amparo Maria con café recién hecho y bizcochos del día anterior. Ya estaba arreglada, con su pelo estirado hacia atrás y el moño impecable. Lista para presidir una fiesta en el cortijo, pensó Maqroll mientras bebía el café. La muchacha se dio vuelta bruscamente y se perdió en el interior de la casa. Tampoco el Gaviero tenía ánimos para decirle adiós. Estaba tan bella que se hubiera quedado allí para siempre, tirando todo por la borda.

La subida desde el llano de los Álvarez hasta la cabaña abandonada les tomó todo el día. El camino iba convirtiéndose, cada vez más, en el lecho de una quebrada nacida de las lluvias. Las mulas avanzaban trabajosamente, tratando de salvar las sorpresivas zanjas que se abrían a su paso y las piedras traicioneras que, a menudo, iban a terminar al borde del precipicio. Un cierto desánimo trabajaba el alma del Gaviero: esta prueba se repetiría quién sabe cuántas veces. La posible ganancia que pudiera derivar de ella dependía del evasivo Van Branden y de su no menos fantasmal compañía constructora de las obra del Tambo. Una vieja amargura, familiar para él desde hacía muchos años, comenzaba a pesarle en el ánimo en tal forma, que cada paso de la frenética subida, se le hacía más penoso. Pero, al mismo tiempo -y éste era uno de sus rasgos más personales y característicos- a medida que se internaba en lo más abrupto de la cordillera y percibía el aroma de la vegetación siempre húmeda, la explosión de colores de una riqueza desbordante y escuchaba el estruendo de las aguas que, allá al fondo de los barrancos, cantaban su caudaloso descenso entre espumas y crestas burbujeantes, una paz antigua y bienhechora desalojaba el cansancio del camino y de la brega con las mulas. El sórdido engaño que se anunciaba en la incierta empresa, perdía toda realidad e iba a caer al fondo de su resignada aceptación, de su islámico fatalismo. El canto de los pájaros, cada vez más numerosos y variados, y el paso intermitente de las bandadas de pericos que cruzaban en desaforada algarabía por encima de las copas de los grandes cámbulos florecidos y llameantes y de las jacarandas adormecidas aún por el frío de la mañana, venían a confirmarle esa efímera certeza de una plenitud salvadora. Esta alternancia de estados de ánimo conducía al Gaviero a meditaciones y balances que se alimentaban, por otra parte, de las pocas pero infalibles lecturas que, donde quiera que fuese, solían acompañarlo.

De aquí que todos los Van Branden del mundo que se atravesaban en su camino, sirvieran sólo para constatar su irremisible soledad, o su imbatible escepticismo ante la terca vanidad de toda empresa de los hombres, esos desventurados ciegos que entran en la muerte sin haber sospechado siquiera la maravilla del mundo. Ayunos del milagro de la pasión que atiza el saber que estamos vivos y que la muerte también entra en el juego, sin comienzo ni fin, porque es puro presente sin fronteras. A tiempo que se entregaba al goce del paisaje, advertía, sin embargo, que el variado desfile de sensaciones que, atravesando el embotamiento de la fatiga, desplegaba la maravilla de una celebración sin término, llegaba erosionado por la torpeza de una memoria que los años habían trabajado.

El Zuro iba adelante, guiando la primera mula de la fila. A menudo salía del camino para tomar atajos que evitaban trayectos impracticables. A medida que subían, el viento venía con mayor fuerza. Al principio, fue como un leve zumbido en los oídos, una brisa que apenas movía las copas de los árboles y hacia vibrar las hojas de los helechos. El ruido de la torrentera se iba alejando o acercando según la intensidad del viento. Cuando empezaron a transitar las estrechas sendas que subían en zig-zag, ciñendo el abismo, aquél azotaba a los viajeros con furia sostenida. Comenzaba una vegetación enana, de hojas lanosas y espesas, que crecía alrededor de grandes árboles de tronco gris de una textura que se antojaba mineral, cuyas copas, de escaso follaje, se perdían entre una niebla que, desbocada, iba a desvanecerse en los picos de la sierra. Habían entrado al páramo, paisaje que hacía mucho tiempo no frecuentaba Maqroll. El Zuro le explicó que los viajeros a los que sorprende la noche en ese descampado, suelen abrigarse con las hojas de ese arbusto, que allí llaman frailejón, cuya abrigada superficie no deja pasar el frío y protege al aterido viajero. La respiración se iba haciendo paulatinamente más penosa para Maqroll. Las sienes le palpitaban y la boca se le secaba dándole una engañosa impresión de sed. Cuando estaba a punto de sugerir un descanso, el Zuro le indicó que iban a detenerse para descansar un rato. -No podemos hacer nada -explicó-. Hay que beber lo menos posible. Masque esto lentamente para que le vuelva la saliva- y le alargó una rodaja de limón. Cortó luego otra para él y se tendió a la vera del camino en un lecho de hojas de frailejón. Maqroll lo imitó en silencio. Allí, tendidos, respiraban hondamente, en espera de que el cuerpo se ajustara a los rigores del páramo. El limón hizo su efecto de inmediato aliviando la impresión de sequedad y el sabor amargo y metálico en la boca que venía atormentando al Gaviero desde hacía rato.

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