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– Hombre, me parece que, en eso último, está exagerando un poco -repuso don Aníbal-. Yo lo veo a usted en forma muy distinta y le confieso que he llegado a tenerle, no solamente simpatía y aprecio, sino también a disfrutar de su experiencia y de sus relatos. Para mí son como una lección. Piense que, al quedarme sembrado en estos montes, no he conocido más mundo que estas cañadas y este clima bueno para caimanes. Entiendo que esta experiencia con la gente del Tambo le haya llevado a revivir otras semejantes. Creo que todos tenemos algo de qué lamentarnos. Todo lo ve usted ahora bajo una luz sombría y derrotista. Pero yo lo he escuchado relatar episodios de su pasado vividos, seguramente, en forma muy distinta de como en este momento está viendo las cosas.

Don Aníbal era muy sincero al hacer al Gaviero ese comentario a sus palabras. Solía poner a Maqroll como ejemplo de una vida rica en episodios de apasionante interés y en sorpresas del más variado colorido. Vida opuesta por completo a la suya que se le antojaba como una insípida rutina, a menudo sin sentido. Siguieron dándole vueltas al tema. Cada uno insistía en sostener su opinión. La lluvia inclemente y las nubes aciagas que se cernían sobre el inmediato futuro de sus vidas, debían influir no poco en las negras tintas con las que, cada cual, describía su destino.

La lluvia cesó de repente y el cielo se despejó de inmediato, dejando al descubierto la incandescente maravilla de la noche de los trópicos. Todo se iluminó con una tenue fosforescencia que despedía la clara luz de los astros, reflejada en la humedad de las hojas y en los charcos cuya reciente serenidad rompían, en mil reflejos, los cascos de las cabalgaduras. Penetraron en un pequeño arbolado, que debía ser familiar al dueño de la finca que se internó por él apurando el paso. Maqroll lo siguió, sacudido por el manso trote de la yegua que trataba de controlar, en vano, con torpes jalones de las riendas. Habían caminado un buen trecho, cuando don Aníbal tomó por un sendero que descendía en ligera pendiente hasta terminar en un tupido bosque, al parecer impenetrable. Allí detuvo su caballo y se quedó a la espera de alguna señal. Al escuchar un breve silbido, hizo señas al Gaviero de que desmontara y fue a amarrar su caballo al tronco de un árbol cercano. Maqroll hizo lo mismo y siguió a don Aníbal, quien se internó en la espesura caminando lentamente pero con la seguridad de quien conoce el camino. En un estrecho claro los esperaba un hombre sentado en el tronco de un árbol derruido por el rayo y cubierto de musgo. Se puso en pie para saludar a los recién llegados. Lo hizo con una voz firme, que cuadraba con su uniforme de campaña y las insignias de capitán que llevaba en el cuello de la camisa verde olivo. Los invitó a sentarse en el tronco, mientras permanecía de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. La escasa luz permitía ver un rostro enjuto y pálido, con una barba de varios días, que le daba un falso aspecto de enfermo. La voz y los gestos, firmes y enérgicos, disipaban esa primera impresión. Pero en sus ojos grandes y negros, cercados por ojeras de tensión y fatiga, se advertía un brillo febril, esa movilidad de quien se mantiene alerta, en el límite de sus fuerzas. Don Aníbal se adelantó a explicar a Maqroll de quién se trataba:

– El capitán Segura desea hablar con usted. Quiero que sepa que es amigo nuestro de hace tiempo y que puede hablar con él sin ninguna reserva. Ya sabe de usted por mi. De lo que ahora se hable depende que salga con bien de la situación en que está envuelto sin proponérselo. -Dirigiéndose al capitán, agregó-: En el camino le informé sobre el hallazgo de la caja y su contenido. Ni qué decirle que ignoraba totalmente lo que estaba transportando. Ahora, usted dirá, capitán.

El capitán comenzó a pasearse en el breve espacio del claro, mientras se pasaba, de vez en cuando, la mano por el rostro como para alejar el sueño o aliviar el cansancio. Sus palabras salían con ese rigor castrense que les daba una gravedad muy especial:

– De usted, amigo, sabemos casi todo lo que hay que saber. Don Aníbal, por su parte, garantiza su conducta y su inocencia, difícil de aceptar, es cierto, en relación con los viajes a la cuchilla del Tambo. Es por esto que lo que quiero preguntarle será breve. Primero, deseo saber cuántas personas, de origen extranjero, ha visto en la bodega del Tambo.

