Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Contemplé el exterior a través de aquel muro purísimo.

«Ven y te mostraré la novia, la esposa del Cordero. Me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad Santa…»

No podía encontrar mejores palabras para describir lo que estaba viendo que las escritas por san Juan en la última parte de su Apocalipsis:

«Su brillo era semejante a la piedra más preciosa, como la piedra de jaspe pulimentado…»

Con el rostro pegado al cristal de la ventana, miraba hacia un lado y otro, con movimientos cortos y nerviosos. La belleza de lo que veía me emocionó hasta el punto de hacerme saltar las lágrimas…

«Su muro era de jaspe, y la ciudad de oro puro, semejante al vidrio puro… y la plaza… como vidrio transparente…»

Toda la ciudad parecía estar hecha de cristal, como aquella habitación; y los edificios eran esbeltos y desafiantes como las agujas de las catedrales, combinando el blanco traslúcido con el cristal transparente engarzado en delicadas estructuras de metal dorado; tan fino como un encaje, pero lo suficientemente resistente como para permitir que los edificios alcanzasen la altura de las más altas catedrales que yo hubiera visto nunca. Más arriba se cernían las cúpulas cónicas que cubrían la ciudad y la protegían del abrasador rigor del sol. Y allá en lo alto, casi rozando aquellas cúpulas, creí ver condensaciones de vapor, y bandadas de pájaros, y un racimo de formas esféricas y otras alargadas, semejantes al leviatán volador que me había llevado hasta allí, pero empequeñecidas por la distancia.

Roger de Flor había creído en una ciudad del Preste Juan adoquinada de oro, y lo que yo ahora contemplaba era algo mucho más valioso e impresionante; ¡una ciudad de cristal! El cristal era tan precioso como el oro, y además la luz lo atravesaba.

Estrechos y largos puentes unían los edificios a diferentes alturas, se distinguían cientos de personas deambulando por aquellas pasarelas, conversando entre sí, y viviendo tras aquellos muros de cristal. Por todas partes asomaba la vegetación; plantas encerradas en urnas cristalinas creciendo de forma exuberante…

Sonó una voz femenina a mi espalda.

Me volví rápidamente. El muchachito había regresado, acompañado por una mujer de edad madura. La mujer me sonrió con delicadeza y dijo algo en un idioma que no pude entender. Pero, por la inflexión que le había dado a su voz, supuse que era una pregunta. Me encogí de hombros y dije:

– No entiendo tus palabras.

La mujer era de pequeña estatura y muy delgada. Su pelo era castaño salpicado por hebras grises, y lo llevaba sujeto con un moño a la nuca. Su rostro moreno estaba surcado de finas arrugas y reflejaba una hermosa serenidad. Se cubría únicamente con una toga ligera, de un material semejante a la gasa, que envolvía su pequeño y delicado cuerpo.

Le calculé unos cuarenta años de edad. Me repitió la pregunta.

Seguía sin entenderla, aunque el idioma me resultaba tremendamente familiar.

Hizo un nueva pregunta, pronunciando ahora muy lentamente.

Por supuesto que sí, me dije.

La mujer me había preguntado: ¿No puedes hablar mi idioma?

Hablaba griego jonio; el mismo que usó Aristarco de Samos en sus escritos, mil seiscientos años antes. Yo conocía aquel dialecto, pero me había confundido en un principio la forma en que la mujer unía las sílabas.

– Te entiendo perfectamente -respondí en la misma lengua, pronunciando las palabras muy lentamente.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó la mujer inclinando levemente su frágil cabeza y señalando su cuello-. ¿Te duele aquí?

Le respondí que no; que me encontraba perfectamente. Y ella dijo que yo era un hombre muy fuerte; y preguntó que cuántos años había vivido.

– Más de setenta -le respondí.

Ella dijo que nunca había conocido a alguien del Mundo Exterior con una edad tan avanzada; aunque, en ocasiones, el cuerpo humano es capaz de realizar proezas mayores. Me sorprendió la forma en la que se había referido al Mundo Exterior, como si se tratara de algo lejano y misterioso.

Le pregunté entonces por el paradero de mis compañeros. Y respondió que algunos aguardaban en un local de ese mismo edificio; pero que la mayor parte caminaba hacia aquí, guiados por sus hombres a través del desierto.

– ¿Sois hombres o ángeles?

– Hombres como tú -me respondió.

Señalé hacia el exterior y dije:

– Una ciudad de cristal, tal y como describe san Juan que será la ciudad de Dios.

La mujer me pidió que tuviera calma con un gesto de sus manos. Me llamaron la atención; eran muy hermosas, con unos dedos largos y elegantes, y unas uñas tan perfectas que no parecían humanas.

Entonces la mujer me dijo:

– Tus amigos nos han dicho que tu nombre es Ramón Llull, y que eres un sabio, un hombre de ciencia, y por lo tanto comprenderás que existen realidades que no son fáciles de interpretar correctamente con una primera visión.

Después añadió, con una sonrisa, que su nombre era Neléis, y era consejera de esa ciudad a la que llamó «Apeiron». Sus dientes eran blancos y perfectos; como los dientes de una adolescente y no de una mujer de su edad.

Le pregunté si ésta era la ciudad fundada por los discípulos de Aristarco de Samos, tres siglos antes del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Y ella respondió que poco a poco lo iría comprendiendo todo. Volvió a ejecutar aquel gesto de paz con sus bellas manos y quiso saber si me encontraba bien y si deseaba acompañarle.

