– Es también posible -indiqué- que un segundo grupo, más lento y pesado, en el que irían los elefantes y las máquinas de asedio, avance detrás de la vanguardia de jinetes ligeros, y que esa caravana sea el nexo de unión entre los dos grupos.
– Creo que Ramón está en lo cierto -dijo el anciano consejero Nyayam-. Los tártaros pretenden sorprendernos con un primer y rápido ataque. Evidentemente no contaban con nuestros espías aéreos.
– Quizás ésta sea nuestra oportunidad, consejero -le dijo Neléis-; si han sido tan estúpidos e impulsivos como para dividir sus tropas…
– ¿Dividir…? -preguntó Joanot volviéndose hacia la Asamblea con una sonrisa cínica pintada en su rostro-. ¿Ha dicho dividir, consejera?
– Así es -le respondió la mujer.
– Debéis bromear entonces -replicó Joanot, y señaló con su índice la más cercana heliografía-. ¡Estamos hablando de un ejército de doscientos mil jinetes!
Jamás se ha visto nada igual en todo el mundo conocido. ¿Qué podemos enfrentar contra eso? ¿Con cuántos dragones cuenta, general?
– Tres mil, perfectamente armados -dijo Esténtor-. Además de ustedes, claro.
– Claro -Joanot hizo una mueca-; trescientos locos catalanes. Nadie me habló de que tendríamos que enfrentarnos a un ejército de doscientos mil hombres.
– ¿Le asusta esa posibilidad? -preguntó la consejera más joven.
Joanot contempló a la mujer, de forma descarada, antes de contestar:
– No, pero pienso que debería haber pedido más. Diez carros cargados de oro pueden parecerme muy poca cosa en estos momentos.
– ¿Y de qué te servirá el oro cuando mueras? -pregunté a Joanot-; porque no creo que exista posibilidad alguna de enfrentarse a una horda semejante y salir con vida.
– Nadie os retiene aquí -dijo Neléis mirándome con dureza-; todos habéis visto cómo los sarracenos partieron sin que nadie se lo impidiera. Las puertas de Apeiron están abiertas para vosotros.
– No estoy hablando de abandonar -dije-, en absoluto; pero me gustaría saber si existe alguna oportunidad de victoria en un choque frontal cuando la desproporción de combatientes es de sesenta a uno.
– No podemos permitir que la ciudad sea asediada -dijo Neléis.
– Pues tendréis que haceros a la idea, porque no creo que exista otra forma de resistir. ¿Cuánta gente hay en Apeiron capaz de empuñar un arma?
La mujer dudó un instante, y dijo:
– Quizá cien mil adultos.
– Estupendo -exclamó Joanot-; porque con esto sí que podemos pelear.
Neléis negó firmemente, sacudiendo su cabeza, y dijo que toda esa gente no sabía luchar, ni se había planteado tener que hacerlo nunca; serían más un inconveniente que una ayuda.
– Tonterías -replicó Joanot-, dadles unos cuantos de esos pyreions, y veremos si saben usarlos cuando los demonios gog se les vengan encima. Todo hombre lleva dentro un guerrero; ésta es una realidad que hace mucho que aprendí.
– Si Apeiron es finalmente asaltada -intervino el general-, ten por seguro que cada ciudadano se convertirá en un guerrero para defender a sus familias, pero hasta ese momento, ellos confían en nosotros para defenderlos.
Joanot se mesó los cabellos.
– Pero es que esta ciudad tiene un estómago muy grande para un pecho tan pequeño. ¡Tres mil infantes! ¿Cómo vamos a luchar contra doscientos mil jinetes?
– Con nuestras armas, Joanot -dijo Neléis sonriéndole apaciblemente-; y con vuestra ayuda. Si aún queréis prestárnosla.
El caballero se dejó caer en una silla.
– Nadie podrá decir nunca que Joanot de Curial rehuyó jamás un combate.
– Estupendo -asintió Neléis-. Fuimos afortunados el día que llegasteis.
Me volví a un lado y a otro, apesadumbrado; aquello iba a ser una masacre.
Ya había estado frente a un ataque gog, y sabía que no eran un puñado de desarrapados cabalgando viejos jamelgos. Eran tan fieros como lobos, y los dragones de la ciudad, además de ser tan pocos, estaban demasiado civilizados y ablandados como para ser enemigo para un gog o un almogávar. Sus poderosas armas quizá les dieran una ventaja, pero no duraría mucho tiempo.
Mis ojos se encontraron entonces con los de Nyayam, y vi en los cansados ojos del anciano reflejarse mi propio miedo. Los consejeros no eran estúpidos, comprendí, sabían perfectamente a qué se enfrentaban, pero no creían que hubiera otra salida.
Y eso era terrible, porque yo muy bien podía haber conducido a Joanot y a los almogávares, durante tan largo y penoso camino, sólo para morir allí.
Recordé todos los extraños acontecimientos que le habían ido empujando hasta aquel lugar, hasta aquel momento en que debatían sobre la vida y la muerte en la cúspide de una enorme pirámide de cristal.
Recordé la Sala Armilar , enterrada en los sótanos del Palacio Imperial, y a Ibn-Abdalá, el cadí sarraceno poseído por un demonio que yo mismo había llevado en mi interior. ¿Había muerto ese demonio cuando los dragones ajusticiaron al pobre Ibn-Abdalá? Según los científicos de Apeiron, no. Los rexinoos, como ellos los llamaban, eran sólo extensiones de la criatura principal que estaba oculta en algún lugar del Remoto Norte. Cuando tuve una de aquellas horrendas criaturas bajo la piel del cuello, abriéndose camino hacia mi cerebro, había tenido visiones en las que aquel demonio, al que los ciudadanos llamaban simplemente el Adversario, se había presentado como un león ofreciéndome compartir el mundo con él.
