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Cuando llegó Maqroll a la entrada de la casa, lo esperaba en lo alto de la escalera que daba al corredor que circuía la construcción, un hombre de estatura erguida, alto y delgado, el rostro moreno, enjuto y de rasgos regulares, con algo señorial y distante que venía a suavizarse en los ojos, oscuros, vigilantes pero, al mismo tiempo, de mirada cordial, a veces juguetona y maliciosa, que acaparaba toda la simpatía del hombre. El Gaviero saludó y dijo venir de parte de doña Empera en cuya casa vivía. El hacendado le invitó a pasar al corredor que, por su anchura, era más bien una terraza desde la cual se podía admirar el imponente macizo de la cordillera y la florida extensión de los cafetales. Don Aníbal ordenó traer café y comenzó a interrogar amablemente a su huésped sobre el motivo de su visita. Maqroll le refirió, en forma sucinta, su trato con Van Branden y la sugerencia que doña Empera le había hecho de comprar las mulas en el llano de los Álvarez.

– Algo se habla de tiempo en tiempo -comentó don Aníbal- sobre este plan de un ferrocarril en la cuchilla. Me sorprende que, de repente, se concrete el proyecto hasta el punto de contratar las primeras obras y traer ingenieros. No me había llegado ninguna noticia sobre eso. Respecto a las mulas, le puedo vender cinco, en efecto. Tres de ellas puede escogerlas ahora mismo. Pasado mañana estarán aquí las otras dos, que tendrán las mismas características. No son, le advierto, animales de primera, pero ninguno está resabiado. Cuide, eso sí, cuando las tenga en La Plata de que no coman hoja de plátano, ni hierbas de la orilla del río, porque se pueden enfermar. Allá, déles únicamente grano. Cuando vuelva a pasar por aquí, en sus viajes a la cuchilla, le proporciono el pienso para que coman de aquí para arriba.

El Gaviero estaba encantado con la forma directa y simple como don Aníbal trataba sus asuntos. De inmediato estableció el parentesco espiritual del hacendado con esos hombres de campo que, ya fuera en el Berry francés, en la llanura castellana, en la Galitzia polaca o en las ariscas cumbres afganas, viven de la tierra, se apegan a ella y mantienen un código de conducta, medieval e invariable, en donde persiste una gran dosis de innata e inflexible caballerosidad. Don Aníbal le ofreció los servicios de un joven para que le hiciera compañía, aunque fuese en los primeros viajes. Él lo familiarizaría con el manejo de las mulas y con la vida en el páramo. La suma que mencionó como precio de los animales le pareció correcta a Maqroll y, al mismo tiempo, lo ilustró sobre la mala fe de Van Branden. Esa cantidad copaba casi el dinero que le restaba. Ya hablaría con el belga a su regreso.

Seguía conversando con el hacendado, cuando trajeron el café que éste había pedido. Maqroll no pudo ni quiso ocultar la sorpresa que le causó ver que quien lo traía en una bandeja, arreglada con gracia sencilla y austera, era Amparo María. La muchacha no manifestó la menor sorpresa, debía haberse enterado de antemano de su llegada. Maqroll la saludó sin ocultar que ya se conocían y don Aníbal tomó el asunto con la mayor naturalidad. Al retirarse Amparo María, éste se limitó a comentar:

– Es una muchacha muy hermosa. Tímida y seria, pero leal y de carácter amable. Sus padres fueron asesinados cuando estalló la violencia en nuestra provincia. La trajimos para acá y vive con unos tíos que la cuidan como hija suya. Mi esposa le tiene mucho apego. Se la quería llevar a la capital, ahora que fue a matricular a los muchachos al colegio. Ella no quiso ir. Desde cuando perdió a sus padres se volvió muy temerosa y aprensiva. Se entiende.

