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Empezó a oscurecer en La Plata. El tintineo de los platos del rancho en la puerta de la celda regresó a Maqroll al presente. La comida tenía ese sabor inconfundible, soso y ligeramente agrio, del rancho de cuartel. Apenas probó bocado. Pidió una segunda taza de café y el guardia regresó de inmediato con un tazón de café aguado que, sin embargo, el prisionero bebió con gusto. La inclinación de la cama y los fantasmas que le despertaban las paredes de baldosas azul celeste y el techo blanco de quirófano, no le dejaron dormir tranquilo. En la mañana, muy temprano, llegó el desayuno: el mismo café chirle y dos pequeños panes, duros como piedras. Cuando vinieron para retirar los platos, un guardia trajo el cinturón y los zapatos que le habían retirado, El otro guardia, que recogía la vajilla de peltre, le dijo:

– Ahora vienen para llevarlo donde el capitán Ariza. Póngase los zapatos y el cinturón. Tiene tiempo de lavarse un poco. En el interrogatorio es mejor estar fresco y bien despierto.

Estos detalles de una relativa consideración, el "por favor" a cada rato, la segunda taza de café y, ahora, el comentario del guardia, no sabía muy bien cómo interpretarlos. No podía pensar que se tratara de simple piedad. En los cuerpos armados es lo primero que se elimina en el recluta. Podría tratarse de una actitud exclusiva de la Marina. Pero esas palabras y gestos corteses no debían llevarlo a abrigar ninguna esperanza de compasión o indulgencia por parte de quienes iban ahora a decidir su suerte. Se lavó la cara con el agua barrosa y tibia que salía en chorro exiguo e intermitente de una de las llaves del lavabo. Las demás no funcionaban. Estaba secándose cuando abrieron la puerta. La misma pareja que había traído el desayuno lo condujo a la oficina del capitán Ariza. Éste lo esperaba de pie mientras examinaba unos papeles que estaban sobre el escritorio. Los guardias se retiraron y Ariza invitó a Maqroll a que tomara asiento. El capitán comenzó a pasearse con los papeles en la mano. Los volvió a dejar en su sitio y poniendo las dos manos sobre el escritorio, un poco inclinado hacia el Gaviero, se quedó mirándolo fijamente. Tenía una nueva guayabera, igualmente blanca e impecable. Su rostro de galán del cine mexicano no tenía expresión alguna. Por un momento Maqroll pensó que nunca más hablaría. La voz ligeramente aguda y sin matices, vino a disuadirlo de esa impresión:

– Bueno, para comenzar, tenemos con usted algunos problemas de identidad. No son la causa de su detención, pero no dejan de ser inquietantes. Viaja con pasaporte chipriota. El último refrendo caducó hace un año y medio y está fechado en Marsella. Los anteriores son de Panamá, Glasgow y Amberes. Como profesión, figura la de marino. Lugar de nacimiento, desconocido. Un pasaporte en tales condiciones no es para tranquilizar a las autoridades de un país que está virtualmente en guerra civil. ¿Qué me puede decir al respecto?

– Es la primera vez, capitán -contestó Maqroll con serenidad muy convincente- que escucho observaciones respecto a mi pasaporte. He navegado muchos años por el Caribe y sus islas. Antes lo hice en el Mediterráneo y en el Mar del Norte. Nadie ha objetado nunca mi documento de identidad. Pero me doy cuenta ahora que, dadas las circunstancias que prevalecen aquí, un pasaporte como el mío puede despertar sospechas.

– Bien. Como le dije, no es eso lo que nos intriga en primer término. Es mejor que vayamos de una vez al asunto: usted transportó a la cuchilla del Tambo, en mulas de su propiedad, compradas en el llano de los Álvarez, armas adquiridas a través de contrabandistas. La operación se hizo en Panamá y en Kingston. Los tres contrabandistas, que cayeron ya en manos del ejército, traían pasaportes muy parecidos al suyo y en ellos hay sellos consulares de ciudades que también aparecen en el suyo. El acto de proveer de armas a cualquier grupo que atente contra la estabilidad de las instituciones tiene un castigo que usted, seguramente, no ignora. Me gustaría escuchar lo que tenga que contarme sobre esto.