Respondí que hacía tiempo que no me sentía tan bien, pero entonces reparé en mis exiguas vestiduras. Bajé la vista hacia mis piernas delgadas y desnudas y le pedí que me devolviera mis ropas.

– No debes preocuparte por eso -dijo ella-. Aquí nadie usa mucha ropa, como comprobarás; hace demasiado calor.

– Bien -acepté. A lo largo de mi vida he viajado tanto, y he visto costumbres lo bastante diferentes como para que nada me sorprenda demasiado.

Abandonamos la habitación en la que había despertado y caminamos por un amplio pasillo abovedado, construido con los mismos materiales; cristal coloreado sobre una estructura metálica que se doblaba y retorcía formando arcos y simulando formas vegetales muy hermosas.

Nos cruzamos con hombres y mujeres vestidos con togas tan exiguas y transparentes como la que Neléis llevaba, que nos miraron con una inocente curiosidad. Aquella gente era muy hermosa, con la piel curtida por el sol, y unos cuerpos que se asemejaban a las representaciones de los atletas de la antigua Grecia.

Neléis me condujo por el pasillo hasta una gran sala circular, cuyo techo era una bóveda transparente. Las columnas que sujetaban la bóveda imitaban a cinco delgados troncos de árbol hechos de metal verde, que ascendían rectos hacia la bóveda, y una vez allí se diversificaban en multitud de finos ramizos que se enredaban elegantemente entre sí. Estas ramas de metal sujetaban la cristalera que formaba la bóveda, y a través de ésta se contemplaba, espectacularmente, la ciudad.

Inmediatamente recordé la Sala Armilar del Palacio de Constantinopla. Los dos arbustos que crecían junto a su puerta parecían un reflejo de esto. Pero en ésta había una especie de lecho en el centro de la sala, iluminado perfectamente por la luz que penetraba por la cúpula. El lecho era estrecho, y estaba sujeto por una base de finas varillas metálicas articuladas, que parecían las patas de un insecto, y que podrían orientar o inclinar el lecho en cualquier dirección. A su alrededor había multitud de mesas y estanterías repletas de frascos y redomas de cristal que parecían constituir el laboratorio de un alquimista.

Neléis señaló mi cuello y preguntó si notaba alguna molestia.

Llevé mi mano al vendaje y respondí que no. Pregunté si ellos me habían curado.

Neléis respondió afirmativamente, y me contó cómo, mientras estaba inconsciente, cirujanos de Apeiron me habían operado y me habían extraído el rexinoos.

– ¿Cómo le has llamado? -pregunté.

– Rexinoos -dijo ella-. La piedra de la locura; aquel que corrompe el alma.

Neléis se acercó a uno de los estantes repletos de frascos de cristal, y me señaló uno semejante al vaso alquímico.

¿Cómo encontrar un vaso capaz de contener un espíritu?

Aquello era algo repugnante; una masa central bulbosa, como pequeños racimos pegados con gelatina, de no más de una pulgada de diámetro, rodeada por un halo de fibras blancas y retorcidas, como largos gusanos delgados y viscosos.

– Durante las primeras semanas permanece casi inactivo bajo la piel, adaptándose al cuerpo de su huésped -me explicó la mujer mientras yo observaba el contenido de aquella redoma con una mezcla de fascinación y repugnancia-. Luego sus pseudópodos penetran en la cabeza, y el rexinoos crece en torno al cerebro, mezclando su mente con la del huésped. Cuando te encontramos estaba al inicio de esa fase; unos días más y no hubiéramos podido hacer nada.

No entendía nada. Miré aquella cosa y luego a la mujer buscando respuesta. Pero ella me preguntó sobre las circunstancias en las que había recibido al rexinoos.

– En el poblado de los gog… -empecé a decir.

– ¿Los gog? -se extrañó ella-. ¿Te refieres a los protohombres?

Hice un gesto de confusión. Creía estar viviendo un sueño.

– Los gog y las «langostas»… y una de ellas me picó en el cuello.

Neléis me pidió entonces que le describiera el aspecto de las «langostas».

Dije que sólo las había visto durante un instante, antes de que una de ellas me hiriera con su cola de escorpión. Y que iban montadas en caballos y llevaban armaduras plateadas, y grandes alas plegadas a la espalda…

– ¡Los Kauli ! -exclamó Neléis-. Pero no puede haber kauli en estas latitudes; debiste de sufrir una alucinación.

Miré perplejo a la mujer. ¿De qué estaba hablando? ¿En qué nuevo y extraño mundo había penetrado?

Los persas afirmaban que habiendo rehusado Abraham adorar al fuego, Nembroth lo mandó morir en una hoguera, cuyo fuego fue imposible de encender. Los verdugos se disculparon afirmando que sobre la hoguera había un ángel que impedía encenderse el fuego, y que no era posible apartarlo de allí a no ser que alguien cometiera ante su vista algún crimen execrable; como cometer un incesto por un hermano con su hermana. El primero se llamaba Kau, la otra Li, y de este enlace blasfemo salió el tronco de una raza abominable que se llamó «Kauli». Pero el ángel se mantuvo allí, al lado de Abraham, y Nembroth, confuso y furioso, arrojó al patriarca de su presencia y de su reino.

32
{"b":"81759","o":1}