Y ahora dirigía su ejército de inhumanos gog contra las puertas de la ciudad.
¿Valía la pena morir por Apeiron? Ya había llegado a la conclusión, tras las semanas transcurridas desde mi llegada, de que aquélla no era la ciudad de Dios. Era un lugar de hombres, con todos sus defectos y virtudes, y la única diferencia entre ellos, y las gentes de Europa que conocía, era que ellos tenían ciencia. La habían desarrollado durante dieciséis siglos, y ésta les daba un poder y una perspectiva del mundo completamente diferente a la del resto de la humanidad. Pero su pequeño mundo estaba lejos de ser perfecto.
¿Valía la pena morir por él? Quizá sí. Quizás, aunque aquella no fuera la auténtica ciudad de Dios, sí tendría un papel decisivo en el desarrollo de la lucha contra el Mal. Quizás era sólo una pequeña aportación, pero yo debía dar gracias al Altísimo si me había permitido participar en algo así.
En un segundo vuelo de reconocimiento, el Ammán descubrió que a un par de jornadas tras los primeros jinetes gog, venían las máquinas de asalto, los elefantes, y trescientos mil jinetes más.
La ciudad empezó a prepararse para el asedio que, según los consejeros, era una posibilidad inaceptable. Los víveres guardados en almacenes y graneros del exterior, fueron trasladados al interior de la ciudad. Los viejos pozos de suministro de agua fueron nuevamente abiertos, y llenados hasta sus topes. Los seis aeróstatos fueron conducidos desde el tinglado y amarrados a los mástiles de las torres más altas de Apeiron. El suministro de vapor y agua fue racionado y reducido al mínimo imprescindible.
Los sistemas defensivos que circulaban sobre las murallas fueron revisados y puestos a punto.
Las murallas eran enormes, y a mí me parecían infranqueables. Su parte superior era tan amplia que permitía el trazado de dos vías de hierro paralelas por las que discurrían vehículos de vapor cargados de sifones de fuego griego. Gracias a aquellas vías, podían concentrarse rápidamente en cualquier punto de las murallas que estuviera siendo atacado. Y, para encerrar el terreno de las afueras situado dentro del alcance efectivo de los sifones, fue rápidamente construida una antemuralla de ladrillo cocido, de cuatro varas de altura, que formaba una línea de circunvalación situada a ochenta varas de la muralla principal.
Todo estaba dispuesto cuando la vanguardia de los gog acampó un par de millas delante de la puerta mediodía de Apeiron.
A la hora prima del día de la batalla, cinco embajadores de la ciudad acudieron al campamento tártaro escoltados por sólo una docena de dragones.
Yo iba con ellos, así como la consejera Neléis. Al principio, había intentado disuadir a los consejeros de que expusiéramos nuestras vidas colocándonos nuevamente al alcance de esos demonios, pero la Asamblea no estaba dispuesta a empezar la lucha sin antes darle una oportunidad al diálogo. Ésa era la forma de ver las cosas de la ciudad.
Acepté que, en la mayor parte de los casos, ésa sería una actitud correcta.
– Sabemos que los protohombres, es decir, los gog, que es como vosotros los llamáis -me explicó Neléis-, son esclavos del Adversario; con ellos no hay posibilidad de dialogar. Pero junto a los gog viaja un gran número de tártaros, completamente humanos, y sin duda engañados por los gog que han copiado sus costumbres y estilo de vida. Para ellos esto es sólo una incursión más, y no comprenden el alcance de lo que están haciendo, ni las auténticas intenciones de sus aliados.
Había oído contar historias terribles sobre los auténticos tártaros antes de haber visto ningún gog. Si la consejera creía que eran gentes razonables se equivocaba. Pero, como bien decía Neléis, eran humanos y, aunque aliados del Mal, quizás hubiera alguna oportunidad para ellos. Tal vez valía la pena intentarlo.
Sentados bajo un inmenso parasol, presidido por el horrible emblema tártaro -los nueve tridentes y las nueve colas de yak-, nos esperaban los líderes de la horda.
Tres tártaros blancos, cuatro tártaros amarillos y dos gordos gog.
Reconocí en el bestial y gigantesco Dorga a uno de los dos jefes gog. Sentado a sus pies estaba, mirándole con unos ojos vacunos, el repugnante sacerdote nestoriano.
Era evidente que aquellos demonios me habían dejado salir con vida de su campamento tan sólo porque el poseído Ibn-Abdalá me acompañaba. Después, habían levantado su campamento y se habían dirigido a Samarcanda, para reunirse con el resto de aquel ejército diabólico.
Neléis y los otros tres embajadores ofrecieron la paz a cambio de oro a los tártaros; sin mirar ni una sola vez a los dos gog.
– Lo que deberíais preguntaros -dijo Neléis hablando en siríaco, de modo que apenas pude entender una parte de sus palabras, aunque más tarde ella me describiría con detalle la conversación- es cuánto podéis perder al atacarnos y cuánto podéis ganar al no hacerlo; y sobre todo, cuál es el objetivo de vuestro ataque. Nuestra ciudad se levanta en medio de un árido desierto y no tiene más riquezas que las que ahora os ofrecemos. ¿Por qué arriesgaros a sufrir numerosas bajas por nada?