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Joanot, que había subido detrás de mí, se quedó admirando todo aquello.

Pasó una mano sobre aquellos relojes, y dijo:

– Todo esto parece de gran valor. Sus constructores deben de ser gente muy rica para dejarlo abandonado aquí sin vigilancia.

No pude por menos que estar de acuerdo con él. Todo lo que se veía estaba perfectamente manufacturado, todas las piezas encajaban entre sí con una perfección asombrosa, incluso las más pequeñas y delicadas. Resultaba difícil entender cómo podría haber sido construido aquello, y qué clase de artesanos habían intervenido.

Joanot estaba estudiando la expresión de mi rostro.

– Tú siempre tienes respuesta para todo, anciano -me dijo el valenciano-. Debes de tener una idea sobre lo que es esto.

Pero yo sólo podía especular:

– Esto es un carro de guerra. Es tan pesado que podría derribar una muralla con sólo chocar contra ella, por eso necesita de ese camino de hierro; se hundiría en el suelo sin él.

Joanot miró a su alrededor escéptico, y dijo que yo sabía mucho de mis cosas, pero muy poco de la guerra. Aquel artefacto le parecía demasiado pesado y aparatoso; no resultaría efectivo en mitad de una batalla.

– ¿Has calculado cuántos caballos harían falta para arrastrarlo?

– Muchos, sin duda.

– No, demasiado aparatoso y vulnerable… ¿Qué haces?

Había sujetado con ambas manos una rueda dorada que había bajo los relojes; siguiendo un impulso, intenté girarla, pero no lo conseguí.

Joanot quiso saber qué intentaba hacer.

– Creo que algo con esta forma está hecho para girar, pero… -le dio otro fuerte tirón-; no logro moverla.

Joanot me hizo a un lado, y sujetó él la rueda. Enrojeció por el esfuerzo, pero al cabo de un instante, con un largo chirrido del metal, la rueda giró. No pasó nada. Joanot se apartó y me cedió nuevamente el sitio frente a la rueda dorada. Esta vez sí pude hacerla girar sin dificultad.

– ¿Crees que eso puede tener alguna función? -me preguntó el valenciano.

– No lo sé, pero… -tiré de la rueda hacia mí, y una pequeña tronera de hierro, y de forma redonda, se abrió tras ella.

Cogido por sorpresa, a punto estuve de caer de espaldas, pero Joanot me sujetó. Abrí completamente la tronera y oteé su negro y angosto interior.

– ¡Eh! -grité acercándome, y al instante recibí un eco de mi voz.

Impaciente, Joanot quiso saber qué era eso. Le miré divertido. Me sentía como un niño que acabara de encontrar un juguete nuevo.

– No tengo la menor idea -dije.

– Bien -Joanot asintió despacio-. Bien. Estúdialo entonces cuanto quieras; vamos a establecer aquí el campamento.

El valenciano descendió de la plataforma, y gritó las órdenes a sus almocadenes.

Yo volví a inclinarme sobre el orificio. Introduje una mano, y palpé las paredes interiores. Al sacarla, mi mano estaba negra. Esto me sobresaltó, hasta que comprobé que se trataba de hollín. De modo que allí dentro había ardido un fuego, consideré mientras, pensativo, me limpiaba la palma de la mano en el costado de mi túnica de lino.

Me incorporé y miré por encima de los relojes dorados. Sobre la curva del gran cilindro horizontal que era el cuerpo principal del carro, se levantaba otro cilindro de menor tamaño, vertical, y situado cerca de su extremo delantero. Lo había visto desde el principio, pero no había sabido interpretar su utilidad. Ahora, en cambio, parecía bastante clara: se trataba de una chimenea.

¿Sería posible que todo aquel artefacto no fuera más que un fogón o una especie de estufa? Esta posibilidad me parecía bastante decepcionante.

Volví a la tronera e intenté distinguir algo en su oscuro interior.

Mientras permanecía agachado, estudiando minuciosamente el lugar donde había ardido el fuego, un grito de sorpresa y terror salió de la garganta de todos y cada uno de los trescientos almogávares que rodeaban aquel artefacto.

Quedé unos instantes paralizado por la sorpresa. Conocía a aquellos hombres y sabía de su valor. No podía imaginar qué podía haberles hecho gritar así.

Levanté la cabeza y vi a Joanot, a unos pasos del carro de hierro, paralizado por el terror, miraba hacia arriba y gritaba como casi todos sus hombres. Algunos se habían tirado sobre la arena salina, y tapaban sus cabezas con los brazos, como si pretendieran protegerse de algo gigantesco que se abatiera sobre ellos.

Siguiendo la mirada de Joanot, elevé la vista hacia el cielo… Y sentí cómo el terror paralizaba mi cuerpo.

Cerré con fuerza los ojos y los volví a abrir. Seguía allí; una enorme criatura, del tamaño de una montaña, que flotaba lentamente hacia nosotros, proyectando su larga sombra sobre las dunas, y sobre los aterrorizados almogávares.

Caí de rodillas, y junté mis manos para rezar, para pedirle a Dios que pasara aquella horrible y nueva visión.

Pero esta vez no se trataba de una de mis alucinaciones. Todos los almogávares, incluso el cadí Ibn-Abdalá, lo estaban viendo al mismo tiempo que yo. Si era una pesadilla, aquélla era sin duda la más real y terrible de todas. Podía incluso notar cómo el aire vibraba al acercarse aquella cosa, que eclipsaba ya completamente el sol.

