Este año, Juan Tepano, primera Vara, anda contento como si a él y a los suyos ya les hubieran devuelto la tierra. Canta pedazos del Alabado y dice versos y dichos viejos. Da unos pasos de danza. A la hora de comer cuenta un cuento. Y al ver que un cuervo pasa graznando por encima de la lumbre apagada, dice riéndose con el filo de la mano sobre los ojos:
– Mira Layo, allí va volando un cristiano…
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Ya terminamos la escarda y las lluvias siguen siendo muy favorables por el rumbo del Tacamo. (De Tiachepa más vale no hablar). Bueno, las lluvias son favorables y ya terminamos la escarda. Hoy comenzamos la segunda: el que no asegunda no es buen labrador, dice el dicho. La segunda se da también con arado de dos alas, pero bien abiertas, para que las matas queden muy bien arropadas con la tierra fresca que derraman. Para este fierro ya se ocupan menos peones, pues el trabajo de alzar es más rápido y sencillo que el de la escarda. Las milpas están ya grandes y fuertes, y resisten bien el empuje del arado.
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Doña María la Matraca estaba acostada en su cama. Entró Celso José con sus pantalones de dril claro, apretados y rabones. Con su camisa recién planchada. Siempre llega como arcángel, con su halo de santidad: el sombrero de palma echado hacia atrás, aplanado y deslumbrante. Le gusta quedarse en los umbrales, con una mano en el canto de las puertas y la otra en la cintura. Ahora trae una cajita de cartón colgada de un hilo, que sostiene temeroso con la punta de los dedos. Doña María se levantó las faldas, enjugándose de paso los ojos con el borde, porque había llorado, acordándose del Licenciado: "¡Ay María, con lo guapa que tú eras, yo debía haberme casado contigo!"
– Cierra la puerta, Celso. (Entornó los ojos, suspirando). Duelen más que una inyección, pero hacen mejor provecho. Pobres, me da una lástima… Celso se puso de rodillas junto a la cama. Con gran precaución abrió un poco la cajita y sus hábiles dedos de costurera cogieron la primer abeja por las alas. Se la puso a doña María poco oías arriba del tobillo, haciendo un mohín con los labios. Al sentir el piquete, la señorita se quejó suavemente, abanicándose con la mano.
– |Ay Dios ay Dios! Qué se me hace que ahora me trajiste de las más bravas… (Celso le dio una palmadita en la pierna):
– Ándele, ándele… La primera es la que duele más, doña Mariquita. Aguántese tantito. Le traje puras mansitas, de esas güeras güeras que les dicen italianas… (La abeja, ya destripada, iba subiendo por la pierna de doña María. Con la yema del dedo, Celso José exprimía sobre la piel blanda el aguijón de la abeja).
– Eso es, eso es… Apriétale bien ¡ay… ay…! que salga toda la ponzoña… (Y al ver que la abeja moribunda seguía caminando sobre su pierna):
– Mátala, Celso, mátala. Ya te he dicho que las mates luego para que no sufran. (Celso José puso la abeja en el suelo, y la aplastó con el huarache).
– Pobres abejitas ¡me da una lástima! En vez de seguir haciendo su miel, vienen aquí a curarme las reumas. Me dan de comer y son mis doctores… Ándale, Celso, pónmelas todas, que cuando tengo la hilera de piquetes, siento que toda la pierna se me duerme…
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– Estamos fritos, o como decía mi abuelo, peidos de la caifasa. Ya tenemos dos alcancías para llenar en este año. Estoy de acuerdo con la primera, que es un puerquito de barro que nos trajo el Jefe de Manzana: "Llénenlo aunque sea de puros centavos de cobre, es para la Función de Señor San José". Pero ahora nos mandaron los jesuitas una cajita de madera que es para la Construcción del Seminario nuevo "…de donde habrán de salir los sacerdotes que tanta falta nos hacen y que son el cuerpo vivo de la Iglesia…" Yo le dije a mi mujer que no más le echara dinero al puerquito, al fin que es para la feria y todos la vamos a disfrutar. En la cajita de madera les voy a poner un recado a los jesuitas diciéndoles que se la llenen los ricos, al fin que ellos son los que más bien se llevan con el cuerpo vivo de la Iglesia…
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En el Tacamo sembré en seco y con fe: el día que murió el Licenciado cayó la primera tormenta y no tardaron en hincharse los granos y en brotar las milpas. Tiachepa es una lástima, un verdadero desierto. Solo iré a visitarlo cuando tenga ganas de sufrir. Por ahora me basta con hacer esta anotación, que corresponde más bien a mi libro de cuentas: se me han perdido dos bueyes ajenos. Una yunta pareja, los animales más fuertes y grandes de que disponía. He dado las señas por todas partes y puse un anuncio en el periódico, que no ha servido sino de pretexto para que mi competidor y su poeta me lancen otra fisga en el mismo número en que viene mi aviso:
A dornas y caballeros
los calzamos como reyes,
porque no buscamos bueyes
perdidos en los potreros.
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– Me acuso Padre de que corrieron a Luis Gómez de la escuela, nomás que se me olvida cuando me confieso.
– ¿Tú tuviste la culpa?
– Bueno, no toda.
– ¿Por qué lo expulsaron?
– Hizo un ejercicio de palabras de dos sílabas.
