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Por la bruma del barrio portuario deambulé con los sobres a lo largo de aquel septiembre monótono y caliginoso. La primera noche me costó dar con la tasca porque había ido en coche la vez anterior y apenas me había fijado en el trayecto seguido. Encontré a los forzudos y a la gitana finalizando la cena. Ellos me saludaron con alegría. Yo advertí que María Coral, sin afeites, vestida con un sencillo traje de costurera y alejada del ambiente lúbrico de cabaret, distaba mucho de producir el efecto subyugarte que más de una noche me había estimulado. Sin embargo, reconocí, la sonrisa y el hablar de la gitana conservaban el mismo desparpajo que me turbaba.

– Me gustaste la otra noche, ¿sabes? -me dijo María Coral.

Yo había ido a cumplir una misión y tendí el sobre a manos de la gitana.

– ¿No viene tu amo esta vez? -me preguntó con sorna.

– No. Así quedamos, si mal no recuerdo.

– Así quedamos, pero me habría gustado verle. Díselo mañana, ¿te acordarás?

– Como quieras.

La segunda vez que fui a casa Alfonso no llevé un sobre, sino dos. María Coral se rió, pero no hizo comentario alguno al respecto.

– Dile a tu amo -dijo al despedirse- que no le defraudaremos en ningún aspecto.

Y me lanzó un beso desde la puerta que provocó comentarios de los parroquianos. La tercera vez, encontré a los forzudos comiendo a dos carrillos, pero María Coral no estaba con ellos.

– Se ha ido, la muy ingrata -dijo uno de los forzudos-. Nos abandonó hace un par de días.

– Ella se lo pierde -le consolaba el otro forzudo-. Ya me dirás cómo hará su número sin nosotros.

– A nosotros nos da lo mismo, ¿sabes? -me dijeron-, porque podemos seguir haciendo lo mismo. El público viene por nosotros. Sólo que me da rabia que se haya ido después de lo que hicimos por ella.

– De lo que le ayudamos y todo -dijo el otro forzudo.

– La encontramos muerta de hambre por uno de esos pueblos donde actuábamos antes, ¿sabe? Y la trajimos con nosotros por pena que nos dio.

– Pero cuando vuelva sabrá quiénes somos.

– No la dejaremos actuar con nosotros.

– Ya lo creo que no.

– ¿Era la…? -pregunté-. ¿Qué tipo de relaciones mantenía con ustedes?

– Relaciones de ingratitud -dijo uno de los forzudos.

– Relaciones de abandonarnos, después de todo lo que hicimos por ella -concluyó el otro.

Renuncié a sonsacarles respecto a la gitana y les interrogué sobra su trabajo, no el del cabaret, sino el que realizaban por cuenta de Lepprince.

– Oh, va bien. Buscamos al tipo que dice la lista y le damos unos garrotazos. Cuando está tendido le decimos: «¡Para que aprendas a no meterte donde no te llaman!» Eso nos dijo ella que teníamos que decir: «Donde no te llaman». Y nos vamos a todo correr, no sea que venga la policía.

– Casi nos enganchan la última vez. Estuvimos corriendo un rato hasta no poder más y tuvimos que meternos en una taberna a tomar dos cervezas del sofocón que llevábamos. Y mire lo que son las casualidades: en aquella taberna estaba el tipo al que habíamos dado garrotazos la vez anterior. De que nos vio abrió la boca del susto: le faltaban dos dientes que le arrancó éste. Le gritamos: «¡Para que no te metas donde no te llaman!», y el tío salió corriendo. Nosotros también nos fuimos, por prudencia.

Aquella fue la última vez que llevé sobres a casa Alfonso.

– Pensándolo bien -dije-, tu teoría conduce inevitablemente al fatalismo y tu idea de libertad no es sino un conjunto de límites marcados por las consecuencias de unos hechos que son, a su vez, consecuencia de otros anteriores.

