Jordi condujo a Diego, Juliana e Isabel al portón de entrada, donde presentaron el salvoconducto conseguido por Eulalia de Callís. El cochero debió esperar afuera y los jóvenes entraron a pie, acompañados por cuatro soldados con fusiles y bayonetas caladas. El camino les resultó ominoso. Afuera había un día frío, pero espléndido, de cielos claros y aire límpido. El agua del mar era un espejo de plata y la luz del sol pintaba reflejos festivos en las paredes blancas de la ciudad. Adentro de la fortaleza, sin embargo, se había detenido el tiempo un siglo antes y el clima era un eterno crepúsculo de invierno.
Desde el portón de entrada hasta el edificio central el recorrido era largo y lo hicieron en silencio. Entraron al funesto lugar por una gruesa puerta lateral de roble con remaches de hierro y fueron guiados por largos pasillos, donde el eco devolvía el ruido de sus pasos. Silbaban corrientes de aire y flotaba ese olor peculiar de las guarniciones militares. La humedad chorreaba del techo, trazando mapas verdosos en los muros.
Cruzaron varios umbrales y cada vez una puerta pesada se cerraba a sus espaldas. Sentían que con cada portazo se separaban más del mundo de los libres y de la realidad conocida, para aventurarse en las entrañas de una gigantesca bestia. Las dos niñas temblaban y Diego no podía menos que preguntarse si saldrían con vida de ese infausto lugar.
Llegaron a un vestíbulo, donde debieron aguardar de pie durante un largo rato, vigilados por los soldados. Por fin los recibió un oficial en una sala pequeña, donde había una tosca mesa y varias sillas como único mobiliario. El militar echó una mirada rápida al salvoconducto para identificar el sello y la firma, pero seguramente no sabía leer. Lo devolvió sin comentarios. Era un hombre de unos cuarenta años, con el rostro terso, el pelo color acero y los ojos de un extraño tono celeste, casi violeta. Se dirigió a ellos en catalán para advertirles que dispondrían de quince minutos para hablar con el prisionero a tres pasos de distancia, no podían acercarse a él. Diego le explicó que el señor De Romeu debía firmar unos papeles y necesitaría tiempo para leerlos.
– Por favor, señor oficial. Ésta será la última vez que veremos a nuestro padre. Se lo ruego, permítanos abrazarlo -suplicó Juliana con un sollozo atravesado en el pecho, cayendo de rodillas ante el hombre.
El uniformado retrocedió con una mezcla de disgusto y fascinación, mientras Diego e Isabel procuraban obligar a Juliana a ponerse de pie, pero ella estaba clavada al suelo.
– ¡Voto a Dios! ¡Levántese, señorita! -exclamó el militar en tono perentorio, pero enseguida se ablandó y tomando a Juliana de las manos la tiró hacia arriba con suavidad-. No soy un desalmado, niña. También soy padre de familia, tengo varios hijos y entiendo cuan dolorosa es esta situación. Está bien, dispondrán de media hora para estar a solas con él y enseñarle esos documentos.
Ordenó a un guardia que fuera en busca del prisionero. En los minutos siguientes Juliana tuvo tiempo de controlar su emoción y prepararse para el encuentro. Poco después entró Tomás de Romeu escoltado por dos guardias. Venía barbudo, sucio, demacrado, pero le habían quitado los grilletes. No había podido afeitarse o lavarse en esas semanas, olía como un pordiosero y tenía los ojos extraviados de un demente. La dieta magra del calabozo había disminuido su panza de buen vividor, se le habían afilado las facciones, la nariz aguileña se veía enorme en su rostro verdoso, y las mejillas, antes rubicundas, le colgaban como pellejos, cubiertas por la barba rala y gris.
Sus hijas tardaron un minuto en reconocerlo y abalanzarse, llorando, a sus brazos. El oficial se retiró con los guardias. El dolor de esa familia era tan crudo, tan íntimo, que Diego hubiese querido ser invisible. Se aplastó contra la pared, con la vista fija en el suelo, convulsionado por la escena.
