Otros sacerdotes nestorianos, que también acompañaban a los tártaros blancos y amarillos, se apresuraron a traducir las palabras de los embajadores a la gutural lengua de aquellos hombres.
– Volvemos a encontrarnos, anciano -dijo alguien, hablando en griego. Me volví y comprobé que era el gordo nestoriano de Dorga quien se había dirigido a mí. Me estremecí de ira, pero, siguiendo las indicaciones de Neléis le ignoré.
– ¿Ya no me recuerdas, idólatra? -me sonrió sardónicamente el nestoriano-. ¿Qué sentiste cuando contemplaste cara a cara el rostro del Señor de este Mundo?
Hubiera deseado poder cerrar mis oídos para dejar de escuchar a aquel ser embebido por el Mal. Intenté concentrarme en lo que los tártaros respondían a Neléis, pero, por supuesto, no logré entender nada de las palabras de los herejes nestorianos.
Pero la expresión de Neléis y los demás no me gustó nada.
– ¿Qué sucede? -pregunté.
– Nos vamos -dijo la mujer-. No hay nada más que hablar aquí.
– ¿Qué han respondido a vuestra propuesta de oro a cambio de paz?
– Regresamos a la ciudad, Ramón -me susurró la mujer-. Pero muy lentamente.
Los embajadores y los dragones que nos acompañaban se dieron la vuelta, y empezaron a caminar en dirección a Apeiron. Percibí claramente el sutil movimiento de los dragones con el que desbloqueaban los seguros de sus armas.
– No hay negociación posible, Ramón -me dijo la consejera sin dejar de mirar hacia delante-. Son fanáticos. Ellos piensan que los demonios somos nosotros y que nuestra Apeiron es la ciudad del Mal… ¡No te vuelvas!
Había girado la cabeza levemente al percibir el movimiento de los tártaros. Un numeroso grupo de jinetes, todos gog, habían salido del campamento y se habían situado a ambos lados de los embajadores, como si de una escolta se tratase. Pero las expresiones de sus bestiales rostros no eran nada amigables.
– Mira hacia delante, Ramón -insistió la consejera.
Obedecí, y los dragones nos rodearon protegiéndonos con sus cuerpos, y con sus armas ya claramente preparadas en sus manos. Avanzamos así un largo trecho por las afueras, pisoteando la arena del desierto, los caballos gog al paso, manteniendo la distancia. Pero las puertas de la falsabraga de ladrillo rojo parecían estar desesperadamente lejos.
Un aeróstato descendió directamente frente a nosotros. Los caballos gog se encabritaron, y a punto estuvieron algunos de derribar a sus jinetes. Neléis tiró de la manga de mi túnica para que no me detuviera ni redujera el paso.
Una escalerilla descendió por un lado del puente. Los embajadores y yo nos apresuramos a subir por ella, sin que los sorprendidos gog intentaran impedírnoslo. Después, el aeróstato se elevó majestuosamente, y regresamos a Apeiron.
Al mediodía, con un aire frío y seco levantando la arena del desierto, los defensores de la ciudad se habían desplegado por las afueras, formando una figura semejante a la de una gigantesca águila con las alas abiertas. Mil dragones ocupaban el ala derecha, muy separados entre sí, para oponer la máxima superficie de fuego al enemigo. Otros mil dragones, con una disposición similar, dibujaban el ala izquierda. Los trescientos almogávares formaban el pecho del águila; estaban divididos en tres compañías de cien hombres cada una, al mando del adalid Joanot, y los almocadenes Ricard y Sausi.
Las puntas de las alas del águila se curvaban ligeramente hacia delante, formando una suave media luna. La idea era que los jinetes que atravesaran la zona central para enfrentarse a los almogávares tendrían que soportar antes una lluvia de fuego lanzada por los dragones. Así mismo, los almogávares estarían en disposición de acudir a reforzar las alas, en caso de que fueran atacadas por los gog.
El plan había sido diseñado por el general Esténtor, que dirigiría la batalla desde su puesto de mando en el aeróstato Teógides. Esténtor usaría el telecomunicador para enviar sus órdenes a los capitanes de los dragones. Joanot, Ricard y Sausi también tenían receptores, semejantes a un botón que se introducía en la oreja, unido por un cable a una pequeña caja de metal. Desde su privilegiado puesto de mando en las alturas, Esténtor tendría una visión del campo de batalla que ningún general en la historia había tenido jamás, y gracias al telecomunicador, podría hacer reaccionar a sus tropas en consecuencia y con rapidez.
Los otros dos aeróstatos; el Ieragogol y el Demetrio, iban cargados de bombas y de suministros para los combatientes, y en un momento dado también podrían arrojar sus bombas contra los gog.
Yo iba en el Teógides, junto al general Esténtor, y desde el cielo pude ver la impresionante alfombra negra que cubría el desierto frente a la pequeña águila formada por los defensores de la ciudad. Iban a necesitar de todos aquellos recursos si querían sobrevivir a una batalla tan desigual como la que se avecinaba.
El combate empezó.
Los tártaros cargaron sobre el ala izquierda de los dragones. Dos asaltos sucesivos no lograron atravesar las barreras de fuego que los dragones levantaron frente a sus caballos, pero la violencia de sus ataques casi suicidas hizo retroceder a los dragones. Joanot envió a Ricard y a su compañía a apoyarlos. Una tercera carga, con quizá un millar de gog, se enfrentaron a los cien catalanes de Ricard.
Presencié cómo los mejores jinetes tártaros, ante una fuerza numéricamente muy inferior, se batían en retirada bajo el fuego de los pyreions almogávares.