– Ya veo por dónde vas -replicó Pajarito de Soto-, aunque creo que yerras. Si la libertad no existe fuera del marco de las realidades (como la libertad de volar, que sobrepasa los límites físicos del hombre), no es menos cierto que dentro de dichos límites la libertad es completa y, según el uso que se haga de ella, se configurarán las condiciones subsiguientes. Tomemos, por ejemplo, la protesta obrera en nuestros días. ¿Me vas a decir que no es un hecho condicionado por las circunstancias? No. Nada más palmario: las condiciones salariales, el desequilibrio de precios y salarios, las condiciones de trabajo, en suma, no podían sino producir esta reacción. Ahora bien, ¿cuál será el resultado? Lo ignoramos. ¿Conseguirá la clase trabajadora el otorgamiento de sus exigencias? Nadie lo puede prever. ¿Por qué? Porque la derrota o el triunfo dependen de la elección de los medios. Por tanto, y ahí mi conclusión, la misión de todos y cada uno de nosotros no es luchar por la libertad o el progreso, en abstracto, que son palabras huecas, sino contribuir a crear unas condiciones futuras que permitan a la humanidad una vida mejor en un mundo de horizontes amplios y claros.

CONTINUACIÓN DEL AFIDÁVIT PRESTADO ANTE EL CÓNSUL DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA POR EL EX COMISARIO DE POLICÍA DON ALEJANDRO VÁZQUEZ RÍOS EL 21 DE NOVIEMBRE DE 1926

Documento de prueba anexo n. ° 2

(Se adjunta traducción inglesa del intérprete jurado Guzmán Hernández de Fenwick)

…Que aun antes de participar directa y personalmente en el hoy llamado «caso Savolta» tuve conocimiento de unos supuestos atentados perpetrados contra diez obreros de la misma empresa. Que se dijo que dichos atentados (ninguno de los cuales sobrepasó una simple paliza sin consecuencias) eran perpetrados por orden expresa de los directivos de la empresa y por mediación de matones, a fin de abortar una supuesta huelga en germen. Que de las investigaciones que se llevaron a cabo (y en las que no tuve intervención alguna) se dedujo que no existían pruebas, ni siquiera remotas, de la participación del capital. Que se sospechaba que los atentados procedían del propio sector obrero y se debían a disensiones internas o a una supuesta pugna por el liderazgo o primacía dentro de dicho sector entablada entre dos destacados alborotadores, un tal Vicente Puentegarcía García y un tal J. Monfort, siendo el primero un conocido anarquista andaluz y el segundo un peligroso comunista catalán y amigo de Joaquín Maurín (véase fichero adjunto). Que a consecuencia de las denuncias interpuestas por uno de los presuntos atacados (creo recordar que se trataba de un tal Simó) y de las ya mencionadas pesquisas, se practicaron con posterioridad algunas detenciones, entre las que se cuentan las de los ya citados Vicente Puentegarcía y J. Monfort, la de un tal Saturnino Monje Hogaza (comunista), un tal José Oliveros Castro (anarco-sindicalista), un tal Gallifa (anarco-sindicalista) y un tal José Simó Rovira (socialista). Que todos o casi todos los antedichos fueron puestos inmediatamente en libertad y que ninguno estaba preso cuando yo me hice cargo del ya citado caso.

II

REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁFICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA SEGUNDA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 11 DE ENERO DE 1927 ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIA CIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE FENWICK

(Folios 70 y siguientes del expediente)

JUEZ DAVIDSON. Explique usted de modo conciso y ordenado cómo conoció a Domingo Pajarito de Soto.

MIRANDA. Estaba yo un día en el despacho de Cortabanyes cuando llegó Lepprince…

J. D. ¿Cuándo fue eso?

M. No recuerdo la fecha exacta. Debió ser a mediados de octubre del 17.

J. D. ¿Era la primera vez que Lepprince iba al despacho?

M. No. La segunda, que yo sepa.

J. D. ¿Cuándo fue la primera?

M. Un mes antes, poco más o menos.

J. D. Infórmenos sobre esa primera visita.

M. Ya lo hice durante la sesión de ayer. En su primera visita Lepprince requirió mis servicios y le acompañé a un cabaret.

J. D. Está bien. Prosiga con la segunda visita.

M. Lepprince traía una cartera de mano. Se metió en el gabinete de Cortabanyes y conferenciaron. Luego fui convocado al gabinete.

J. D. ¿Quién estaba presente aparte de usted?

M. Lepprince y Cortabanyes.

J. D. Continúe.

M Lepprince había desplegado sobre la mesa el contenido de la cartera.

