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DÍA 18

07.00 Me persono en el bar de la señora Mercedes y el señor Joaquín y encuentro a ambos, es decir a la señora Mercedes y al señor Joaquín, cerrando la persiana metálica. ¿A qué obedece esta inversión de las costumbres? Mejor dicho, ¿a qué obedece esta alteración de las costumbres? Explicación: la señora Mercedes ha vuelto a pasar la noche con un loro y ahora el señor Joaquín la acompaña al dispensario para que la reconozcan. Por esta causa han de cerrar el establecimiento al público, cosa que induce al señor Joaquín a fruncir el ceño . Les propongo hacerme cargo del local hasta su regreso. El señor Joaquín y la señora Mercedes se niegan. No quieren ocasionarme ninguna molestia. Le convenzo de que no es ninguna molestia; antes al contrario.

07.12 Después de mostrarme de un modo somero el funcionamiento de los aparatos de uso más frecuente en el bar, el señor Joaquín y la señora Mercedes suben a bordo de un Seat Ibiza, el cual parte.

07.19 Recorro el establecimiento, pasando revista al instrumental. Creo que sabré hacer funcionar todos los aparatos, salvo uno muy complicado denominado grifo.

07.21 Pongo a punto la cafetera para que los clientes no tengan que esperar a que se caliente el agua.

07.40 Voy preparando bocatas con idéntica finalidad, pero a medida que los hago, me los zampo.

07.56 Descubro una cucaracha sobre el mostrador. Intento aplastarla con una loncha de jamón de York, pero huye y se oculta en un intersticio, entre el mostrador y el fregadero. Desde allí me hace burla con las antenas. Ahora vas a ver tú. Cucal en dosis masivas.

08.05 No encuentro por ninguna parte las jarritas de cerveza. Bebo aplicando los labios al caño. Me sale espuma por todos los poros. Parezco un borreguito.

08.20 Entra el primer cliente. Quiera Dios que pida algo fácil.

08.21 El primer cliente se dirige a mí y me da los buenos días. Respondo en idénticos términos. Mentalmente doy instrucciones a la cafetera, a la nevera y a los croissants para que también le den los buenos días. El primer cliente parece quedar gratamente sorprendido de esta cortés salutación.

08.24 El primer cliente pide un café con leche. Compruebo con horror que la cafetera no se ha calentado. Quizá adolece de un defecto de fabricación o quizá yo olvidé accionar algún botón o clavija. Ante la perspectiva de que el primer cliente se vaya sin haber hecho su correspondiente consumición, opto por meterme el enchufe de la cafetera en las fosas nasales y transmitirle parte de mi carga energética por este conducto. La cafetera se funde, pero sale un café riquísimo.

08.35 Sirvo el café con leche al primer cliente. Con los nervios se me derrama la mitad. Todavía me cuelga de la nariz el cable eléctrico y me doy cuenta (demasiado tarde) de que en vez de leche he puesto Cucal en el café. Temperatura, 21 grados centígrados; humedad relativa, 50 por ciento; vientos flojos del nordeste; estado de la mar, rizada.

11.25 Mientras intento despegar del techo una tortilla de veintidós huevos, regresa al bar el señor Joaquín. Antes de que pueda percatarse de los desperfectos, le digo que yo repondré, de mi propio bolsillo, la cafetera, la nevera, el lavaplatos, el televisor, las lámparas y las sillas. Para animarle, le informo de que esta mañana la clientela ha sido numerosa. La caja, que él dejó vacía al irse, contiene ahora ocho pesetas. Quizá no di bien las vueltas. Pese a mis temores, el señor Joaquín reacciona con indiferencia, como si todo lo que le cuento no le interesara. Ni siquiera le sorprende encontrarme en el techo sin escalera. Entonces me doy cuenta de que ha vuelto al bar solo, esto es, sin la señora Mercedes. Me intereso por lo ocurrido.

11.35 El señor Joaquín frunce el ceño y me dice que han internado a la señora Mercedes en un hospital y que habrán de operarla mañana sin falta. Al parecer, se han presentado algunas complicaciones que exigen una intervención rápida. Mientras me refiere lo antedicho, vamos cerrando el bar.

11.55 Regreso a la ciudad en metro. Aunque todas las chicas que viajan en el metro están buenísimas, yo no me fijo en ellas, porque tengo el corazón en un puño.

12.20 Hasta la hora de comer, hago tiempo inspeccionando algunas obras que se llevan a cabo en solares céntricos. Parece ser que está de moda construir hacia abajo más que hacia arriba. Edificios de cinco o seis plantas sobre el nivel de la calle, cuentan con diez o quince plantas subterráneas, destinadas, casi siempre, a parking o pupilaje. De ambas modalidades, esta última, la denominada pupilaje, es de largo la más cara. Muchas familias acomodadas han de enfrentarse a una terrible disyuntiva: o enviar a los hijos a estudiar a los Estados Unidos o tener el coche a pupilaje. Esto no sucedía hace años, cuando no existían los automóviles, y menos aún cuando no existían los automóviles ni los Estados Unidos. En aquella época antigua, los edificios apenas si contaban con una planta subterránea, llamada sótano y destinada a bodega, despensa y mazmorra.

