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Del secretario nada consiguió con buenas palabras, y no se atrevió a sobornarlo, porque si se equivocaba podía costarle muy caro. Le notificaron que Tomás de Romeu, junto con un puñado de traidores, sería fusilado. El secretario agregó que no quemara sus influencias defendiendo a un buitre, porque podía lamentarlo. La amenaza no podía ser más clara.

Al regresar a Barcelona se dio el tiempo justo para lavarse y se presentó a contarles todo esto a las muchachas, que lo recibieron pálidas pero enteras. Para consolarlas les aseguró que no pensaba darse por vencido, seguiría intentando por todos los medios que la sentencia fuese conmutada.

– En todo caso, vuestras mercedes no quedarán solas en este mundo. Siempre podrán contar con mi estima y protección -añadió, apesadumbrado.

– Veremos -replicó Juliana, sin una lágrima.

Cuando Diego se enteró de las trágicas nuevas, decidió que si Eulalia, la santa, no había sido capaz de hacer nada por ellos, debían acudir a su homónima.

– Esa señora es muy poderosa. Sabe los secretos de medio mundo. Le tienen miedo. Además, en esta ciudad el dinero cuenta más que nada. Iremos los tres a hablar con ella -dijo Diego.

– Eulalia de Callís no conoce a mi padre y, según dicen, detesta a mi hermana -le advirtió Isabel, pero él no podía dejar de intentarlo.

El contraste entre ese palacete atiborrado de adornos, como los más lujosos de la época dorada de México, con la sobriedad de Barcelona en general y de la casa De Romeu en particular, resultaba impactante. Diego, Juliana e Isabel atravesaron inmensos salones con las paredes pintadas con frescos o cubiertas de tapicerías de Flandes, óleos de nobles antepasados y cuadros de batallas épicas. Había criados de librea apostados en cada puerta y doncellas ataviadas con encajes holandeses, cuidando a los horrendos perros chihuahua, que clavaban la vista en el suelo al paso de cualquier persona de condición social superior. Me refiero a las criadas, claro, no a los perritos.

Doña Eulalia recibió a sus visitantes en el trono con baldaquín del salón principal, ataviada como para un baile, aunque siempre de luto riguroso. Parecía un enorme león marino, envuelto en capas sucesivas de grasa, con su cabeza pequeña y hermosos ojos de largas pestañas, brillantes como aceitunas. Si la vieja señora pretendía intimidarlos, lo logró plenamente. Los jóvenes se ahogaban de vergüenza en el aire algodonoso de ese palacete, nunca se habían encontrado en una situación similar; habían nacido para dar, no para pedir.

Eulalia sólo había visto a Juliana de lejos y sentía cierta curiosidad por examinarla de cerca. No pudo negar que la joven era agraciada, pero su aspecto no justificaba la tontería que su sobrino estaba dispuesto a cometer. Hizo memoria de sus años mozos y decidió que ella había sido tan bella como la muchacha De Romeu. Además de su cabellera de fuego, había tenido un cuerpo de amazona. Debajo de la grasa que ahora le impedía caminar, seguía intacto el recuerdo de la mujer que antes fuera, sensual, imaginativa, plena de energía. Por algo Pedro Fages la amó con inagotable pasión y fue envidiado por tantos hombres.

Juliana, en cambio, tenía actitud de gacela herida. ¿Qué veía Rafael en esa doncella delicada y pálida, que seguramente se portaría como una monja en la cama? Los hombres son muy bobos, concluyó. La otra chiquilla De Romeu, ¿cómo se llamaba?, le resultó más interesante, porque no parecía tímida, pero su aspecto dejaba mucho que desear, especialmente al compararla con Juliana. Mala suerte la de esa niña, tener a una célebre beldad por hermana, pensó. En condiciones normales habría ofrecido por lo menos un jerez y entremeses a sus visitantes, nadie podía acusarla de ser tacaña con la comida, su casa era famosa por la buena cocina; pero no quiso que se sintieran cómodos, debía mantener su ventaja para el regateo que sin duda le esperaba.

Diego tomó la palabra para exponer la situación del padre de las niñas, sin omitir que Rafael Moncada había viajado a Madrid con ánimo de interceder por él. Eulalia escuchó en silencio, observando a cada uno con sus ojos penetrantes y sacando sus propias conclusiones. Adivinó el acuerdo que Juliana debía de haber hecho con su sobrino, de otro modo él no se hubiera dado la molestia de arriesgar su reputación por defender a un liberal acusado de traición. Esa torpe movida podía costarle el favor del rey. Por un momento se alegró de que Rafael no hubiese conseguido sus propósitos, pero enseguida vio lágrimas en los ojos de las muchachas y su viejo corazón la traicionó una vez más. Le sucedía con frecuencia que su buen juicio para los negocios y su sentido común tropezaran con sus sentimientos. Aquello tenía su precio, pero gastaba el dinero con gracia, porque sus espontáneos arrebatos de compasión eran los últimos resabios que quedaban de su perdida juventud.

Una larga pausa siguió al alegato de Diego de la Vega. Por fin la matriarca, conmovida a su pesar, les informó de que tenían una idea muy exagerada de su poder. No estaba en su mano salvar a Tomás de Romeu. Nada podía hacer ella que no hubiese hecho ya su sobrino, dijo, excepto sobornar a los carceleros para que fuese tratado con consideraciones especiales hasta el momento de su ejecución. Debían comprender que no había futuro para Juliana e Isabel en España. Eran hijas de un traidor y cuando su padre muriera pasarían a ser hijas de un criminal y su apellido sería deshonrado. La Corona confiscaría sus bienes, se quedarían en la calle, sin medios para vivir en ese país o en cualquier otro de Europa. ¿Qué sería de ellas? Tendrían que ganarse la vida bordando sábanas para novias o como institutrices de hijos ajenos. Cierto, Juliana podría empeñarse en atrapar a un incauto en matrimonio, incluso al mismo Rafael Moncada, pero ella confiaba en que a la hora de tomar una decisión tan grave, su sobrino, que no era ningún lerdo, pondría en la balanza su carrera y su posición social. Juliana no estaba en el mismo nivel de Rafael.

