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Prólogo

Habiendo vivido muchos años en la capital de México tuve oportunidad de estudiar los métodos de aquellos a los que se les llama «brujos» o «curanderos». Son legiones. Cada barrio tiene el suyo. En pleno corazón de la ciudad se alza el gran mercado de Sonora, donde se venden exclusivamente productos mágicos: velas de colores, peces disecados en forma de diablo, imágenes de santos, plantas medicinales, jabones benditos, tarots, amuletos, esculturas en yeso de la Virgen de Guadalupe convertida en esqueleto, etc. En algunas trastiendas sumidas en la penumbra, mujeres con un triángulo pintado en la frente frotan con manojos de hierbas y agua bendita a quienes van a consultarles, y les practican «limpias» del cuerpo y del aura… Los médicos profesionales, hijos fieles de la Universidad, desprecian estas prácticas. Según ellos la medicina es una ciencia. Quisieran llegar a encontrar el remedio ideal, preciso, para cada enfermedad, tratando de no diferenciarse los unos de los otros. Desean que la medicina sea una, oficial, sin improvisaciones y aplicada a pacientes a los que se les trata sólo como cuerpos. Ninguno se propone curar el alma. Por el contrario, para los curanderos la medicina es un arte.

Le es más fácil al inconsciente comprender el lenguaje onírico que el lenguaje racional. Desde cierto punto de vista, las enfermedades son sueños, mensajes que revelan problemas no resueltos. Los curanderos, con una gran creatividad, desarrollan técnicas personales, ceremonias, hechizos, extrañas medicinas tales como lavativas de café con leche, infusiones de tornillos oxidados, compresas de puré de papas, píldoras de excremento animal o huevos de polilla. Algunos tienen más imaginación o talento que otros, pero todos, si se les consulta con fe, son útiles. Hablan al ser primitivo, supersticioso, que cada ciudadano lleva dentro.

Viendo operar a estos terapeutas populares, que a menudo hacen pasar por milagros trucos dignos de un gran prestidigitador, concebí la noción de «trampa sagrada». Para que lo extraordinario ocurra es necesario que el enfermo, admitiendo la existencia del milagro, crea firmemente que se puede curar. Para tener éxito, el brujo, en los primeros encuentros, se ve obligado a emplear trucos que convencen a aquél de que la realidad material obedece al espíritu. Una vez que la trampa sagrada embauca al consultante, éste experimenta una transformación interior que le permite captar el mundo desde la intuición más que desde la razón. Sólo entonces el verdadero milagro puede acontecer.

Pero, me pregunté en aquella época, si se elimina la trampa sagrada, ¿se puede con esta terapia artística sanar a personas sin fe? Por otra parte, aunque la mente racional guíe al individuo, ¿podemos decir que alguien carece de fe? En todo momento el inconsciente sobrepasa los límites de nuestra razón, ya sea por medio de sueños o de actos fallidos. Si es así, ¿no hay una manera de hacer actuar al inconsciente, como un aliado, de forma voluntaria? Cierto incidente que ocurrió en uno de mis cursos de psicogenealogía me indicó el camino: en el momento en que yo describía las causas de la neurosis de fracaso, un alumno, médico cirujano, cayó al suelo retorciéndose con espasmos de dolor. Parecía un ataque de epilepsia. En medio del pánico general, sin que nadie supiese cómo ayudarlo, me acerqué al afectado y sin saber por qué le quité, con bastante trabajo, del dedo anular de su mano izquierda el anillo de casado. Inmediatamente se calmó. Me di cuenta de que para el inconsciente los objetos que nos acompañan y rodean forman parte de su lenguaje. Así como poniéndole un anillo a una persona se la podía encadenar, quitándole ese anillo se la podía aliviar… Otra experiencia me resultó muy reveladora: mi hijo Adán, con seis meses de edad, padecía una fuerte bronquitis. Un médico amigo, fitoterapeuta, le había recetado unas gotas de aceite esencial de plantas. Mi ex mujer Valeria, madre de Adán, debía verterle en la boca treinta gotas tres veces al día. Pronto se quejó de que el niño no mejoraba. Le dije: «Lo que pasa es que tú no crees en el remedio. ¿En qué religión fuiste educada?». «¡Como toda mexicana, en la católica!» «Entonces vamos a agregar fe a esas gotas. Cada vez que se las des, reza un padrenuestro.» Valeria así lo hizo. Adán mejoró rápidamente.

Comencé entonces, con gran prudencia en mis lecturas de Tarot, cuando el consultante se preguntaba cómo solucionar un problema, a recetar actos de lo que llamé «psicomagia». ¿Por qué no «magia»?

Para que su primitiva terapia funcione, el curandero, apoyándose en el espíritu supersticioso del paciente, debe mantener un misterio, presentarse como propietario de poderes extrahumanos, obtenidos por una secreta iniciación, contando para curar con aliados divinos e infernales. Los remedios que da deben ingerirse sin conocer su composición y los actos recomendados deben realizarse sin tratar de saber el porqué. En la Psicomagia, en lugar de una creencia supersticiosa se necesita la comprensión del consultante. Él debe saber el porqué de cada una de sus acciones. El psicomago, de curandero pasa a ser consejero: gracias a sus recetas el paciente se convierte en su propio sanador.