El Gaviero relató al capitán, punto por punto, su encuentro con Van Branden, la proposición que éste le hizo y todos los hechos posteriores relacionados con el transporte de las cajas hasta la cuchilla; su relación con los dos extranjeros que allí lo recibieron, la conducta de éstos y lo que él pudo deducir de ella. Insistió, en forma enfática y firme, cada vez que venía al caso, sobre su absoluta ignorancia respecto al contenido de las cajas, hasta el hallazgo del pedazo de etiqueta en el fondo de la barranca donde se despeñó la muía y su encuentro posterior con el capitán Segura. La coincidencia de ciudades en su pasaporte y en los de los negociantes de armas, era eso: una simple casualidad. Jamás había participado en esa clase de negocios ni había estado en contacto con quienes se dedicaban a él. Había vendido, sí, algunas escopetas de cacería en la Columbia Británica, compradas a bajo precio en Alaska, pero con eso no era posible derrocar ni siquiera a un simple sheriff de condado.

El capitán Ariza no pareció tomar en cuenta las aclaraciones del Gaviero y siguió en el mismo tono que antes:

– ¿No se le ocurre que, por decir lo menos, es inconcebible que no haya tenido la menor sospecha de una trama tan burda como la de las supuestas obras del ferrocarril, las apariciones y desapariciones de Brandon y la facha de sus compinches en el Tambo? ¿Nunca pensó que algo pudiera ocultarse detrás de semejante patraña, que no se hubiera tragado ni el más ingenuo chiquillo de los que rondan en el muelle?

– Desde luego, capitán -continuó Maqroll en el mismo tono-, Van Branden o Brandon, me pareció siempre persona bastante turbia y ni qué decir de sus amigos de la bodega del páramo. Pero pensé que, probablemente, estarían timando a los contratistas de la obra ferroviaria de la que, dicho sea de paso, vi varios tramos trazados y abandonados hace tiempo. Que la reanudaran no me pareció sospechoso. Yo me limité a recibir el dinero y allá ellos con su negocio. Mis conjeturas fueron muy vagas y la experiencia me indica que mucha gente, de aspecto poco digno de confianza, resulta después ser la más honesta y rutinaria.

– Contésteme si o no a lo que voy a preguntarle -la voz del oficial de la Inteligencia Militar se hizo más aguda y traicionaba una leve impaciencia-. ¿Tuvo usted idea, antes de hablar con el capitán Segura, de qué era lo que subía a la cuchilla del Tambo? ¿El más ligero indicio, la menor sospecha? Hasta cuando se despeñó la mula, ¿pensó que se trataba de material para la construcción de la vía férrea?

Allí estaba la trampa, pensó el Gaviero. De su respuesta dependía, sin duda, su vida. De nuevo, en tono tranquilo, insistió en su ignorancia absoluta sobre el contenido de las cajas y en la dirección de sus naturales sospechas, respecto a los extranjeros involucrados en el negocio, hacia una estafa contra quienes contrataban la obra. Relató, esta vez con todo detalle, su encuentro con el capitán Segura y de cómo éste lo había puesto al tanto de la verdad y le había pedido su colaboración en el sentido de hacer el último viaje con las cajas que habían quedado en La Plata y lo que pudiera llegar, entretanto, en el barco. Mencionó su identificación de las cajas de TNT, merced a su experiencia en la minería. Ariza le interrumpió varias veces para precisar aún más ciertos aspectos de su encuentro con el capitán Segura y la participación de don Aníbal Álvarez, “persona de toda nuestra confianza", aclaró, de paso, el militar. Cuando Maqroll terminó su relato, Ariza permaneció unos minutos en silencio. Al Gaviero le parecieron eternos. Finalmente, Ariza tomó a hablar, esta vez con una levísima señal de alivio, que se advertía más en el rostro que en la voz largamente educada en la milicia:

– No sé si decirle que tiene suerte o que ésta le falta por completo. Ya veremos. La confirmación de sus informes, por parte del capitán Segura, aclararía definitivamente su situación. Pero resulta que el capitán Segura, a quien todos quisimos y respetamos por su valor y su sentido de compañerismo, fue asesinado, junto con todos sus hombres, cuando ponía cerco a las bodegas del Tambo y a la cabaña de los mineros. En el momento en que los intermediarios con la gente del Tambo llegaron para retirar el cargamento de armas y Segura coronaba su objetivo volando la bodega, cayó sobre el capitán y sus hombres una fuerza mucho mayor. La calidad de las armas que ésta traía y la superioridad numérica aplastante, liquidaron la resistencia heroica de la tropa. El capitán Segura fue alcanzado por una granada de alta fragmentación, al final de la refriega. Con él perecieron los últimos hombres que lo rodeaban. Bueno. Es todo, por ahora. Tendré que hacer ciertas averiguaciones en relación con lo que usted me ha dicho. Ya se le interrogará de nuevo.

Se puso de pie y fue a la puerta para llamar al centinela que estaba de turno. Ya en su celda, el Gaviero empezó a tejer una red de consecuencias y deducciones, destinada a sostener su recién ganada esperanza de salir con bien de la trampa en que había caído. Toda la tarde estuvo leyendo páginas de la vida del poverello de Asís. La evocación del sabio y armonioso paisaje de la Umbría, en donde los milagros de Francisco hallan el marco ideal y suceden con la sencilla naturalidad con que los narraría luego el Giotto en sus frescos, sirvió al Gaviero para recuperar la serenidad y establecer una saludable distancia entre su actual desventura y la intimidad de su ser más intocado y oculto, del que manaba siempre un caudal de confianza en su auténtico destino. Esa noche, para dormir más a gusto, bajó el colchón al piso. La siniestra mesa le producía los más oscuros presentimientos.

Cuando le trajeron el desayuno, el guardia le preguntó por qué había bajado el colchón al suelo.

– No puedo dormir con la inclinación de esa mesa. En el piso me encuentro más cómodo. ¿Está prohibido?

– No -repuso el soldado-. Es que esa mesa no es para dormir. -Maqroll le preguntó para qué servía en realidad. El hombre se limitó a sonreír con incredulidad ante la pretendida ignorancia del prisionero y se retiró sin hacer más comentarios. Tampoco Maqroll quería saber más. Todo estaba dicho.

Al día siguiente lo sacaron al patio para que ayudara a subir una caja de munición a una bodega del segundo piso del cuartel, que era menos húmedo. Pensó, mientras cumplía con la tarea, en la ironía del destino que lo obligaba de nuevo a cargar material de guerra. Esa noche le informaron que en la mañana sería llamado a la comandancia. En efecto, después del desayuno, vinieron por él y lo llevaron a una oficina cuyas ventanas daban sobre el río. Lo invitaron a tomar asiento y lo dejaron allí solo. Al rato entró un mayor con uniforme de campaña de una impecable limpieza y sin una arruga. El traje era verde olivo lo mismo que la gorra, semejante a las que usan los jugadores de pelota. Era un hombre corpulento, un tanto acezante y congestionado, de bigote entrecano y porte altivo. Fumaba sin parar y sus manos temblaban ligeramente. Parecía un clubman disfrazado de militar. Con voz pausada y un poco ronca formuló algunas preguntas de rutina parecidas a las que había hecho Ariza. Al terminar, se colocó unos anteojos con armadura de oro y revisó algunos papeles ordenados en una carpeta color escarlata que tenía sobre su escritorio. En un momento dado hizo una seña al centinela que entró para recoger algunos documentos, indicándole que se llevara al prisionero. Ni siquiera alzó la cabeza y siguió leyendo como si éste no hubiera existido.

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