– ¿Cómo era?
– Decía… No puedo. Ya no me acuerdo. Eran de dos sílabas, pero juntas una tras otra, se hacían malas palabras y el profesor se dio cuenta.
– ¿Ya no vas a la escuela?
– No.
– Más vale. ¿Qué haces ahora?
– Trabajo en la imprenta.
– Ah… sí, en la imprenta…
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– Yo estuve en la cena. Gracias a Dios que éramos pocos y pura gente de confianza. A don Faustino se le pasaron las copas, a cualquiera le puede suceder. Sin venir al caso, bueno sí, para dar las gracias de la cena, se levantó como pudo y dijo sin más ni más:
Señoras y señores, yo no creo en San José, en José, mejor dicho, porque él y yo nos hablamos de tú. Yo también fui muchacho y me dieron ganas de largarme del pueblo a buscar aventuras. Y me fui a Manzanillo, con ganas de hacerme marino, pero antes estuve a despedirme de Señor San José, porque yo era muy devoto, como todos ustedes. Le estuve rezando hasta muy noche, solos él y yo, hasta que me corrió el sacristán.
En Manzanillo me contraté en un carguero, el Cruz del Sur, por más señas. Para no alargarles el cuento, era yo el último de los pinches, el más pinche de todos los pinches que se hayan subido en un barco. Cuando pelaba papas, era día de fiesta porque había papas para comer… En las costas de Chile nos agarró un mal tiempo con tempestades de primer orden. Yo me la pasé embrocado sobre la borda, echando fuera hasta los hígados… ¿Y ustedes creen que Señor San José se acordó de mí? Síganle rezando y ya verán a la hora de la hora… Como ya no servía yo para nada, me dejaron en la costa. Si les digo cómo le hice para volver, sería el cuento de nunca acabar, estuve muriéndome de fiebres. Creo que nada más volví para arreglar cuentas con Señor San José. Lo cierto es que antes de ir a mi casa llegué primero a la Parroquia. Entré sin persignarme y con el sombrero puesto. Desde la puerta de enmedio, al comenzar la nave mayor, le grité: "¡José, entre tú y yo, cajón y flores! Ya no creo en ti, y ni falta que me hace…" Y me puse a trabajar. Ya ven ustedes, no me ha ido tan mal. Además, soy masón. Grado 33, para servir a ustedes.
Esto no quiere decir, señoras y señores, que yo, como presidente municipal, no esté dispuesto a colaborar con ustedes para que esta feria sea la mejor que ha habido en el pueblo, con permiso de José…
– ¿Y nadie dijo nada?
– Nadie.
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Ahora somos una ciudad civilizada: ya tenemos zona de tolerancia. Con caseta de policía y toda la cosa. Se acabaron los escándalos en el centro y junto a las familias decentes.
– Yo, cada vez que pasaba por Las Siete Naciones, le tapaba a mi hijo los ojos con el rebozo.
– Pero piense usted también en los demás, en las familias decentes que viven por allá. Nosotros aquí muy a gusto en nuestros barrios limpiecitos, y ellos con semejante vecindad.
– No en balde se estuvieron quejando y hasta hicieron una junta para que no les echaran allá la vida alegre, pero ya ve usted, perdieron y ni modo.
– Muchos se han ido de sus casas.
– Las han vendido a como dio lugar, perdieron el dinero y la querencia, con tal de no estar revueltos entre las priscapochas.
– La que salió ganando fue doña María la Matraca. Todas sus casitas quedaron en la zona.
– Ya desde antes tenía dos o tres alquiladas para el refocile, y dizque las adaptó para que le pagaran más renta.
– Dicen que alguien le dio el pitazo y estuvo compre y compre propiedades por todo ese rumbo…
– Hay quien asegura que todo el callejón de Lerdo es de ella y que no contenta con cobrar las rentitas, le está metiendo dinero al negocio.
– Válgame Dios, una mujer decente, que vivía de sus abejitas, y que ahora nadie la baja de madrota…
– Ella no tiene la culpa. Sus propiedades estaban allí desde un principio, y allí le cayeron las cuscas como llovidas del cielo…
– Hizo bien. Yo haría la misma cosa si estuviera en su lugar. Casitas que le daban ocho o diez pesos de renta, ahora no las baja de treinta y cincuenta. Le llovió en su milpita, como quien dice…
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– Bueno, ya basta. Palo dado ni Dios lo quita. Lo malo es que haya habido tanto escándalo. A muchas tuvieron que sacarlas a fuerzas porque se les venció el plazo y no se fueron por la buena. Hubiera usted visto cómo trataron en el Laberinto a los policías y a las gentes del juzgado que fueron a un lanzamiento de pirujas; el que no salió arañado se quedó sin camisa, y ni modo, eran mujeres. A la Trafique la tuvieron que sacar entre cuatro y en peso para subirla al camión. A don Tiburcio le rompieron los lentes de un manotazo y de milagro no lo dejaron tuerto. Lo que les iban diciendo por el camino, del presidente municipal para abajo, es lo que nadie ha oído en toda su vida. Ya en el Municipio, armaron una grita de todos los diablos. Dicen que en castigo, a las más rebeldes se las echaron a los presos, para que las pusieran en paz, porque los policías no ajustaron. Bueno, eso dicen…