Además, no había peor incordio que una mujer demasiado hermosa, dijo. A ningún hombre le convenía casarse con una, atraían toda clase de problemas. Agregó que en España las beldades sin fortuna estaban destinadas al teatro o a ser mantenidas por algún benefactor, como era bien sabido. Deseaba con todo su corazón que Juliana escapara de esa suerte.

A medida que la matriarca exponía el caso, Juliana fue perdiendo el control, que había procurado mantener durante aquella terrible entrevista, y un río de lágrimas le mojó las mejillas y el escote. Diego consideró que habían oído bastante y lamentó que doña Eulalia no fuera hombre, porque se habría batido allí mismo. Tomó a Juliana e Isabel por los brazos y sin despedirse las empujó hacia la salida. No alcanzaron a llegar a la puerta, la voz de Eulalia los detuvo.

– Como dije, nada puedo hacer por don Tomás de Romeu, pero puedo hacer algo por vosotras.

Les ofreció comprar las propiedades de la familia, desde la arruinada mansión en Barcelona hasta las remotas fincas abandonadas de las provincias, a buen precio y pagando de inmediato, así las niñas dispondrían del capital necesario para comenzar otra vida lejos, donde nadie las conociera. Al día siguiente podía enviar a su notario para revisar los títulos y redactar los documentos necesarios. Conseguiría del jefe militar de Barcelona que les permitiera visitar por última vez a su padre, para despedirse de él y darle a firmar los papeles de la venta, operación que debía hacerse antes de que intervinieran las autoridades para confiscar los bienes.

– ¡Lo que pretende su excelencia es deshacerse de mi hermana para que no se case con Rafael Moncada! -la acusó Isabel, temblando de furia.

Eulalia recibió el insulto como un bofetón. No estaba acostumbrada a que le levantaran la voz, desde que murió su marido nadie lo había hecho. Por unos instantes no pudo respirar, pero con los años había aprendido a dominar su explosivo temperamento y a apreciar la verdad cuando la tenía ante las narices. Contó en silencio hasta treinta antes de contestar.

– No estáis en posición de rechazar mi oferta. El trato es simple y claro: tan pronto recibáis el dinero os marcharéis -replicó.

– ¡Su sobrino extorsionó a mi hermana para casarse con ella y ahora usted la extorsiona para que no lo haga!

– Basta, por favor, Isabel -murmuró Juliana, secándose las lágrimas-. He tomado una decisión. Acepto la oferta y agradezco su generosidad, excelencia. ¿Cuándo podemos ver a nuestro padre?

– Pronto, niñas. Os avisaré cuando consiga la entrevista -dijo Eulalia, satisfecha.

– Mañana a las once recibiremos a su contador. Adiós, señora.

Eulalia cumplió su promesa al pie de la letra. A las once en punto del día siguiente se presentaron tres leguleyos en la residencia de Tomás de Romeu y procedieron a escarbar en sus papeles, vaciar el contenido de su escritorio, revisar su desordenada contabilidad y hacer un avalúo aproximado de sus bienes. Llegaron a la conclusión de que no sólo tenía mucho menos de lo aparente, sino que estaba agobiado por deudas. Tal como estaba la situación, las rentas de las niñas serían inadecuadas para sostenerlas en el nivel que conocían.

El notario, sin embargo, llevaba instrucciones precisas de su patrona. Al hacer su oferta, Eulalia no contemplaba el valor de lo que pensaba adquirir, sino cuánto necesitaban las dos jóvenes para vivir. Eso les ofreció. A ellas no les pareció ni mucho ni poco, porque no tenían idea de cuánto costaba una hogaza de pan. Eran incapaces de imaginar la suma que la matriarca estaba dispuesta a darles. Diego tampoco tenía experiencia en finanzas y de nada disponía en esos momentos para ayudar a Juliana e Isabel. Las hermanas aceptaron la cantidad estipulada sin saber que era el doble del valor real de los bienes de su padre. Tan pronto los abogados redactaron los documentos, Eulalia les consiguió una entrevista en la prisión.

La Ciudadela era un monstruoso pentágono de piedra, madera y cemento, diseñado en 1715 por un ingeniero holandés. Había sido el corazón del poderío militar de los reyes Borbones en Cataluña. Anchas murallas, coronadas por un bastión en cada uno de sus cinco ángulos, encerraban su vasta superficie. Desde allí se dominaba la ciudad completa. Para construir la inexpugnable fortaleza, los ejércitos del rey Felipe V demolieron barrios completos, hospitales, conventos, mil doscientas casas y cortaron los bosques adyacentes. El pesado edificio y su lúgubre leyenda pesaba sobre Barcelona como una nube negra. Era el equivalente de la Bastilla en Francia: un símbolo de opresión. Entre sus muros habían vivido diversos ejércitos de ocupación y en sus calabozos habían muerto miles y miles de prisioneros. De sus bastiones colgaban los cuerpos de los ahorcados, para escarmiento de la población. Según el dicho popular, era más fácil salir del infierno que de La Ciudadela.

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