J. D. Descríbalo.

M. Eran tres ejemplares de La Voz de la Justicia , periódico para mí desconocido, pues se trataba de un panfleto de corto tiraje y aparición irregular. Uno de los ejemplares estaba abierto por una de sus páginas centrales. Un artículo aparecía enmarcado en lápiz rojo y la firma rodeada de un círculo también rojo.

J. D. ¿De quién era esa firma?

M. De Domingo Pajarito de Soto.

J. D. ¿Se trataba de los artículos que figuran como documentos de prueba la, lb y lc de este expediente?

M. Sí.

J. D. Prosiga.

M. Cortabanyes me ordenó localizar al autor de los artículos.

J. D. ¿Para qué?

M. Lo ignoraba en ese momento.

J. D. ¿Aceptó usted la orden?

M. Al principio, no.

J. D. ¿Por qué no?

M. Había oído rumores sobre los atentados contra los obreros y temía complicarme…

J. D. ¿Dio usted estas mismas razones a Lepprince?

M. Sí.

J. D. ¿Con estas mismas palabras?

M. No.

J. D. ¿Cuáles fueron sus palabras exactas?

M. No recuerdo.

J: D. Haga un esfuerzo.

M. Le pregunté…, le pregunté si era un trabajo semejante al que habíamos realizado la vez anterior.

J. D. ¿Entendió Lepprince lo que usted quería decir?

M. Sí.

J. D. ¿Cómo lo sabe?

M. Se puso a reír y me dijo que no tuviera miedo alguno, que podía estar presente en todas las fases de la operación que proyectaba e interponerme en cualquier momento y ante cualquier eventualidad; siempre que algo me pareciera oscuro.