Esta terapia no me llegó como una iluminación súbita sino que se perfeccionó, paso a paso, en el transcurso de muchos años… Al comienzo parecía tan extravagante, tan poco «científica», que sólo pude experimentarla con amigos y familiares… De vez en cuando, en mis conferencias en París, hacía referencia a ella… Cierta vez fui invitado al centro de estudios fundado por el maestro espiritual Arnaud Desjardins. Este, que se había enterado de mis búsquedas, me preguntó si podía solucionar un mal que padecía su suegra, un eczema en la palma de las manos… Pensé que la señora, al mostrar sus manos afectadas, hacía un gesto de petición, pues se sentía excluida de la pareja que formaba su hija. Le pedí al Maestro que él y su esposa, delante de la enferma, escupieran abundantemente sobre un montoncillo de arcilla verde para esparcir luego la pasta resultante sobre el eczema. El mal desapareció rápidamente.

Gilles Farcet, un joven discípulo de Desjardins, aconsejado por su guía vino a verme, con el pretexto de una entrevista, para conocer mis extrañas teorías. De nuestro encuentro resultó un pequeño libro en forma de biografía, titulado La trampa sagrada, que conquistó a un buen número de lectores. Gilles, entonces, me propuso desarrollar más extensamente mis ideas al mismo tiempo que, queriendo comprobar sus efectos, me solicitó un consejo de psicomagia para llegar a ser «un escritor profundamente espiritual». Le propuse que escribiera un libro de entrevistas conmigo que se llamaría Psicomagia, y que se subtituló Esbozos de una terapia pánica. Mi joven amigo dudó: no conociendo para nada el tema, se sentía incapaz de plantearme preguntas interesantes. «Precisamente por eso te receto este acto. El ave del espíritu debe liberarse de la jaula racional. Para ello romperemos el orden lógico. En lugar de que tú me preguntes y yo te responda, primero yo te responderé y luego tú me preguntarás… Es decir, el efecto vendrá antes que la causa.» Así lo hicimos: Farcet se sentó frente a mí con una grabadora y yo fui dando respuestas a preguntas inexistentes durante diez horas seguidas. Por momentos, mi joven entrevistador se dormía aferrado a su máquina. Gilles dividió luego ese material en fragmentos ordenados y los encabezó con preguntas. Como se internaba en terrenos desconocidos (me había dicho: «No sé si se pueden conciliar búsqueda artística y búsqueda terapéutica»), las escribió en un tono objetivo declarando: «No soy uno de sus fieles. No he escrito este libro como aprendiz sino como amigo. De ahí la sana perplejidad que a veces opongo a sus palabras, la que por feliz efecto lo obliga a precisar su pensamiento».

Cuando Marc de Smedt, el director de la colección «Espaces libres» en Albin Michel, Francia, aceptó publicar el libro lo hizo con la condición de cambiarle el título. «Nadie conoce la palabra psicomagia. Mejor llamarlo: Le théâtre de la guérison, une thérapie panique».

El teatro de la sanación apareció en 1995. Provocó un gran interés. Recibí una nutrida correspondencia pidiéndome actos psicomágicos. Para desarrollar esta técnica, hasta ahora practicada en forma exclusivamente intuitiva, decidí aceptar dos consultantes diarios, de lunes a viernes, en sesiones de una hora y media. Después de establecer sus árboles genealógicos -hermanos, padres, tíos, abuelos y bisabuelos-, les aconsejé actos psicomágicos que produjeron resultados notables. Pude así descubrir cierto número de leyes que me permitieron enseñar este arte a gran cantidad de alumnos, muchos de ellos ya terapeutas establecidos. Concedí sesiones privadas durante dos años, al cabo de los cuales comencé a escribir mi Danza de la realidad. Gilles Farcet realizó su carrera de escritor espiritual y hoy en día, un noble padre de familia, conduce al redil a muchos espíritus descarriados colaborando con Arnaud Desjardins en tan ardua tarea.

Después de la publicación en España por Siruela de La danza de la realidad (2001), amén de generosas entrevistas que Fernando Sánchez Dragó me hizo en la televisión, la Psicomagia fue conocida por el gran público. No faltaron entusiastas que temerariamente, sin haber tenido nunca una honesta actividad artística ni terapéutica, quisieron practicarla dando, por incapacidad creativa, consejos que eran ingenuas imitaciones de los míos.

En el año 2002 di en Madrid una conferencia para un público de unas seiscientas personas en un aula universitaria. Hábilmente conducidos por mi presentador, el joven profesor Javier Esteban, los alumnos me plantearon sus problemas solicitando consejos de psicomagia para resolverlos. Al final del acto, Javier me obsequió con un ejemplar de su libro Duermevela, en el que describe sus sueños. («Voy a una tienda donde venden miles de aparejos de pesca gigantescos. El anzuelo me llega por la rodilla. El hombre que me acompaña me enseña a pescar pero me dice que no hace falta caña ni aparejo alguno. Los tiro y atravesamos un bosque hasta llegar a un río. Los peces saltan a nuestras manos.») Considero que sus escritos tienen un sentido sanador. Javier, a su vez, expresa su adhesión a mis ideas y me pide una cita con el objeto de hacerme las preguntas que se plantea la juventud, preguntas a las que no responde el actual sistema educativo. «Los alumnos han mutado, desgraciadamente los profesores siguen manteniendo su arcaica manera de pensar», me dice. Viaja a París y me interroga durante algunos días. «Piense sin límites, hable para los jóvenes mutantes.» Así nacieron la segunda y la tercera parte de este libro.

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