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– Nosotros sabemos cuál es nuestra obligación, señor…

– Permítame ocultar mi nombre, María Coral.

La gitana se puso a reír.

– En cuanto a la forma de pago -dijo.

– Mi secretario -dijo Lepprince- vendrá dentro de unos días con la lista de que le hablé y una parte del precio que convengamos. Finalizado el primer trabajo se les entregará el resto del dinero y podrán iniciar el segundo, ¿de acuerdo?

María Coral meditó y acabó asintiendo.

– No hace falta que su… secretario venga otra vez a esta pocilga. Solemos cenar en una tasca, cerca de aquí. Se llama casa Alfonso, la verán al salir. De nueve a nueve y media puede dar con nosotros ahí. ¿Para cuándo la primera visita?

– En breve -dijo el francés-. No se comprometan con nadie. ¿Hay algo más?

La gitana adoptó una actitud provocativa.

– Por mi parte…

– Desearía, en la medida de lo posible -dijo Lepprince evidentemente turbado-, que nuestras relaciones se redujeran a una mera contraprestación de servicios por pago. Cualquier contacto deben efectuarlo a través de mi secretario y, por supuesto, caso de tener complicaciones con las autoridades, dejarán mi nombre aparte así como el de mis mandantes aun en el supuesto de que lo averiguasen. Asimismo, una vez finalizado su trabajo, como es costumbre, abandonarán la ciudad.

– ¿Alguna cosa más? -dijo María Coral.

– Sí, una advertencia: no intenten tomarnos el pelo.

La gitana se rió de nuevo. Cuando salimos a la calle amanecía y soplaba una brisa helada. Nos subimos los cuellos de las chaquetas y anduvimos a buen paso hacia el automóvil, que tardó en arrancar a causa de la congelación de sus líquidos. Recorrimos una ciudad desierta hasta llegara mi domicilio, frente al cual Lepprince detuvo el coche aunque no extinguió el funcionamiento del motor.

– Fascinante mujer, ¿verdad? -dijo Lepprince.

– ¿Esa gitana? Sí, ya lo creo.

– Misteriosa, me atrevería a decir: como la tumba de un faraón jamás hollada. Dentro puede aguardar la belleza sin límites, el arcano latente, pero también la muerte, la ruina, la maldición de los siglos. ¿Te parezco un poco literario? No me hagas caso. Llevo una vida rutinaria, como todo empresario que se precie. Estas aventurillas me enloquecen. Hacia tantos años que no veía amanecer tras una juerga. ¡Vaya por Dios! Lo bien que lo hemos pasado. Oye, ¿te has dormido?

– No, qué va, no dormía: he cerrado los ojos porque me siento fatigado, pero no dormía.

– Vamos, ve a la cama; es muy tarde y a lo mejor has de madrugar mañana. Que descanses bien.

– ¿Cómo nos pondremos de acuerdo para el asunto de las listas, el pago y todo eso? -pregunté.

– No te preocupes por nada. Ya recibirás noticias mías. Ahora vete y descansa.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

Descendí del automóvil y me di cuenta entre sueños de que Lepprince no arrancó hasta que hube cerrado por dentro la puerta de la casa.

Cuando la más joven de las cuatro mujeres se hubo ido, las tres señoras juntaron sus cabezas. La señora de Parells, enjuta, pecosa, con el cuello estriado de arrugas y la nariz huesuda y prominente, se puso a cuchichear.

– ¿No sabéis? Hace una semana la policía sorprendió a la de Rocagrossa en un hotel de tercera categoría con un marinero inglés.

– ¡Qué me dices! -exclamó la señora de Claudedeu.

– No lo creo -terció la señora de Savolta.

– Es seguro. Buscaban a un maleante o a un anarquista y allanaron todas las habitaciones. Cuando se los llevaban a la comisaría, la de Rocagrossa se identificó y pidió hablar por teléfono con su marido.

– ¡Qué cara más dura! ¡Parece imposible! -dijo la señora de Claudedeu-. ¿Y qué dijo él?

– Nada, ya veréis. La de Rocagrossa fue muy astuta. En vez de llamar a su marido, llamó a Cortabanyes y él la sacó del lío.

– ¿Y tú cómo lo sabes? -dijo la señora de Savolta-. ¿Te lo ha contado Cortabanyes?

– No, él no revelaría estas cosas. Son secreto profesional. Lo he sabido por otro conducto, pero es seguro -sentenció la señora de Parells.

– Es un escándalo de padre y muy señor mío -dijo la señora de Claudedeu.

– ¿Y el inglés? -preguntó la señora de Savolta.

– No se sabe nada. También le dejaron ir y se volvió a su barco, como gato escaldado, sin ganas de volver a las andadas. Era un individuo sin importancia: un fogonero o algo por el estilo.

– ¿Por qué haría esa mujer una cosa semejante? -reflexionó la señora de Savolta.

– Cosas de la vida, mujer -dijo la señora de Claudedeu-. Es joven y medio extranjera: Tienen otra forma de ser.

– Además -añadió la señora de Parells-, está lo de su marido, no sé si lo sabéis.

– ¿Rocagrossa? ¿Lluís Rocagrossa? Pues, ¿qué le pasa?

– ¿Cómo? ¿No estáis enteradas? Dicen que…, en fin, que si le gustan los hombres…

– ¡Hija! -dijo la señora de Claudedeu-. Cada día incluyes uno de nuevo en tu lista.

– ¿Qué le voy a hacer? Los calo a la primera.