No dijo más. En esto les avisó un peón que las mulas estaban listas. Fueron a verlas al establo y el Gaviero confió plenamente en la forma como el hacendado las evaluó, indicando sus defectos y las ventajas para la tarea a que serían destinadas. También le sugirió que, por ahora, las dejara allí. Él las enviaría, junto con las dos que faltaban, con el arriero que iba a acompañarlo en su tarea de transporte hasta la sierra. El Gaviero pagó el importe de los animales y se dispuso a regresar a La Plata. Al despedirse de don Aníbal, éste le dijo cordialmente: -Pasará por aquí en sus viajes. Dormirá con nosotros, para seguir camino descansado al día siguiente. Cuente con mi amistad y con la orientación que pueda darle. -Le extendió la mano que el Gaviero estrechó calurosamente.

Salió al camino. En la primera vuelta lo esperaba Amparo Maria. Tomados por la cintura anduvieron un buen trecho sin pronunciar palabras distintas de las más inmediatas y previsibles, relacionadas con el paisaje, el tiempo y unas pocas intimidades compartidas que los unían ya con lazos de ternura que se anunciaba perdurable. Al despedirse, frente a la entrada a los cafetales, Amparo María le estampó al Gaviero un beso en plena boca que lo dejó atónito por la inesperada y, hasta ese momento, escondida pasión que suponla.

– No ponga esa cara y fíjese por dónde camina, no se vaya a caer en la acequia -le dijo la muchacha mientras reía mostrando sus blancos dientes de circasiana.

Maqroll caminó hasta La Plata con esa sensación en el diafragma de mariposas desencadenadas que solía anunciarle el comienzo de una amistad femenina en la que se daba por entero. Había pensado que, a su edad aquello no iría a ocurrir de nuevo. El constatar que no era así, lo rescató de la pesadumbre de sus años.

Al día siguiente de su llegada, tras informar a doña Empera sobre el resultado de su visita a la hacienda y la buena impresión que le habían causado su dueño y la gente con quien había estado allí en contacto (había una tácita alusión a Amparo Maria recogida por la ciega, sin comentarios, pero con una sonrisa de satisfacción), salió en busca de Van Branden. Lo encontró en el muelle, a donde había ido a preguntar sobre el próximo arribo del barco. Maqroll lo invitó a tomar una cerveza en la cantina y el hombre aceptó a regañadientes mirándolo con recelo en rápidas ojeadas de través.

– Ya tengo las mulas -le informó-. Mañana o pasado me las traen. Con ellas viene el arriero que va a acompañarme. Es persona de confianza. Me lo recomendó Álvarez. Ahora bien, me quedé casi sin dinero y necesito una suma, al menos igual a la que ya me dio. De lo contrario no creo que pueda hacer el trabajo.

Van Branden trató de evadirse por los vericuetos más indecorosos. Maqroll, entonces, le manifestó con firmeza que desistía del asunto. Podía buscar a otro ingenuo para envolverlo en sus mañas. El belga cambió de actitud al instante y, sacando de la cartera un fajo de billetes, se los entregó, sin contarlos, en un gesto de banquero hastiado con las solicitaciones de algún cliente inoportuno. Era tan falsa y teatral la actitud del flamenco, que el Gaviero no pudo menos que sonreír con franca soma. Van Branden insinuó un par de toses para componer la situación y comentó:

– Bueno, eso es para los primeros viajes. Es mucho más de lo calculado, pero no importa. No quiero que guarde desconfianza ninguna conmigo. Cuando se le termine ese dinero, me lo hace saber. Pero le insisto en que me parece más que suficiente.

El Gaviero se dedicó a contar los billetes con irritante parsimonia, que hizo subir a la cara del belga el color púrpura de sus días negros, que eran los más. Cuando terminó, Maqroll le dijo, con el tono de algo tan natural que casi ni merecía mencionarse:

– Desde luego le firmo un recibo ahora mismo. Así todo queda claro, mjjn herr. Sería bueno indicar que se trata de honorarios para los tres primeros viajes. ¿De acuerdo?

– No -contestó el otro tornando a su actitud de oligarca del "Simplicissimus"-, no vamos a hacer recibo en este caso. Es una transacción de confianza entre nosotros. Yo confío en usted y no dudo que esta actitud sea recíproca. Estamos entre caballeros.