Sin embargo, las cosas no fueron siempre así. En una época anterior, de la cual no queda memoria en los archivos de la Tierra, todas las casas eran subterráneas. Los hombres primitivos que las construyeron imitaban en esto a los animales constructores, como los topos, los conejos, los tejones y los patos (de entonces), y como ningún animal de los mencionados sabía poner un ladrillo sobre otro, a los hombres, que no tenían más maestro que la Naturaleza, tampoco se les ocurría hacerlo. En aquella época había ciudades enteras que no afloraban ni un palmo sobre el nivel del suelo. Debajo estaban las calles, las plazas, los teatros y los templos. La celebérrima Babilonia (no la que aparece en las crónicas y los libros de historia, sino otra anterior, situada cerca de donde hoy se encuentra Zurich) era totalmente subterránea, inclusive sus reputados jardines colgantes, concebidos y realizados por un arquitecto y horticultor llamado Abundio Greenthumb (más tarde deificado), que consiguió que los árboles y las plantas crecieran hacia abajo.

14.00 Llego al lugar donde ayer estaba la churrería y veo que ya no está. Desconcierto. Preguntando a unos y a otros doy con ella. Resulta que la churrería es, en realidad, un remolque habilitado como churrería. Una de las paredes laterales del remolque se abate por medio de unas bisagras y se transforma en mostrador. Tras el panel, dentro del remolque, figura la churrería propiamente dicha. Este sistema permite a su dueño instalar la churrería (con el debido permiso municipal) allí donde las expectativas de negocio son o parecen ser más halagüeñas. Así, los días laborales, a primera hora de la mañana, suele encontrársele en la parte alta de la Bonanova, donde la concentración de colegios es mayor y donde cuenta con una clientela fiel entre los alumnos, los acompañantes de los alumnos y el profesorado; a otras horas acude a otros lugares, como, por ejemplo, la puerta de la cárcel Modelo, donde le compran los abogados que visitan a sus clientes, los familiares de estos clientes, los guardias que vigilan a estos mismos clientes y algunos clientes que han logrado fugarse, o frente a la puerta de urgencias del Hospital Clínico (personal sanitario, heridos leves y enfermos de poca gravedad que desean acceder a la categoría de enfermos de mucha gravedad), o frente a la Plaza de Toros Monumental (turistas y banderilleros locos), o frente al Palau de la Música Catalana (miembros de la Orquesta Ciutat de Barcelona, sección vientos), y así sucesivamente.

15.00 Regreso a casa. En la puerta del ascensor hay un letrero que dice: NO FUNCIONA. Se refiere sin duda al ascensor. Decido subir a pie.

15.02 Al pasar frente a la puerta del piso de mi vecina me detengo. En el interior suenan voces. Desmonto el timbre, me introduzco el cable eléctrico en las orejas y escucho. ¡Es ella! Al parecer, su hijo se muestra remiso a ingerir un plato de verdura. Ella le insta a comer diciéndole que si no come no crecerá ni será fuerte como Supermán; por si estos argumentos no bastan, añade que si no se traga toda la coliflor en menos de cinco minutos le partirá los dientes con el taburete de la cocina. Me avergüenzo de hollar de este modo la intimidad de su hogar, dejo los cables colgando de la caja y continúo subiendo las escaleras.

15.15 Me como los diez kilogramos de churros que he comprado. Me gustan tanto que, acabado el último, me como también el papel aceitado que los envolvía.

16.00 Tendido en la cama y con la vista clavada en el techo, del que cuelgan varias arañas grandes como melones, pienso en mi vecina. Por más que me devano los sesos (que no tengo), no doy con la forma idónea de abordarla. Llamar a su puerta e invitarla a cenar no me parece prudente ni oportuno. Tal vez la invitación debería ir precedida de un obsequio. En ningún caso debo enviarle dinero, pero, si a pesar de todo decidiera enviárselo, mejor en billetes de banco que en monedas. Las joyas presuponen una relación más formal. Un perfume es un regalo delicado, pero muy personal; se corre el riesgo de no acertar el gusto de la persona a la que se desea obsequiar. Laxantes, emulsivos, apósitos, vermicidas, antirreumáticos y demás productos farmacéuticos, excluidos. Es muy probable que le gusten las flores y los animales domésticos. Podría enviarle una rosa y dos docenas de dobermans.

17.20 Me asalta el temor de que mi vecina tome cualquier regalo procedente de mí como un atrevimiento . Intento exterminar las arañas con Cucal.

17.45 Necesito ropa. Salgo a la calle. Me compro unas bermudas. Me darían un aspecto desenfadado si no salieran por debajo las perneras de los calzoncillos de felpa, pero la verdad es que no puedo prescindir de ellos, pues, aunque el clima es casi veraniego (y con tendencia a un ligero aumento de las temperaturas), mi metabolismo se adapta mal al cuerpo humano. Tengo siempre los pies helados, al igual que las pantorrillas y los muslos; las rodillas, en cambio, me bullen, y lo mismo me sucede con uno de los glúteos (con el otro, no); y así sucesivamente. Lo peor es la cabeza, quizá debido a su intensa actividad intelectual a que la someto de continuo. Su temperatura sobrepasa a veces los 150 grados centígrados. Para paliar este calor llevo siempre un sombrero de copa, cuyo interior voy rellenando con cubitos de hielo que compro en las gasolineras, pero el remedio, por desgracia, es pasajero. En seguida el hielo se licua, el agua hierve y la chistera sale despedida con tal potencia que las primeras que tuve aún siguen en el aire (ahora he mejorado el sistema sujetando el ala de la chistera al cuello de la camisa con una goma resistente). También me he comprado tres camisas de manga corta (azul cobalto, amarilla, granate), unos mocasines de ante para llevar sin calcetines y un traje de baño floreado con el que me han asegurado que me haré el amo de todas las piscinas. Que Dios les oiga.

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