– Ay, chicas -dijo la señora de Savolta-, no comprendo cómo os gusta hablar de estos temas tan escabrosos. A mí me dan asco estas cosas. No lo puedo remediar.

– Ni a mí tampoco me gustan, Rosa -protestó la señora de Parells-. Os lo cuento porque me lo acaban de contar, pero no para disfrutar con estas porquerías.

– Vamos de mal en peor -dijo la señora de Claudedeu.

…Y ahora debo retener el temblor de mis dedos y refrenar la indignación y el bochorno que siento dentro de mí para relatar del modo más escueto, objetivo y desapasionado, los hechos, los hechos desnudos que acontecieron aquella noche fatídica, pocos días antes de la fecha prevista y ansiada para llevar a cabo la tan esperada, necesaria y justa huelga.

En el curso del conflicto que acabo de describir se había destacado entre los obreros un hombre llamado Vicente Puentegarcía García, hombre de carácter levantado y austero, equilibrado y enérgico, de recta intención y clara inteligencia y, además, de una probidad a toda prueba. Pues bien, a eso de la una de la madrugada del día 27 de septiembre del corriente año, el citado Vicente Puentegarcía García regresaba a su domicilio, sito en la calle de la Independencia, en la barriada de San Martín, completamente tranquilo y muy ajeno al espantoso atentado de que iba a ser objeto pocos minutos más tarde. La noche era deliciosa, apacible. En el cielo puro, límpido, sereno y azulado brillaban tímidamente algunas estrellas, y la democrática calle de la Independencia se veía solitaria, quieta, silenciosa. La plácida quietud y el callado reposo de aquella barriada sólo eran turbados de vez en cuando por las fuertes pisadas del modesto vigilante nocturno, Ángel Peceira, al hacer el recorrido de la demarcación a su cargo, sin que él, ni nadie, pudiera sospechar el trágico drama que en la soledad misteriosa se estaba incubando y que en breve se iba a desarrollar con la más segura impunidad.

A poco aparece un joven trabajador, recio, fuerte, robusto, de rasgos afilados y pletórico de vida y de ilusiones. Este joven trabajador es Vicente Puentegarcía García, quien, después de asistir a una asamblea de huelguistas, se retira a descansar alegre, confiado. Al llegar al cruce de dicha calle con la de Mallorca, Puentegarcía se para a conversar un rato y fumar un cigarrillo con el vigilante, del que se despide cariñosamente poco después.

A escasos metros del portal de su casa, dos hombres fornidos, de ojos amenazadores, se destacan de la sombra y avanzan hacia él. Puentegarcía se dirige inerme al encuentro de los dos hombres, lento, tranquilo.

– ¡Alto ahí! -exclama uno de ellos, el que parece tener más autoridad y cara de más grosero, de más canalla, de más bandido.

El obrero se detiene. Uno de los hombres consulta una lista proporcionada sin duda por los cobardes instigadores de aquel acto ruin.

– ¿Eres tú Vicente Puentegarcía García?

– Sí lo soy -responde Puentegarcía.

– Pues, síguenos -ínstanle aquellos esbirros inquisitoriales. Y tomándole con férreas manos por las muñecas lo conducen a un rincón apartado y oscuro.

– ¡No me traten así -clama Puentegarcía-, que no soy un criminal, sino un humilde obrero! Pero ya uno de los esbirros ha descargado un fuerte golpe sobre la cara del infeliz. Éste se contrae en una horrible mueca de dolor intenso.

– ¡Dale duro! -exclama el que parece dirigir la partida-. Así escarmentará de una vez por todas.

El desgraciado suplica con los ojos humedecidos por el llanto, pero la brutal tortura no cesa. Llueven los golpes y Puentegarcía se tambalea, mártir del terrible suplicio que los puñetazos le producen, cae al suelo ensangrentado y casi inconsciente. Aun tendido síguenle propinando puntapiés y puñetazos los dos asesinos. El infortunado Puentegarcía, al verse a los pies de aquellos facinerosos, sintió un estremecimiento convulsivo, vio ráfagas de luz, círculos luminosos y espadas de fuego.

Su desventurada esposa, que ha salido al balcón intranquila por la tardanza de su compañero, y advertida por el ruido, se lanza como una loca a la calle, deshecha en lágrimas, hendiendo los aires con puntiagudos y atravesantes gritos de dolor, de consternación tremenda. Los cobardes verdugos huyen al verla venir. Atraído por los gritos acude el honrado sereno. Entre ambos transportan al lecho el magullado cuerpo del obrero, el cual, retorciéndose en un charco de sangre espesa y humeante, aún puede balbucear despreciativo: «¡Miserables! ¡Canallas!»

Al día siguiente no comparece al trabajo Vicente Puentegarcía García, que siempre había sido tan puntual, tan cumplidor, tan irreprochable. Su grave estado le impide advertir a sus compañeros del peligro que les acecha. Así caen, en noches sucesivas, los trabajadores Segismundo Dalmau Martí, Miguel Gallifa Rius, Mariano López Ortega, José Simó Rovira, José Olivares Castro, Agustín García Guardia, Patricio Rives Escuder, J. Monfort y Saturnino Monje Hogaza. Informada la policía de los atentados, ésta realizó pesquisas, pero los rufianes habían desaparecido como por ensalmo y ninguna de las pistas proporcionadas por las víctimas permitió su identificación. Aunque los nombres de quienes movían los hilos de este sangriento e infame teatro de marionetas estaban en el pensamiento del pueblo, nada se pudo probar contra ellos. La huelga no se llevó a cabo y así se cerró uno de los más vergonzosos y repugnantes capítulos de la historia de nuestra querida ciudad.

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