– He estado allí con dos hombres. Uno dice ser belga y el otro, al que llaman Kraken por apodo, se pretende de Dantzig. No he visto otro extranjero en ese lugar. -Maqroll quería ser tan preciso e impersonal en sus respuestas, como lo era el militar en sus preguntas.

– Bien -repuso éste-. El que dice ser de Dantzig es alemán, nacido en Bremen. Tiene cuentas pendientes en Punta Arenas. Allí dio muerte a dos sargentos de la guardia, cuando trataba de escapar de la prisión en donde estaba por contrabando. El belga es en verdad holandés y fue quien compró las armas en Panamá. Ahora, dígame: ¿ha visto algo en la cabaña de los mineros que le llame la atención; algo extraño, inusual? ¿Alguien ha dormido con ustedes? ¿Advirtió huellas

de que alguien haya ocupado el lugar últimamente? ¿Qué indicios había en ese sentido?

– No capitán -contestó Maqroll-, no hemos visto a nadie, ni he observado rastros de que nadie haya estado allí. El lugar siempre se conserva relativamente limpio y todo ha estado en el mismo lugar, las veces que hemos dormido allí. Ahora recuerdo, sí, que me dejaron un mensaje escrito, colgado de un gancho, en el que me decían de no subir al Tambo y esperar en la cabaña a que recogieran la carga. En efecto, ayer llegó el holandés con sus peones y se llevaron todo en mulas, por cierto de muy buena pinta. -A medida que hablaba, el Gaviero iba recobrando su aplomo y sentía una espontánea confianza hacia su interlocutor, quien daba la seguridad de alguien que conoce muy bien el terreno que pisa y las gentes con las que trata. Era, además, evidente, que cualquier sospecha que hubiera tenido respecto a Maqroll, estaba despejada.

– La persona que lo contrató para este trabajo es un hombre rechoncho, de ojos saltones, siempre irritados, rostro congestionado, amigo de la bebida o que simula serlo y dice llamarse Van Branden o Brandon. ¿Es así?

– Sí capitán, así es. Por cierto que tampoco yo he creído que beba todo lo que pretende. También, en asuntos de dinero es de una informalidad muy curiosa. No pide recibos por lo que da ni quiere cuentas de lo que se gasta. Nunca pude establecer con él una suma precisa por mi trabajo.

– Eso se explica -comentó el oficial, mientras una fatigada sonrisa se insinuaba en sus labios-. El hombre tampoco suele rendir cuentas claras a quienes contratan sus servicios. Hay mucha laxitud con el dinero en ese negocio de armas, en donde el margen de ganancia de cada intermediario no suele establecerse. El tipo se apellida Brandon y es irlandés. Sus antecedentes son interminables: preso en Trinidad por falsificación de cheques; los ingleses lo buscan por trata de blancas en el Medio Oriente; Arabia Saudi lo dio por muerto después de una paliza que mandó darle un sheik a quien había engañado vendiéndole dos muchachas vírgenes de Alicante que resultaron ser dos putas de San Pedro Sula. La lista, como le dije, es muy larga. Aquí pesan contra él cargos mucho más graves. Puedo decirle que no es probable que vuelva a encontrarse con él. Sigamos adelante: ¿le espera más carga en La Plata para subir al Tambo o hay alguna, en camino, que usted sepa?

– En La Plata dejé, en el cuarto de Brandon, dos cajas iguales a las que subí anteayer. No tengo noticia de que venga nada en camino. Maqroll sintió la mirada del oficial fija en sus ojos. Éste siguió paseándose un poco más nerviosamente. Con un leve cambio en la voz, tomó a preguntarle:

– ¿Quién está enterado de la existencia de esas cajas? ¿Amparo María sabe algo de esto?

