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El guardia condujo al Gaviero a la oficina del capitán Ariza. Este era un hombre moreno, retacón, con bigotico de galán del cine mexicano de los años cuarenta. Vestía una reluciente guayabera blanca y pantalón beige. En la solapa traía un imperceptible botón con delgadas franjas naranja y verde pistache. -Inteligencia Militar -se dijo el Gaviero-, ahora comienza el baile.

Ariza escuchó el recado transmitido por el guardia y asintió con la cabeza sin decir palabra. Se llevó la mano a la frente, esbozando un saludo militar y le hizo seña de que podía retirarse. Luego salió a la puerta y llamó a alguien por su apellido. Un teniente, también vestido de civil y con las mismas prendas de Ariza, entró y fue a ponerse a su lado para escuchar una orden murmurada al oído. El recién llegado asintió con la cabeza y acercándose a Maqroll, le dijo no sin cierta cortesía:

– Venga conmigo, por favor.

Maqroll lo siguió sin despedirse de Ariza. La impersonal deferencia del que lo llevaba por entre corredores y oficinas en plena actividad, le llamaba la atención. Ese “por favor" le seguía sonando en los oídos. Era el signo de que ya no se hallaba entre militares de tipo convencional. Así estuvieran al servicio del ejército, los métodos y el lenguaje eran de policías, de cualquier policía de no importa qué lugar de la tierra. Esta constatación no dejó de producir un relativo alivio. Casi podía anticipar lo que le esperaba. Sólo le quedaba el fastidio de tener que jugar al ratón con el gato astuto e incansable y tratar de salir con vida de entre sus garras. Pero esto no era imposible y estaba listo para comenzar la partida.

Atravesaron un patio en donde algunos infantes de Marina montaban media docena de ametralladoras. Trabajaban al sol y en silencio. Manchas de sudor iban creciendo bajo sus axilas y en el pecho, oscureciendo el uniforme de drill color gris. Maqroll y su guía se internaron por un corredor iluminado con focos de gran potencia, protegidos con mallas metálicas. Pensó que debían haber puesto a funcionar una planta eléctrica propia, ya que La Plata no contaba con electricidad. Se quedaban, pues, por largo tiempo. Iban pasando junto a puertas que se abrían y cerraban para dar paso a oficiales y ordenanzas que, de un lado para otro, llevaban papeles y carpetas con documentos. Cuando llegaron al fondo del pasillo, el oficial se detuvo ante una puerta metálica con pasadores cilíndricos y, en el centro, una estrecha mirilla enrejada. Sacó del bolsillo un manojo de llaves y, tras de probar varias, halló la que abría la pesada compuerta. Hizo al Gaviero seña de pasar adelante y entró tras él cerrando de nuevo. Se trataba de una celda a la que daban luz dos delgadas ventanas, casi pegadas al techo, protegidas por gruesos barrotes. El piso era de baldosas color azul claro que también cubrían las paredes a una altura de casi tres metros. En el centro había una especie de mesa de cemento, con una estrecha canal en el centro. Estaba ligeramente inclinada hacia adelante y recordaba un lavadero de ropa, pero más alargado. Al pie estaban el colchón de su cama de guadua y la mochila que traía en la barcaza. En una esquina del cuarto había dos lavabos gemelos con jabón y toallas colgadas a un lado. En la otra, cubierto por una precaria cortina que no alcanzaba a cubrirlo, un escusado. El tanque del mismo estaba colocado a la altura del techo y era inalcanzable, así se subiera uno en la taza para intentarlo. El oficial le ordenó que se quitara los zapatos y el cinturón. El Gaviero se despojó de ellos y se los entregó en silencio.

– Si algo necesita puede golpear dos veces con la palma de la mano en la mirilla de la puerta. Día y noche habrá siempre alguien para acudir. Tres veces al día le traerán el rancho. Es el mismo de la tropa. Si no le agrada, de la pensión en donde se alojaba pueden traerle la comida que quiera. Ya lo llamarán. Aquí las cosas se resuelven muy pronto.

El hombre hablaba con un tono cansado e indiferente, casi tranquilizador. Pero sus palabras no lo eran y el Gaviero se entregó a toda clase de deducciones. Cuando el oficial se disponía a salir, con los zapatos y el cinturón del prisionero en la mano, éste se resolvió a preguntarle para qué servia esa mesa y a qué estaba destinada la celda. El teniente explicó que, por ahora, la mesa le serviría de cama y allí debía extender el colchón. Sin decir más, salió, cerró la puerta con llave y corrió los pasadores. Todo ejecutado con escrupulosa paciencia que tenía algo de irritante y estúpido.

Maqroll tendió el colchón sobre la mesa y se acostó para descansar. El ligero desnivel de los pies le hacía sentirse como un cuerpo listo para la autopsia. Una luz azulosa se repartía desde un potente foco instalado en el centro del techo, protegido también por una fuerte malla metálica. Se dio cuenta que la luz tomaba ese color del piso y las paredes. Era un ambiente de quirófano no propicio para tranquilizar a nadie. Era evidente que se trataba de una celda de interrogatorio que usaban, por ahora, para alojarlo con cierta seguridad. Recordó que en el puerto del Pireo había conocido un sitio parecido. El que éste hubiera sido habilitado como celda lo tranquilizaba un poco, si bien quedaba un margen para hipótesis que, por el momento, era más aconsejable descartar. No conseguía dormir, pero pudo relajar el cuerpo, obteniendo con ello un inmediato descanso que se reflejó en su estado de ánimo. Le vinieron a la memoria algunas de las ocasiones en que había tenido que ver con ese mundo turbio, inquietante y sin rostro en el que se mueven los servidores de la ley.