En el aeróstato todo el mundo vitoreó aquella primera victoria. Pero era demasiado pronto para alegrarse, pues casi inmediatamente, las tropas de la ciudad sufrieron un duro revés, que hubiera podido resultar desastroso de no ser por el valor que demostraron los hombres de Joanot.
Los tártaros habían penetrado profundamente en el ala derecha de los hombres de la ciudad. Habían saltado con sus caballos por encima de la ardiente barrera de cadáveres gog que habían ido amontonándose frente a la línea de dragones, impidiendo la visión de lo que sucedía delante. Sorprendidos por el nuevo frente que iba hacia ellos, se los vieron encima demasiado pronto como para hacer un correcto uso de los sifones de fuego griego. Una andanada de flechas disparadas a cortísima distancia atravesó las armaduras rojas de los dragones.
Desde su puesto de mando en el Teógides, el general ordenó a Joanot que acudiera en auxilio del ala derecha de los dragones. Aunque él mismo se encontraba en dificultades, y acababa de rechazar una carga de los gog, obedeció. Los almogávares llegaron a tiempo para sorprender a los jinetes tártaros por detrás, y cogidos entre dos fuegos, fueron rápidamente exterminados.
Cuatro horas después del inicio del combate, las cosas parecían estar como al principio. Almogávares y dragones habían conseguido estabilizar sus alas y desalojar a los tártaros atacantes que dejaron tras de sí las arenas del desierto ennegrecidas de cadáveres calcinados. Calculé que los gog habrían tenido ya unas cinco mil bajas, pero eso no parecía importarles mientras reagrupaban sus fuerzas y se preparaban para un nuevo asalto. Era apenas una gota de agua en el mar. Comprendí entonces lo desesperado de aquella lucha; almogávares y dragones no podían vencer contra una fuerza tan infinitamente superior; al final caerían agotados, cada hombre rodeado de montículos de cadáveres gog, sin fuerzas en los brazos para seguir disparando.
Entonces, un mínimo de cien mil jinetes gog se lanzaron a la vez contra el frente formado por los dragones y los almogávares. Contemplé con horror cómo aquella inmensa formación atravesaba a toda velocidad las afueras. Una cortina de polvo se elevó hacia el cielo del desierto, a la vez que el estruendo de la carga nos llegaba a los ocupantes del Teógides como si se tratara de un súbito terremoto. Decenas de miles de pezuñas pateando contra la arena; cien mil gargantas aullando salvajes gritos de guerra.
Me pregunté cómo verían Joanot y los demás aquella marabunta que se les venía encima. El efecto debía de ser aterrador contemplado desde el suelo. O quizá no. Pocos soldados pueden ver una batalla como yo la estaba viendo ahora, o comprender lo que realmente está sucediendo mientras se desarrolla la lucha; cada almogávar estaría aislado en el reducido y frenético entorno de su propia experiencia inmediata; morir o matar, y repetir esto una y otra vez.
Joanot y sus almocadenes apenas tuvieron tiempo de disponer a los almogávares en sus puestos antes de que los gog se les vinieran encima. Aguardaron hasta que los jinetes de vanguardia estuvieron a cincuenta pasos, y abrieron fuego.
Los jinetes gog cabalgaron en línea recta hacia las bocas de los pyreions almogávares, antes de caer o volver grupas. Los que daban vueltas en torno a los cuadros buscando abrir brechas por los flancos, pronto se vieron rociados por los chorros cruzados de líquido ardiente enviados por los dragones; y al girar para atacar de nuevo, sus monturas aterradas y abrasadas por las llamas iban de aquí para allá, de un ala a otra, para acabar cayendo en confusos montones humeantes.
Pero, tal y como yo había supuesto, eran demasiados para ser contenidos.
Los almogávares ejecutaron a la perfección los muy ensayados movimientos de fuego por descargas, pero fue como disparar proyectiles contra una inmensa ola marina que se les viniera encima.
Los gog los rebasaron, dejando tras de sí la arena empapada por la sangre de los almogávares. Los dragones no podían acudir a ayudar a los catalanes, pues ellos mismos estaban soportando un ataque masivo de los gog. Los almogávares atacaron entonces a los jinetes con los cuchillos sujetos al extremo de sus pyreions, pasando a un sangriento y desesperado cuerpo a cuerpo, pero el combate ya estaba decidido.
Esténtor gritó a través del telecomunicador, a sus capitanes y a los almogávares que retrocedieran hacia la ciudad; pero abajo la confusión era tan enorme que nadie hizo ningún movimiento organizado hacia ningún lado.
El general de los dragones ordenó entonces a los otros dos aeróstatos que iniciaran su ataque con bombas contra la retaguardia de los tártaros. Las dos naves picaron hacia el campamento enemigo, y dejaron caer una lluvia de pellas sobre las picudas tiendas de los tártaros.
Las pellas estaban compuestas por dos semiesferas de cristal unidas entre sí de diez pulgadas de ancho cada una. Cada una de las semiesferas estaba herméticamente cerrada y contenía uno de los dos componentes que formaban el fuego griego; al estrellarse contra el suelo las esferas se rompían, y los componentes se mezclaban. Cada una de las dos naves dejó caer un millar de aquellas bolas de fuego sobre las yurtas de los gog, y el resultado fue la más gigantesca y satisfactoria llamarada que jamás hubiera contemplado. La combustión fue tan súbita y violenta que el aire desplazado por el calor hizo tambalearse al Teógides, y una enorme seta de fuego se elevó desde el centro del campamento gog.