Un sordo enojo comenzó a crecer dentro de Maqroll. Esta irrupción en sus sentimientos lo hacía sentirse a merced del dominio sin fronteras que son las fuerzas armadas. Toda su vida había procurado evitar cualquier contacto con ellas. Trató de responder en breves palabras:

– No creo que ella sepa nada. A no ser que doña Empera se lo haya comentado. La ciega, como es obvio, está enterada de todo lo relacionado con mis subidas a la cuchilla.

– Disculpe, pero tengo que insistir en una pregunta que toca algo muy personal suyo, pero es muy importante para mí saber a qué atenerme a ese respecto. Usted no sospecha la clase de gente que tenemos enfrente y de lo que son capaces. Su vida privada no me interesa, como es obvio, pero quisiera saber qué ha comentado con Amparo María respecto a su trabajo con Brandon. -El militar hacía un esfuerzo evidente para dar a su pregunta el carácter más rutinario posible.

– Nada he comentado con ella en forma concreta. Sabe lo que saben todos: que subo una recua de mulas con cajas que contienen maquinaria e instrumentos para la obra del ferrocarril. Nada le he dicho, ni sobre Brandon ni sobre las bodegas del Tambo. Ahora bien, Amparo María habla con doña Empera y ella sí está enterada de muchos detalles que le he comentado. Su conocimiento de la región y de sus habitantes me ha sido muy útil. -Maqroll no quiso agregar mas respecto a la dueña de la pensión, temiendo comprometerla.

– Doña Empera habla sólo de lo que sabe que debe hablar y estoy seguro que se ha cuidado mucho de decir más de lo necesario, ni a Amparo María ni a nadie. Bueno, ahora voy a pedirle que nos ayude en algo que no creo que signifique más riesgo para usted del que ya ha corrido. Le pido que me preste mucha atención. Se trata de lo siguiente: siga cumpliendo con su trabajo como si no supiera nada. Haga de cuenta que jamás nos encontramos usted y yo. Suba las dos cajas que restan y lo que, eventualmente, pueda venir en el barco que está por llegar en estos días. Este será su último viaje. Cuando pase, al subir, por la finca de don Aníbal, él le transmitirá mis instrucciones. No intente averiguar mucho sobre todo esto. No muestre ninguna curiosidad en La Plata sobre lo que transporta. Entre menos sepa, mejor. Si cae en manos de ellos y llegan a sospechar que sabe más de la cuenta, lo único que puedo decirle es que, por mucho mundo que haya recorrido y por mucho que haya vivido, no puede imaginar de lo que pueden ser capaces para sacarle lo que sabe. Llevan muchos años en este negocio y hace mucho tiempo que olvidaron eso que se llama piedad.

– Y si regresa Van Branden, ¿qué le digo? -preguntó el Gaviero con pretendida inocencia que, desde luego, el capitán no tomó en cuenta.

– Si de veras quiere saber lo que le pasó a Brandon, le adelanto que no vale la pena averiguarlo. Ya lo sabrá en su momento o nunca. ¿Qué más da? Por ahora es suficiente con que sepa que no lo verá más. Bien, sigamos: en La Plata haga la vida que ha hecho hasta ahora. Cualquier cambio despertaría sospechas. Frecuente la cantina como antes y finja que busca allí a Brandon. El establecimiento es un reducto del contrabando y siempre hay gente de ellos rondando por allí. Baje al desembarcadero para averiguar cuándo llega el barco. Siga leyéndole a doña Empera y viéndose con Amparo María. No haga absolutamente nada que indique la menor sospecha de parte suya sobre todo esto. Siga mostrando la mayor inocencia, la mayor ignorancia sobre todo lo que tenga que ver con el país y, en particular, con esta zona. Es posible que vea caras nuevas en el puerto. Tal vez se le acerquen para sacarle algo sobre lo que pasa en el Tambo. Limítese a insistir sobre la versión del ferrocarril y no se aparte de ella. A nadie le comente que piensa dejar La Plata. En resumen, siga siendo el hombre que contrató Brandon. Por cierto: este apellido no lo pronuncie nunca, ni dé muestras de conocerlo si se lo mencionan de repente. Para acabar, quiero que sepa que es más por usted que por nosotros que le digo todo esto. Eso no quiere decir que un paso en falso suyo, no nos pueda costar muchas vidas. Por ahora no podemos darnos ese lujo. ¿Está todo claro? ¿No tiene alguna otra pregunta?

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