Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Todo está claro, capitán. He pasado muchas veces por situaciones semejantes y sé cuidarme y cuidar mis palabras. Quede tranquilo por mí y por su gente. Entendí perfectamente todos los riesgos que puedo correr y los que les esperan a ustedes. -Una leve irritación le bullía allá adentro. Siempre le había molestado esa imposibilidad de la gente de uniforme de imaginar que un civil comprenda y maneje los elementos de un mundo que ellos piensan exclusivo de su dominio.

Segura permaneció un instante absorto, como preparando algún comentario a las palabras de Maqroll, pero, luego, se llevó la mano a la gorra y con un lacónico "buenas noches, señores" se dio vuelta y fue a perderse en la espesura. El chapoteo de sus botas en el suelo encharcado se alejó hasta desaparecer sin dejar indicio de la dirección que había tomado. Era como si la noche lo hubiese devorado de repente con todo y su altivez castrense y la indeleble fatalidad de su destino de guerrero.

En el camino de regreso a la hacienda, don Aníbal quiso extenderse sobre algunos aspectos de la situación que el capitán había pasado por alto. El plan de transportar las armas desde el terminal marítimo hasta La Plata, había sido descubierto desde un principio. En las bodegas de la aduana internacional, la Inteligencia Militar identificó las cajas de inmediato. El Estado Mayor resolvió seguirle la pista hasta el campamento para sorprender a quienes lo recibieran. Siguiendo los pasos de Maqroll, llegaron hasta el depósito en el Tambo. La misma Inteligencia Militar reunió, entretanto, información sobre los extranjeros que entraron con la cobertura de trabajar para las pretendidas obras del ferrocarril. El capitán Segura, quien ya había estado en la zona años antes al mando de la unidad que había operado allí, a costa de muchas bajas, fue encargado de la maniobra destinada a cercar a los que fueran a recoger el armamento en las bodegas del páramo. En opinión de don Aníbal, el ejército estaba confiando demasiado en la eficacia de sus planes. Dada la importancia y valor del armamento almacenado allá arriba, el número de contrabandistas podía ser mucho mayor de lo que Segura pensaba.

– Pero -comentó Maqroll- yo sólo he hecho dos viajes y no creo que, por modernas y potentes que sean las armas que subí, éstas sirvan para equipar mucha gente. Cierto es que ya había en las bodegas cajas subidas anteriormente.

– Usted -le aclaró el hacendado- ha subido el armamento más complejo y delicado. Pero, anteriormente, habían transportado ya mucha munición y armas ligeras.

El Gaviero notó que su amigo no deseaba abundar sobre el asunto, pero le hizo una última pregunta:

– ¿Quiénes se encargaron de esa tarea?

– Gente vinculada con el turco Hakim. Después de recibir el dinero por su trabajo, desaparecieron. Yo les arrendé las mulas. Fue un error mío. Pero no querían comprarlas y preferí no tener con ellos problemas. No se imagina las maromas que hay que hacer para mantenerse al margen de esta barbarie que lleva ya tantos años.

– ¿Pero tuvo usted, entonces, problemas con el capitán Segura?

– No -contestó don Aníbal- con el capitán, no. Me conoce muy bien y entendió mi actitud. Pero si los tuve con la Inteligencia Militar que, en esta zona, depende de la Infantería de Marina. Ellos sí creo que me tienen un poco entre ojos. No conocen términos medios. Quien participe, a sabiendas o no, en cualquier actividad sospechosa, pasa a ser candidato para una eliminación sin mayores preliminares.

– Qué bueno entonces que vino Segura -repuso el Gaviero.

– No sé, no sé -prosiguió don Aníbal con tono ausente y como quien piensa en voz alta-. Si sus planes resultan, no habrá problemas por un tiempo. Pero, si no es así, nos va a llevar a todos la desgracia. No sé qué pueda ser peor: si la Infantería de Marina o los contrabandistas. Ambos, desde hace muchos años, han vivido luchando a todo lo largo de esta parte del río. Sus métodos acabaron por ser los mismos: la crueldad aplicada fríamente, sin rabia, pero con un refinamiento profesional y una imaginación cada vez más aterradores. Es la ley de tierra arrasada. El que viva aquí es culpable y punto. Unos y otros la ejecutan en el acto y a otra cosa. Dios nos proteja -un hondo suspiro dio fin a sus palabras y siguieron cabalgando en silencio.

El Gaviero comenzó a darse cuenta del tremedal en que se había metido. Con una candidez inexcusable había penetrado en el centro mismo de la devastadora pesadilla y no parecía tener muchas probabilidades de salir con bien. Volvía sobre los pasos que lo llevaron hasta La Plata y la forma como cayó en las redes de Van Branden. Todo, al parecer, tan simple, tan factible. Sin embargo, eran tan evidentes las torpes astucias del personaje. Por otra parte, desde el primer encuentro con don Aníbal, éste le había manifestado sus dudas sobre las tales obras ferroviarias. No sin alarma, pensaba Maqroll en lo evidente del desgaste de sus probadas defensas para evitar esta suerte de riesgos. Sus empresas siempre habían tenido el sello de lo ilusorio, de lo que al final se desvanece en cenizas y papeles al viento. Pero hasta ahora se había cuidado de evitar todo riesgo brutal y gratuito y de reservarse una salida a último momento. Los años, sin duda, que fueron pasando sin que él lo advirtiera, habían minado esas facultades hasta permitirle caer en esta celada donde la muerte había establecido ya sus dominios y preparaba su cosecha de llanto y duelo. En sus huesos sintió el desmayo de los vencidos.