Maqroll se dio cuenta de que jamás conseguiría meter en cintura al resbaloso personaje. No quiso decir más y se puso de pie. El belga también lo hizo, mientras le decía, mirándolo con sus ojos de muñeco de ventrílocuo en los que nada se registraba y todo perdía realidad e importancia:

– Buenas tardes, mijn herr. Le deseo mucha suerte. Su guasona repetición el apelativo flamenco, dejó al Gaviero indiferente. El hombre ya estaba medido y clasificado para siempre. En su andariega existencia, cuántos Van Branden habían cruzado en su camino. Hacía mucho tiempo que la repulsión que le causaba esta gente y sus métodos, se había desvanecido trocada en absoluta indiferencia. Solía, cuando se encontraba con alguien de esa índole, recordar la frase de Sancho Panza, que su memoria recordaba sin apegarse, tal vez, al texto admirable: "Cada cual es como Dios lo hizo y, a veces, peor". De regreso a la pensión comentó con doña Empera los detalles de la entrevista.

– Pero qué puede usted esperar de semejante rata -le comentó ésta-. Hasta la pobre mujer que viene a verlo es víctima de su avaricia. Le debe a ella dinero y siempre le sale con el cuento de que un día de éstos le mandará poner la dentadura y matriculará a los hijos en el internado de San Miguel. A mí me tiene que pagar porque me teme. Supone que sé sobre él más de lo que en verdad conozco. Mejor que siga en ese engaño. Así lo traigo corto. Téngale mucho cuidado. Si no le paga cabalmente, déjele tiradas las cosas en el muelle y que se las arregle como pueda. Verá que afloja el dinero de inmediato.

El Gaviero sintió un cierto alivio ante la vigilante solidaridad de la sagaz matrona. Gran madre, sibila protectora, con ella estaba cubierta la retaguardia mientras él subía al páramo.

Al día siguiente llegó el arriero con las mulas y doña Empera le facilitó, en un pequeño solar detrás de la casa, el lugar para guardarlas. Todo estaba listo para el primer viaje. El joven que le envió don Aníbal, resultó ser un moreno vivaracho y decidor que conocía la región como sus manos y disfrutaba, con incansable entusiasmo, al demostrar su familiaridad con las maravillas del camino, así como sus secretas trampas y peligros. Se llamaba Félix, pero todo el mundo lo conocía como el Zuro, por una mancha de pelo blanco que le caía sobre la frente. Muy pronto fue evidente para el Gaviero que, sin la ayuda del Zuro, no hubiera logrado llegar vivo hasta la cuchilla del Tambo. Félix le mostró, en primer término, cómo debían cargar las mulas. Habían recogido, en la bodega del muelle, las cajas que esperaban para subir a la cuchilla y el arriero se encargó de repartirlas en forma adecuada entre las cinco bestias. Se trataba de que no se lastimasen y pudieran mantener su trote sin cansancio mayor. También impuso al Gaviero sobre las paradas que debían hacer y con quiénes podían contar para hospedarse. El primer trayecto terminaba en el llano de los Álvarez. Allí les darían posada para pasar la noche. El Gaviero ya había recorrido ese trecho y sabía que, para llegar al altiplano, donde estaba la finca de los Álvarez, había que subir durante cuatro horas por un sendero trabajado por las lluvias, sembrado de grandes piedras que amenazaban desprenderse al menor roce y rodaban con mortal impulso hasta detenerse en alguna zanja o volar hacia el abismo. Después se cruzaban los cafetales que le habían dado la felicidad de evocar el mundo de su infancia. Al otro día tenían que llegar hasta una cabaña abandonada por mineros que buscaron oro a orillas de las quebradas. Allí dormirían y, luego, tras una dura jornada, ya en pleno páramo, llegarían al campamento de la cuchilla del Tambo. A medida que el Zuro iba explicando las pruebas a las que iban a estar sometidos y el carácter de los pobladores de la región, el Gaviero se daba cuenta de que la empresa era más ardua y más comprometida de lo que, en un principio, había imaginado. Pero, al mismo tiempo, la buena disposición de su acompañante, su ánimo alegre y decidido y su inteligencia para juzgar las dificultades que les esperaban, le dieron la confianza necesaria para enfrentar el reto, que necesitaba en ese momento más que ninguna otra cosa.

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