– Vamos, vamos, niñas, calmaos, no lloréis, por favor. Disponemos de poco tiempo y hay mucho que hacer -dijo Tomás de Romeu secándose las lágrimas con el dorso de la mano-. Me dijeron que debo firmar unos papeles…
Diego le explicó escuetamente la oferta de Eulalia y le pasó los documentos de venta, con el ruego de que los firmara para salvar el escaso patrimonio de sus hijas.
– Esto confirma lo que ya sé. No saldré con vida de aquí -suspiró el prisionero.
Diego le hizo ver que aunque llegara a tiempo un indulto del rey, de todos modos la familia debería irse al extranjero y sólo podrían hacerlo con dinero contante y sonante en la bolsa. Tomás de Romeu tomó la pluma y el tintero que le había traído Diego y firmó el traspaso de todas sus posesiones terrenales a nombre de Eulalia de Callís. Enseguida le pidió a Diego serenamente que se hiciera cargo de sus hijas, que se las llevara lejos de allí, donde nadie supiera que su padre fue ajusticiado como un criminal.
– En los años que te conozco, Diego, he aprendido a confiar en ti como en el hijo que no tuve. Si mis hijas quedan bajo tu protección, podré morir en paz. Llévalas a tu casa en California y ruégale a mi amigo Alejandro de la Vega que las cuide como si fueran suyas -suplicó.
– No debe desesperar, padre, por favor. Rafael Moncada nos aseguró que utilizará toda su influencia para obtener su libertad -gimió Juliana.
– La ejecución ha sido fijada para dentro de dos días, Juliana. Moncada no hará nada por ayudarme porque fue él quien me denunció.
– ¡Padre! ¿Está seguro? -clamó la joven.
– No tengo pruebas, pero lo oí de mis captores -explicó Tomás.
– ¡Pero Rafael fue a pedirle su indulto al rey!
– No lo creo, niña. Pudo haber ido a Madrid, pero por otras razones.
– ¡Entonces es culpa mía!
– No tienes culpa de la maldad ajena, hija. No eres responsable de mi muerte. ¡Valor! No quiero ver más lágrimas.
De Romeu creía que Moncada lo había delatado no tanto por motivos políticos o para vengarse de los desaires de Juliana, sino por cálculo. A su muerte sus hijas quedarían desamparadas y tendrían que acogerse bajo la protección del primero que se la ofreciera. Allí estaría él, esperando a que cayera Juliana como una tórtola en sus manos, por eso el papel de Diego era tan importante en ese momento, añadió. El joven estuvo a punto de decirle que Juliana jamás caería en poder de Moncada, que él la adoraba y de rodillas se la pedía en matrimonio, pero se tragó las palabras. Juliana nunca le había dado motivos para suponer que correspondía a su amor. No era el momento de mencionar eso. Además, se sentía como un mequetrefe, no podía ofrecer a esas niñas un mínimo de seguridad. Su valor, su espada, su amor, de poco servían en este caso. Se dio cuenta de que sin el respaldo de la fortuna de su padre, él no podía hacer nada por ellas.
– Puede estar tranquilo, don Tomás. Daría mi vida por sus hijas. Velaré siempre por ellas -dijo, simplemente.
Dos días más tarde, al amanecer, cuando la niebla del mar cubría la ciudad con un manto de intimidad y misterio, once presos políticos acusados de colaborar con los franceses fueron ajusticiados en uno de los patios de La Ciudadela. Media hora antes un sacerdote les ofreció la extremaunción, para que partieran al otro mundo limpios de culpas, como recién nacidos, tal como explicó.
Tomás de Romeu, quien durante cincuenta años había despotricado contra el clero y los dogmas de la Iglesia, recibió el sacramento con los demás condenados y hasta comulgó. «Por si acaso, padre, no se pierde nada…», comentó en broma.