De repente mi cabeza empezó a dolerme de una forma horrible, y sentí que mi cuerpo se ponía tenso. Caí de espaldas, con las extremidades rígidas como palos, los ojos abiertos mirando desorbitados aquella especie de gigantesco pez volador de brillante y tersa panza, que tenía el tamaño del leviatán.

2

Había perdido el sentido, y desperté brevemente de mi sueño de inconsciencia. Estaba tumbado sobre una amplia litera de lona, cubierto con una suave sábana de un tejido finísimo. La litera estaba situada junto a un gran ventanal por el que entraba la luz. A través del ventanal, la arena del desierto se deslizaba a gran velocidad muy abajo. Volaba sobre ella como lo haría un espíritu o una bruja.

La segunda vez, mi despertar fue más breve. Un solo parpadeo somnoliento.

Vi la ciudad acercarse a gran velocidad; un mar de relucientes tiendas cónicas; sujetas cada una por un único mástil en su centro y tensadas por un anillo de cuerdas, finas como hilos, que se clavaban en las arenas del desierto. De lejos parecía un campo de pequeñas setas blancas; al acercarse recordé con horror las yurtas de los gog.

Pero mi sentido de la proporción estaba equivocado, confundido por la inmensidad del desierto que rodeaba la ciudad, donde no era posible establecer la escala de aquellas tiendas con nada. Hasta que vi a los pájaros volar libremente bajo aquellas cúpulas cónicas, y a las palmeras crecer como hierbajos a su sombra.

Una de las cuerdas, que yo había considerado tan delgada como un hilo, cruzó entonces frente al ventanal, y pude apreciar sus verdaderas dimensiones. Estaba constituida por al menos una decena de fibras trenzadas. Y cada una de aquellas fibras sería tan gruesa como el tronco de una palmera.

Me dije que, sin duda, aquélla era la ciudad de Dios; y que yo iba, al fin, camino de reunirme con Él.

«Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios.»

Luego volví a desmayarme.

Cuando uno decide que ya está muerto, despertar con un fuerte dolor de cabeza es todavía más duro. Estaba tumbado boca arriba sobre un colchón tan suave que bien podría haberse tratado de una nube. Me habían quitado las ropas y me encontraba vestido únicamente con una larga camisola de un blanco azulado.

Me incorporé, y vi que mi lecho era cuadrado y carecía de dosel; y era tan amplio que podrían dormir diez hombres, uno junto a otro, sin molestarse. La tersa suavidad de aquel colchón era una experiencia nueva para mí.

Un muchachito hacía guardia junto a la cama. Tendría apenas doce o trece años, los ojos muy negros y la cabeza afeitada; su única vestimenta era un diminuto taparrabos blanco y su piel era de un tono bronce, como la de los campesinos.

Al ver cómo me incorporaba, los ojos del muchacho se agrandaron por la sorpresa, pero no dijo nada; dio media vuelta y salió corriendo. Lo vi desaparecer por una puerta muy alta y muy estrecha, sin que sus pies desnudos hicieran el menor ruido al correr sobre aquel suelo que parecía un espejo.

Estando solo, sentado en mitad de aquella cama desproporcionada, me dediqué a admirar con cuidado la extraña e inmensa habitación en la que había despertado.

Sin duda me encontraba en un templo o en un palacio, pero yo nunca había visto un lugar tan limpio como aquel en el que me hallaba. Las paredes parecían de mármol blanco, y unas columnas del mismo material, de fuste estriado, adornaban las esquinas, y ascendían hasta un arquitrabe de tres bandas sobre el que descansaba el techo. Los capiteles estaban adornados con hojas de palma, representadas de una forma muy sencilla. En realidad todo era estilizado y limpio, sin adornos inútiles.

Me deslicé hasta el borde de la cama, y puse mis pies en el suelo. Parecía estar hecho con el mismo material que las paredes, pero allí era de un tono gris con vetas más oscuras. Froté mis pies desnudos por aquel suelo tan pulido y limpio que podría pasar por un espejo. Aquello no era mármol, no tenía su textura ni su tacto; más bien parecía cristal, vidrio teñido, como el de las catedrales. Estaba cortado en grandes losas de más de una vara de ancho, engarzadas en una retícula cuadrada de metal dorado, tal y como en una vidriera estarían sujetos entre sí los cristales coloreados con láminas de plomo.

Mi imagen se reflejaba en aquel suelo cristalino. Parecía mucho más viejo y mi pelo y mi barba habían crecido desordenados.

Un vendaje blanco rodeaba mi cuello. Llevé la mano a él y descubrí que la dolorosa buba había desaparecido por completo. El vendaje no estaba muy apretado y decidí dejarlo de momento.

Me puse en pie, notando el agradable frescor del cristal en mis pies, y caminé hasta un enorme ventanal que ocupaba completamente la pared a la izquierda del lecho. Además de aquella cama, no había ningún otro mueble a la vista, excepto un gran macetero rectangular en el que crecían unos arbustos salpicados de flores blancas.

La luz entraba incontenible por aquel ventanal, y yo avancé decidido hacia él.

Mi cabeza rebotó contra un muro invisible, y el golpe fue tan violento que a punto estuvo de hacerme caer de espaldas. Me llevé un mano a mi dolorida nariz, y con la otra tanteé hacia delante. Era un cristal; la ventana estaba cerrada con un vidrio tan limpio y transparente que era casi invisible. No había visto jamás nada semejante, ni siquiera entre las más perfectas vidrieras que alguna vez tuve ocasión de contemplar.

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