– Me imagino lo que está pensando -le comentó de pronto su compañero, inquieto por el sombrío silencio del Gaviero-. La cosa es grave, pero no desesperada. Cumpla con lo que le ha dicho Segura; él representa para usted una garantía. Es hombre de palabra. Lo conozco muy bien. Cuando todo termine, trate de irse pronto de aquí. No importa hacia dónde, pero deje esta región. Yo veré la manera de salir con los míos, si llega el caso. No le ofrezco que venga con nosotros. Como extranjero, sin vínculos en el país, complicaría mucho nuestra huida y correría más riesgo. Busque el mar, allí está su salvación.

– Allí ha estado siempre, don Aníbal. Nunca me ha fallado. Siempre que intento algo tierra adentro me va mal. Pero parece que no aprendo. Deben ser los años -contestó Maqroll con la pesadumbre de sus constataciones y la evidencia de sus fuerzas en derrota.

Al día siguiente regresaron a La Plata. Mientras el Zuro llevó las mulas al establo para darles de comer y friccionarlas con aceite de coco, para aliviar el cansancio de la prueba a que habían sido sometidas con una carga en el límite de su resistencia, Maqroll, después de saludar a la dueña, fue a encerrarse en su habitación. Deseaba estar solo y poner un poco de orden en su ánimo, alterado por los incidentes del viaje y la sombría perspectiva que se anunciaba. Horas más tarde vino doña Empera a sacarlo de sus meditaciones. Tocó discretamente en la puerta y Maqroll la hizo entrar complacido. También él deseaba comentar con ella algunos aspectos de la situación. Confiaba plenamente en la inteligencia de la dueña y en su experiencia con las gentes del lugar. Sus juicios eran siempre certeros y de una objetividad despojada del menor rasgo de pasión. La mujer fue a sentarse a los pies del camastro en donde estaba tendido el Gaviero y espero a que éste hablara. En la forma como le había invitado a entrar, percibió la ansiedad de su huésped por conversar con ella. Maqroll le preguntó por las cajas que habían ocultado bajo el lecho de Van Branden. Le respondió que allí estaban; nadie las había visto y ella guardaba la llave del cuarto. Maqroll le relató todo lo ocurrido durante el último viaje, incluyendo la entrevista con el capitán Segura.

– Es un hombre rígido pero leal y discreto -comentó ella-. Lo conozco desde cuando estuvieron aquí la otra vez, hace varios años. Nos hicimos amigos y de vez en cuando le presenté amigas que guardan todavía un recuerdo suyo muy grato. Puede y debe confiar en él, pero tenga siempre en mente que es un militar de carrera y, en cumplimiento del servicio, no se toca el corazón para hacer lo que cree que sea su deber. Si le dijo que acepta su inocencia es porque en verdad está convencido y así se lo hará saber a sus superiores. Eso es un salvoconducto para usted. El próximo viaje va a ser muy arriesgado. Ya hay gente del contrabando por allá. Con el ejército encima, las cosas pueden ponerse feas de un momento a otro. Pero no tiene otra alternativa. No se le vaya a ocurrir largarse ahora porque Segura no se lo perdonaría jamás -la ciega hizo un gesto para interrumpir al Gaviero que iba a decir algo y prosiguió-: Ya sé que no ha pensado en semejante cosa pero, de todos modos, quise prevenirlo porque conozco mi gente. No comente nada con el Zuro. Tampoco con Amparo Maria, quien, por cierto, me mandó decir que mañana viene para estar a su lado algunos días. Los dos, a su manera, son leales y muy derechos. La muchacha lo estima mucho y lo siente como un padre. También lo aprecia como amante, no crea que el prestigio de su vida de vagabundo impenitente deja de tener encanto para alguien que, como ella, vive soñando en otras vidas en las que su belleza fuera el centro de todas las miradas.

Finalmente, el Gaviero le hizo varias preguntas sobre Van Branden, la llegada del próximo barco y el movimiento de nueva clientela en la cantina y en la tienda de Hakim. La ciega le sugirió de nuevo con cariñosa insistencia que se limitara a cumplir con lo que Segura le había pedido. Si había algo nuevo, ella se lo comunicaría. Cuando estaba a punto de salir, regresó para entregarle dos sobres: -Ya se me estaba olvidando esto. Llegó ayer. Creo que son los giros. En efecto, eran dos giros de Trieste. Maqroll le pidió que los guardara hasta su regreso del próximo viaje al Tambo.

Al poco tiempo entró en un sueño profundo. Sentía que se iba hundiendo en un sopor grato y envolvente que manaba de algún rincón de su ser en donde aún conservaba, intacto, su apego a la vida, al mundo y a sus criaturas. Cuando despertó, ya era de noche. El río se deslizaba bajo el piso de su cuarto con un manso murmullo interrumpido por borbotones intermitentes causados por un tronco arrastrado por la corriente o algún animal que nadaba hacia la orilla en busca de su refugio nocturno. El calor se había instalado tras varios días de lluvia constante. No tenía idea de la hora. Por el silencio que reinaba en el caserío, calculó que podía haber pasado ya la medianoche. Encendió la vela y comenzó a leer el libro de Joergensen sobre el santo de Asís, abriéndolo al acaso. La callada noche de los trópicos y el sereno correr de las aguas, le ayudaron a internarse en la Umbría medieval, en su paisaje de belleza apacible y beatífica. Como le sucedía a menudo en tales circunstancias, consiguió trasladarse por entero al mundo evocado por el danés y borrar el presente con sus absurdos episodios de los que conseguía sentirse por completo ajeno, con una extrañeza no exenta de cierta hostilidad, que lo apartaba de su inoportuna constatación.

13
{"b":"87609","o":1}