Había estado enfermo de miedo desde el momento en que oyó a los soldados llegar a su casa de campo, pero ahora estaba tranquilo. Su congoja desapareció en el momento en que pudo despedirse de sus hijas. Durmió las dos noches siguientes sin sueños, y pasó las jornadas animado. Se abandonó a la muerte cercana con una placidez que no había tenido en vida. Empezó a gustarle la idea de acabar sus días con un disparo, en vez de hacerlo de a poco, sumido en el inevitable proceso de la decrepitud. Tal vez pensó en sus hijas, libradas a su suerte, deseando que Diego de la Vega cumpliera su palabra. Las sintió más distantes que nunca.
En las semanas de cautiverio se había ido desprendiendo de recuerdos y sentimientos, así había adquirido una libertad nueva: ya nada tenía que perder. Al pensar en sus hijas no lograba visualizar sus rostros o diferenciar sus voces, eran dos pequeñas sin madre jugando con muñecas en los sombríos salones de su casa. Dos días antes, cuando lo visitaron en la prisión, se maravilló ante esas mujeres que habían reemplazado a las chiquillas con botines, delantales y moñitos de sus reminiscencias. Carajo, cómo pasa el tiempo, murmuró al verlas. Se despidió de ellas sin pesar, sorprendido de su propia indiferencia. Juliana e Isabel harían sus vidas sin él, ya no podía protegerlas. A partir de ese instante pudo saborear sus últimas horas y observar con curiosidad el ritual de su ejecución.
La madrugada de su muerte, Tomás de Romeu recibió en su celda el último presente de Eulalia de Callís, una cesta con un abundante refrigerio, una botella del mejor vino y un plato con los más delicados bombones de chocolate de su colección. Lo autorizaron para lavarse y afeitarse, vigilado por un guardia, y le entregaron la muda de ropa limpia que enviaron sus hijas. Caminó gallardo e impávido hacia el sitio de la ejecución, se colocó ante el poste ensangrentado, donde lo ataron, y no permitió que le vendaran los ojos. A cargo del pelotón estuvo el mismo oficial de los iris celestes que había recibido a Juliana e Isabel en La Ciudadela. A él le tocó darle un balazo en la sien cuando comprobó que tenía medio cuerpo destrozado por los disparos pero seguía vivo. Lo último que vio el condenado antes de que el tiro de misericordia estallara en su cerebro fue la luz dorada del amanecer en la niebla.
El militar, que no se impresionaba con facilidad, porque había sufrido la guerra y estaba acostumbrado a las brutalidades del cuartel y de los calabozos, no había podido olvidar el rostro anegado en lágrimas de la virginal Juliana, arrodillada ante él. Quebrantando su propia norma de separar el cumplimiento del deber de sus emociones, fue a llevarles la noticia en persona. No quiso que las hijas de su prisionero lo supieran por otros medios.
– No sufrió, señoritas -les mintió.
Rafael Moncada se enteró al mismo tiempo de la muerte de Tomás de Romeu y de la estratagema de Eulalia para sacar a Juliana de España. Lo primero estaba incluido en sus planes, pero lo segundo le produjo un exabrupto de ira. Se cuidó, sin embargo, de enfrentarse con ella, porque no había renunciado a la idea de obtener a Juliana sin perder su herencia. Lamentaba que su tía tuviese tan buena salud; provenía de una familia longeva y no había esperanza de que muriese pronto, dejándolo rico y libre para decidir su destino. Tendría que conseguir que la matriarca aceptara a Juliana por las buenas, era la única solución. Ni pensar en presentarle el matrimonio como un hecho consumado, porque jamás se lo perdonaría, pero discurrió un plan, basado en la leyenda de que en California, cuando era la mujer del gobernador, Eulalia había transformado a un peligroso guerrero indiano en una civilizada doncella cristiana y española.