Recordó aquella vez que fue sorprendido, en las afueras de Kabul, por una patrulla de la policía afgana que insistió en examinar la carga de dos famélicos camellos que llevaba hasta Peshawar, con alfombras para vender allí a los turistas. Mostró el recibo de su mercancía y el correspondiente permiso para comerciar con ella. Pero un sargento de grandes bigotes negros, retorcidos y rígidos, insistió en meter la mano entre la montura y la gualdrapa que protegía a la bestia. Allí descubrió sendas bolsitas de piel de cabra llenas de piedras semipreciosas sin pulir. Dos semanas permaneció detenido en la cárcel de un poblado cercano, en espera de la decisión de las autoridades de Kabul. No lo trataban como prisionero y salía a comer, a menudo, a casa de sus guardianes. Eran gente de una altivez natural, matizada con una simpatía espontánea y un sentido de la hospitalidad realmente conmovedor. Allí escuchó las más estupendas e inolvidables historias sobre encuentros de las caravanas con los bandidos de las montañas, que bajaban de las nieves para sembrar el terror en las escarpadas rutas de la meseta central. También supo de las hazañas de los falsos derviches, que se aprovechaban de las mujeres que bajaban por agua a los ríos y eran víctimas de prolongadas y complejas manipulaciones eróticas que las dejaban poco menos que dementes. Esta permanencia en una cárcel de Afganistán, le permitió familiarizarse con uno de los pueblos más indómitos y amables de la tierra. Las autoridades le exigieron el pago de los derechos para sacar las piedras del país y el de los alimentos que había consumido durante su detención. Con un sonoro beso en cada mejilla, sus compañeros y guardianes se despidieron de él con tan calurosa franqueza que le dio la impresión de abandonar el país en donde hubiera podido dar fin a su vida trashumante y vivir entre quienes sentía que, en verdad, eran sus hermanos; habitantes de un mundo que evocaba a menudo, como un modelo que había perdido la esperanza de encontrar. Allí estaba y él lo dejaba para siempre.

También recordó, luego, los dos meses de prisión que había pasado en Kitimat, en la Columbia Británica, acusado de secuestrar a una muchacha piel roja. La había encontrado en una tienda del pueblo y entabló conversación con ella atraído por la mirada intensa de sus ojos oscuros y asombrados y por el color tabaco de la piel, que se adivinaba de una frescura aterciopelada y hechizante. Ella le contó una complicada historia de padre alcohólico y madre prostituta, de golpes a granel y de intentos de venderla a los capitanes de las balleneras que atracaban en la bahía. Maqroll se dejó envolver en la historia y llevó a la joven india a la lancha con la que hacía cabotaje por los lugares cercanos, traficando con pieles y, cuando se presentaba la ocasión, con armas de caza adquiridas de contrabando en Alaska. La muchacha resultó de una sensualidad laboriosamente manejada, que tenía el encanto de un erotismo ejercido con artes en donde lo artificial se ocultaba tras un sentido estético notable. La tal huérfana resultó casada con un polaco gigantesco y frenético que buscaba al raptor de su mujer para estrangularlo. Su mirada bizca e inyectada de sangre daba una impresión de ferocidad devastadora. Esperó al Gaviero al pie de la lancha y, por fortuna, la policía pudo intervenir a tiempo antes de que éste muriera en manos del energúmeno varsoviano. Sesenta días de prisión tuvo que pagar Maqroll por el delito de adulterio inducido con falsedad. Calificación que le pareció inventada por el juez en el momento mismo de dictar la sentencia. El tal magistrado era un enano semiparalítico que, vaya a saberse por qué, le había tomado ojeriza al Gaviero, desde el primer momento en que lo vio. Esos meses de reclusión en una cárcel del Canadá, los hubiera recordado como unas gratas vacaciones, si no hubiera sido por el frío que padeció en las noches debido a la insuficiencia de abrigo. Había allí detenidos de las más variadas regiones del mundo. Casi todos purgaban delitos contra la propiedad y, en verdad, eran la flor y nata de su oficio. Lo que allí aprendió -nunca se atrevió a ponerlo en práctica en sus horas de la más cruel penuria- era suficiente para escribir una enciclopedia sobre el hurto y sus ramificaciones. El frío era insoportable y las autoridades de la cárcel insistían en proveer a cada preso sólo con una cobija reglamentaria del ejército. -No dudo -comentaba un chileno que pagaba una condena por robo de pescado en las congeladoras del puerto- que estas mantas sean del ejército, pero del ejército de Su Majestad la Emperatriz de la India. Si fueran del ejército canadiense éste habría perecido congelado hace muchos años.

Cuando salió libre, lo esperaba en la calle el gigante polaco quien, con lágrimas en los ojos, le contó que su mujer había vuelto a fugarse, pero, esta vez, con un arponero ruso. No había manera de rescatarla porque el barco había zarpado ya hacia Petropablosk-Kamtchaskiy. Le invitó a un vodka para consolarse mutuamente por la pérdida de una hembra con facultades eróticas tan notables. Con mucha cautela, el Gaviero declinó la invitación. Sabía que el asunto terminaría otra vez en una riña harto desigual y no quería correr el riesgo de volver a congelarse en la prisión. El polaco lo acompañó hasta la lancha. Cuando Maqroll hacía los preparativos para partir, el hombre, desde el muelle, seguía enumerando el catálogo de las delicias perdidas por culpa del maldito arponero; ruso para mayor vergüenza. Ya la lancha se apartaba del muelle y el polaco seguía agitando el pañuelo empapado con sus lágrimas. Su última recomendación a Maqroll fue que, si encontraba en alguna parte a la india, le dijera que le esperaba sin rencor y con firmes intenciones de darle una buena vida.

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