J. D. ¿Y así lo hizo?

M. Sí.

J. D. ¿Localizó a Pajarito de Soto con facilidad?

M. Lo localicé, pero no con facilidad.

J. D. Cuente cómo lo hizo.

¿Para qué? Fueron largas jornadas de caminatas fatigosas, renuentes conversaciones, infructuosos sobornos, agotadoras esperas, seguimientos errabundos y estériles hasta que di con la pista verdadera. Yo buscaba el éxito a cualquier precio, no tanto por quedar bien ante Cortabanyes como por complacer a Lepprince, cuyo interés en mí me abría las puertas a expectativas imprevistas, a las más disparatadas esperanzas. Veía en él una posible vía de salida al marasmo del despacho de Cortabanyes, a las largas tardes monótonas e improductivas y al porvenir mezquino e incierto. Serramadriles era mi conciencia, la voz de alerta si mi ánimo decaía o me dejaba dominar por la abulia o el desaliento. Decía que Lepprince era «nuestra lotería», el cliente a quien hay que mimar y complacer, con quien hay que ser obsequioso y útil hasta la oficiosidad, eficaz en apariencia y leal por interés, a toda costa. Me pintaba un futuro sórdido y odioso a las órdenes de un Cortabanyes cada vez más viejo, más irritable y más dejado de la mano de la fortuna. Me pintaba, en cambio, un panorama esplendoroso de la mano de Lepprince, en las altas esferas de las finanzas y el comercio barceloneses, en el gran mundo, con sus automóviles, sus fiestas, sus viajes, su vestuario y sus mujeres, como hadas, y un caudal de dinero en monedas deslumbrantes, tintineantes, que manaban de los poros de esa bestia rampante que era la oligarquía catalana. Por esos vericuetos, hastiado de horas perdidas sin provecho y sostenido por el anhelo, di con Pajarito de Soto una noche, a mediados o a finales de octubre, en una casa señorial y ruinosa de la calle de la Unión, donde tenía un aposento realquilado. Había llamado a muchas puertas y recibido muchos chascos, por lo que mi voz era ya cansina cuando pregunté si allí vivía el periodista. Me había respondido una mujer joven, de sonrisa hermosa. Aún no sabía que se llamaba Teresa ni que, andando el tiempo, seria el primer gran amor de mi vida. Vuelve la imagen de aquel instante a mi mente como restos de un naufragio que las olas arrojaran a la playa. Era un aposento rectangular, muy grande y poblado por un laberinto de muebles heterogéneos que hacían de la estancia una especie de vivienda sin tabiques. Los muebles se agrupaban en torno a centros surgidos de la necesidad (la reiterada teoría de la necesidad): en un rincón había una cama de matrimonio deshecha, dos mesillas de noche, una lámpara de pie y una cunita donde dormía un niño; en el rincón opuesto habla una mesa circundada de sillas de tamaños dispares; esparcidos, dos butacones de harapienta tapicería y muelles protuberantes, una biblioteca de plúteos combados, un armario entreabierto, una consola esquinera y coja y un aparador barrigón. El piso estaba sembrado de libros y periódicos amontonados que habían invadido en mayor o menor grado la superficie de varios de los muebles. Presidía la estancia una estufa ventruda de la que irradiaba un calor atenazador, «para que no se resfriara el niño». En uno de los butacones dormitaba Domingo Pajarito de Soto. Parecía de corta estatura, como era, cabezudo y cetrino, con el pelo negro y brillante como tinta china recién vertida, manos diminutas y brazos excesivamente cortos aun para su exigua persona, ojos abultados y boca rasgada y carnosa, nariz chata.y cuello breve: una rana. Se sorprendió al ver me y aún más cuando le dije que había leído sus artículos en La Voz de la Justicia y que gente importante, cuyos nombres no estaba autorizado a dar, se habían interesado en él. Al principio supuso que serían los directores de una publicación o los organizadores de algún partido político. Le vi tan ingenuo e ilusionado que acabé por desvelarle a medias el secreto. No entendió, le cegaban sus ambiciones románticas. Recuerdo aquella tarde fría de noviembre y a Pajarito de Soto tieso al borde de su silla, perdido al fondo de la mesa de juntas, en la sala-biblioteca. Lepprince se mostró cordial y respetuoso, alabó “su estilo incisivo” y su valor; rechazó la versión que de los hechos había pintado y le hizo una sorprendente proposición: elaborar un estudio completo de la empresa Savolta desde el punto de vista del trabajador: condiciones de trabajo, producción, salarios, crisis y huelga. Le ofreció libre acceso a todas las dependencias fabriles y administrativas, toda la información y ayuda necesaria; tanta, aseguró, «como recibía el propio Savolta». Le garantizó la impunidad y la libre publicidad de cuanto deseara escribir al respecto. Le pidió, a cambio, que no diese a conocer sus conclusiones al público hasta haber ofrecido a los directivos “la oportunidad de corregir las fallas”. Le anunció, para el término de su estudio, la convocatoria de una reunión o asamblea mixta, de capital y trabajo, en la que se discutirían «contando con su presencia» los problemas planteados por el cambio de las circunstancias. Le prometió, a cambio de sus servicios, “la cantidad de cuarenta duros”. En conjunto, era más de lo que Pajarito de Soto podía esperar y lo aceptó emocionado. Confieso que al principio yo sentí miedo por él. Pero Lepprince reiteró su promesa de no emplear coacción alguna sobre el periodista. Tuve fe en su palabra de caballero y no me opuse a la transacción. Ni creo que Pajarito de Soto hubiese aceptado, en aquellos momentos, advertencia de ningún tipo. Cuando nuestra amistad se hubo afianzado, en frecuentes charlas y paseos, le recordé lo inestable de su posición, entre dos fuegos. Lo hacía en parte por afecto y en parte asumiendo los temores que, a solas, me confiaba Teresa. No hizo caso: quería realizar una labor positiva y veraz; era simple de alma e intención, quería un futuro claro para su hijo, un horizonte nimbado de trabajo, prosperidad y plenitud. Juntos hicimos y deshicimos planes de amplio alcance, no sólo individuales. Discutimos minucias hasta el amanecer, recorrimos cada uno de los rincones de la ciudad dormida, poblados de mágicas palpitaciones. Si encontrábamos un portal abierto nos introducíamos en el tenebroso zaguán alumbrándonos con una cerilla y remontábamos las escaleras hasta la azotea, desde donde contemplábamos Barcelona a nuestros pies. Domingo Pajarito de Soto se sentía, y su impresión no andaba desencaminada, el diablo cojuelo de nuestro siglo. Con su dedo extendido sobre las balaustradas de los terrados señalaba las zonas residenciales, los conglomerados proletarios, los barrios pacíficos y virtuosos de la clase media, comerciantes, tenderos y artesanos. Juntos vaciamos muchas botellas de vino, vivificador por las noches y vengativo al despertar; asistimos a reuniones políticas, defendimos a la par ideologías comunes, siempre distintas, más por amistad que por convicción.

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